Leeenta como la melaza

El personaje que interpreta Kurt Russel en Los odiosos ocho, la última de Quentin Tarantino, advierte a Samuel L. Jackson en un momento de la película a que se desprenda de sus revólveres con la misma lentitud que la melaza. Esta frase, que se pronuncia apenas iniciado el filme, resulta premonitoria tras visualizar un largometraje que, efectivamente, es leeento como la melaza. Una lentitud que obliga a declinarla con  aburrimiento, sopor y rabia por perder el dinero de la entrada y derrochar tres horas de mi tiempo en una nueva y presumida genialidad de un cineasta que si por algo se caracteriza es por su lamentable involución.

O una vuelta desesperada a unos orígenes, los suyos, en los que trastea para sorprender a sus acomodados leales e imitadores que son, paro qué engañarnos, su público objetivo. Plagiarios y espectadores que disfrutan –y hasta se ríen de algo con tan poca gracia como que le vuelen la cabeza a cualquiera– en las cada vez más estéticamente barrocas películas de un director que ha logrado alcanzar el título de autor dentro de una industria a la que no le importa el sello de la autoría siempre y cuando dé dinero.

Y por extravagante que resulte, las películas de Tarantino dan dinero. O han dado el suficiente dinero para que continúe explotando géneros desde otra perspectiva.

Y explotar géneros desde una perspectiva tan peculiar cono iniciada es una de las peculiaridades del cine de Tarantino, un tipo que adapta y manipula los géneros a su gusto, un gusto cocido en maratonianas sesiones de video club, aprendizaje que ha dado como resultado un sentido del cine como vehículo de evasión con marcado acento popular trufado, además, con un profundo conocimiento de películas de arte y ensayo.

Esta fabulosa combinación ha dado como resultado un cineasta híbrido e inconstante. Un aficionado con luces, más que un intelectual que apuesta por el riesgo, al que le preocupa más las formas que el fondo. O contar historias sencillas y algo tontorronas a las que disfraza con cierta complejidad técnica y escrita. Y cuando se escribe escrita nos referimos a los diálogos Tarantino. Otra muesca en la obra de un cineasta tan espectacular como desconcertante y capaz de las mejores cosas como de las peores.

El octavo largometraje de Tarantino, ya que así se recuerda en los títulos de crédito de Los odiosos ocho, probablemente sea la peor de las películas de un cineasta que comenzó su carrera profesional como un elefante por una cacharrería: despistando a todo el mundo. Que todo el mundo se preguntara: pero ¿este quién es?

En Los odiosos ocho propone un extenuante juego del gato contra el ratón. Un viaje a una nada que no tiene nada que ver con el western y sí con ese cine que consiste en averiguar ¿quién asesinó a quién? en una habitación cerrada (en la película un almacén, una mercería perdida en las montañas de Wyoming) para obviar, salvo su tramo inicial que quizá sea el mejor de este largo, pero laaargo largometraje, los espacios abiertos, las persecuciones a caballo y la lucha siempre épica que mantiene el héroe contra los elementos.

Estos temas no aparecen ni por asomo en una película que, como Los odiosos ocho, se escora al teatro al reunir en casi un único escenario (la mercería) a unos personajes que en algunos de los casos están interpretados por actores que ya han trabajado con el cineasta como Samuel L. Jackson, Tim Roth, Michael Madsen y Kurt Russell, y otros que se estrenan como Jennifer Jason Leigh, Demian Bichir, Walton Goggins, Bruce Dern, James Parks, Dana Gourrier, Zoë Bell, Channing Tatum, Lee Horsley, Gene Jones, Keith Jefferson, Craig Stark y Belinda Owino.

Una de las conclusiones que sacamos tras ver Django y ahora Los odiosos ocho es que Tarantino no es cineasta que se mueva bien por los límites del western. El aficionado no debe buscar por eso un homenaje al género ni siquiera bajo su formulación genérica europea: el espagueti, por mucho que la banda sonora la firme Ennio Morricone…

Por otro lado, Los odiosos ocho sabe a monumental egolatría, a una reivindicación del yoísmo autoral de un cineasta que si no espabila terminará por hundirse en lodo del olvido. A nosotros, al menos, ya no nos sorprende como antaño sus travesuras cuando mete la mano en los géneros y, en concreto, a uno que es sinónimo de épico como es el del oeste.

En este aspecto, consideramos que Quentin Tarantino debería dejar lo que fuma y desintoxicarse para recuperar al cineasta y al artista que todavía veo en Reservoir Dogs (Los malditos ocho no deja de ser una reinterpretación de aquella lúcida y rocambolesca ópera prima), la revolucionaria Pulp Fiction; la clásica Jackie Brown, primer y hasta la fecha único trabajo que no parte de un guión original sino que adapta una novela de Elmore Leonard; y las tremendamente absurdas pero refrescantes dos entregas de Kill Bill.

Desgraciadamente, no encuentro rastros de estas notables por personales películas en  Los odiosos ocho, un filme, como cualquier filme de Tarantino, armado en torno a los diálogos aunque en este caso no digan ni aporten nada. De hecho, casi parece que el infantilismo que poco a poco ha ido drenando de contenidos sus últimas películas (Malditos bastardos, Django) hubiera eclosionado en su octava película. Un título que es probable entusiasme a sus seguidores pero que disgustará a los que ya no se dejan engañar por el talento de un cineasta que comienza a repetirse y que ya no sorprende por sus piruetas visuales. Un autor, en definitiva, que pide a gritos que no se fusile a sí mismo y que confíe más en las formas pero sobre todo en el fondo.

Saludos, se ha dicho, desde este lado del ordenador.

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