La Isla de Robayna… punto final

El reloj marca las doce de la mañana del sábado 30 de agosto. Y sigo sin moverme del sitio que ocupo, como si me costara esfuerzo entrar en la librería La Isla de la calle Robayna. Deber ser porque es el último día que abre sus puertas, unas puertas que ahora ponen el cartel de cerrado tras 43 años en que permanecieron abiertas.

Me entretengo en la calle hablando con amigos y conocidos, una excusa para prolongar la espera. Son demasiadas las emociones y los recuerdos que almaceno de este sitio. Un refugio que desaparece.

La Isla pese a todo, y como no se cansa de repetir la familia Celis, continúa abierta en la calle de Imeldo Serís, en pleno corazón de un viejo Santa Cruz hoy más que nunca descuidado. Mientras tanto, asisto impotente a la disolución en mi imaginario de una de las señas de identidad de esta capital de provincias.

Una librería más que se va entre otras tantas que, por una u otra razón, colgaron hace tiempo el cartel de cerrado.

Goya, Rodin, Sonora, Jarama, Internacional, El escribidor, Tenerife…

Frente a la fachada de La Isla de la calle de Robayna me tropiezo con algunos conocidos. Charla de dos minutos mientras prolongo la espera.

Aunque entrar, haya que entrar.

Entra y sale gente. Incluso el alcalde de la capital, José Manuel Bermúdez, se deja ver por ahí. Una pena que no estuviera presente para reflejar con palabras el momento. Me cuentan que Bermúdez aprovechó para sacarse fotos con los vecinos. Muchas de ellas están colgadas en esas redes que dicen son sociales.

Pregunto si el alcalde adquirió algún libro.

Pero nadie sabe responderme.

Mientras tanto, ojeo los volúmenes que se exponen en una mesa situada en la calle, frente a la señorial Casa Elder,  y entre los títulos descubro La gran evasión, la novela que inspiró esa película que suelo ver todas las navidades…

Un conocido me anima a que recuerde cuántos libros robé, no apropié, de la Librería La Isla de la calle Robayna y lamento contestar que ninguno. Pongo entonces pose del abuelito Cebolleta y le cuento que cuando la librería  se llamaba Rexachs lo habitual era que un tipo o una tipa rondara detrás de ti como un moscardón para que no te llevaras ningún libro, digámoslo así, por descuido.

También, continuo, que si ya era irritante que sospecharan de ti, no resultaba agradable sentir cómo dos ojos te taladraban por la espalda mientras perdías el tiempo mirando, precisamente, libros.

Pero estas historias, igual de tontas que esas gotas que se pierden en la lluvia, no las entiende el que hace la pregunta. Y terminas por disculparlo porque resulta complicado explicarle la frustración de no poder adquirir los cuentos de Edgar Allan Poe, traducción de Julio Cortázar y publicados en Alianza Editorial, porque por aquel entonces eras menor de edad…

Nunca más, nunca más, exclamabas cuando salías de Rexachs aunque dos o tres días después, inevitablemente, terminabas por regresar para despistar al personal con La cruzada de los niños, de Marcel Schwob.

La Isla entonces no era La Isla sino Rexachs, nombre que a mi me sonaba a jugador del Fútbol Club Barcelona más que a librería.

Después fue La Isla, donde por cortesía te entregaban un marcador con el libro. Debo de tener la colección completa entre los volúmenes que se distribuyen en mi biblioteca.

El sábado resultó un día extraño. Extraño por el cierre de La Isla de la calle de Robayna y extraño porque me encuentro con un amigo de los viejos al que no veía desde hacía tiempo.

Tiempo, siempre el tiempo.

El encuentro sirve, no obstante, para que me anime a entrar en La Isla que ya no será La Isla de la calle de Robayna.

¿Cuál será el destino que tendrá el local a partir de ahora?

Una voz dice que la MAC piensa ampliar el salón de actos y otra que quizá termine como sala de exposición o de oficinas de la Mutua…

Ya dentro de la  librería se encienden las alarmas cuando observo las estanterías, casi todas ellas vacías, y la escalera que conducía a la sección de bolsillo, ahora con una cinta para que nadie suba por los escalones.

Recorro un escenario prácticamente desnudo en el que parece que ya no quedan ni los fantasmas que reconocía.

Cuando salgo a la calle me despido de los conocidos y doy una vuelta con el amigo viejo hablando de las mismas cosas que la última vez. Como si el tiempo, un escalofrío, se hubiera detenido.

Paseamos por una ciudad abandonada. Lo que hace que me pregunte dónde se encuentra ese patio de naranjos rodeado de bares en el que los viejos juegan al dominó. Lo escribre un periodista de The Guardian sospecho que jarto de vino..

Brilla el sol y hace calor…

Detenemos el deambular en El Puntero de toda la vida.

El Puntero de toda la vida es una casa de comidas que no ha variado su carta desde que tengo uso de razón. Prácticamente sigue siendo el de siempre solo que ahora hay dos filipinos en la cocina que no paran de guisar pulpos, freír chocos y sacar platos de tollos.

El viejo amigo y yo charlamos aunque la verdad es que pienso en otra cosa.

Una tontería.

¿Cuál fue el último libro que me llevé de la librería La Isla de la calle de Robayna?

¿Y el primero?

(*) El Escobillón agradece la generosa colaboración de Luis Adern al ceder las imágenes que ilustran este post.

Saludos, la gran evasión, desde este lado del ordenador.

One Response to “La Isla de Robayna… punto final”

  1. lector enmascarado Says:

    Sí, demasiadas las librerías que han cerrado en Santa Cruz. Una pena, al final solo nos quedará la del Corte Inglés.

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