Los olvidados: Jacinto Miquelarena

Leemos en un plis plas Don Adolfo, el libertino. Novela de 1900, escrita por Jacinto Miquelarena, otros de esos escritores españolas condenados a un resignado silencio más que por su literatura por su ideología.

Jacinto Miquelarena fue falangista y autor, al parecer, de algunos de los versos del Cara al sol. Agustín de Foxá dedica algunas de las páginas de su novela Madrid de Corte a Cheka a cómo se cocinó un himno con el que se identifican los falangistas.

El caso es que me encuentro con un libro, Don Adolfo, el libertino, realmente divertido, de esos que hacen que la sonrisa no desaparezca de la cara y que degenere, ocasionalmente, en agradecida carcajada.

Tal y como anuncia el título, la novela se desarrolla en 1900 aunque es el criado del libertino, Carpóforo, quien prácticamente monopoliza unas páginas que reflejan en tono jocoso aquel Madrid de principios de siglo. Una capital con espíritu de pueblo en la que el leal servidor observa con divertida distancia la frívola vida de su señorito, ese Adolfo canalla y don Juan descritas por un autor, Jacinto Miquelarena, que ya avisa en la introducción de la obra que fue escrita sin demasiada ayuda del diablo. Razón, por otro lado, que justifica que el señor de las tinieblas haya perdido “una excelente ocasión para hacer publicidad del infierno”.

Don Adolfo, el libertino
es una novela con minas dispersas a lo largo de sus páginas. Minas que son las que provoca una risa ronca, ronca porque el humor es negro, y cuando es negro sobrevive hasta 2017.

También hay risas que se congelan cuando ya la notas subir por la garganta. Se hielan porque lo que cuenta el escritor no tiene nada de gracia, aunque se desborda en otros capítulo del libro…

La novela incluye, además, el descubrimiento del cinematógrafo por dos de los protagonistas del libro. Se trata de una descripción hermosa, en la que se manifiesta el poderío como narrador de Jacinto Miquelarena:

“Era El Palacio de las Ilusiones.

Carpófoto y Clotilde penetraron en la barraca estremecidos por la curiosidad y por esa extraña alarma que producen siempre los espectáculos misteriosos y ocultos entre cortinajes. Dentro había un espacio rectangular en el que se alineaban, primero, varias filas de bancos, como en una escuela pobre, y luego, filas de sillas. No había otro suelo que el arcilloso de la madre tierra. Había, en cambio, diversos olores; desde el impreciso y popular que iban dejando las sucesivas oleadas de espectadores, hasta el de menta, que procedía de la cola especial empleada en la cabina de proyección para pegar rápidamente los trozos de películas que se rompían durante las sesiones. Es decir, desde el famoso olor a león hasta el olor a caramelo.

Fue maravilloso.

Las película duraban tres o cuatro minutos cada una. Vieron Llegada de un tren de viajeros; apareció el tren en la lejanía, arrastrado por una locomotora poderosa que se detuvo cuando parecía que iba a pasar por encima del publico”.

Jacinto Miquelarena, que escribió también El otro mundo, sobre su experiencia como refugiado en la embajada Argentina en Madrid al estallar la Guerra Civil, murió en París tras arrojarse al paso de un tren en verano de 1962.

Descubro Don Adolfo, el libertino mientras vagabundeo por el Rastro de la capital tinerfeña. El día está triste, las nubes, allá en el cielo, son de gris oscuro.

El libro está publicado en Espasa Calpe, se trata de una edición de 1941, así que sus páginas están acartonadas y amarillentas y huelen como huelen los libros viejos: a libro.

Su lectura me da a conocer a un escritor, Jacinto Miquelarena que tiene sustancia de ser un buen escritor. Un buen escritor español que, con independencia de las ideas que defendió, cuenta además con un excelente libro de reportajes periodísticos sobre la II Guerra Mundial, Un corresponsal en la guerra (Espasa Calpe, 1942), meridianamente objetivo y personal y con la que dicen es la mejor traducción del poema If, de Rudyard Kipling, al español.

Saludos, ¡¡¡NO AL CIERRE DEL TEATRO TIMANFAYA!!!, desde este lado del ordenador.

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