Un lunes bastante raro

La capital de provincias en la que vivio se despertó el lunes pasado lo suficientemente animada para que uno olvidara la soledad de sus calles durante estos meses de obligado confinamiento. Por fin, podía recorrer las calles sin el acoso policial. Que te pararan en medio de la vía y un agente de la local te preguntaran que a dónde ibas. Y si les decías la verdad, que te anduviaras con cuidado porque estabas lejos de tu lugar de residencia y podía cascarte una multa así de gorda… Y la verdad, más que la multa lo que molestaba es que te llamara la atención, sobre todo porque tu único delito era el de estar un poquito lejor de su casa. No valía que fueras con mascarilla y guantes mientras paseaba a Kala.

Recuerdo también que en otra ocasión, y fueron una pareja de la policía nacional, nos ordenaron disolver una animada tertulia que manteníamos tres individuos que respetaban el metro y medio de separación porque a la mujer –o quizá fuera el hombre– policía se les metió en la cabeza que estábamos conspirando contra el poder establecido. Que como que no, pero en fin…

Esa sensación sentirme terrorista desapareció ayer mismo mientras dirigía mi pasos a Solican que es la ONG que lleva esa librería de ocasión que se encuentra en la calle del padre Anchieta de mi Santa Cruz de Tenerife de los dolores. Librería que me recibió con los brazos abierto y el obligatorio lavado de manos con alcohol en gel.

Oler a libro viejo o usado, recorrer esas atestadas estanterías que casi parecen que de un momento a otro se caerán al suelo, echar un vistazo a un volumen del año 40 o encontrate con un ejemplar que ni pensabas que se hubiera editado de Noel Clarasó, fue como una experiencia religiosa si uno se mete en la piel de quien disfruta con estas cosas. La librería que fue, y que espero que sea, un refugio en medio de la nada santacrucera, abría sus puertas y yo me sentía más feliz que Kala, que movía el rabo igual de alegre que su mascota.

Al final me traje a casa una biografía de José Luis Sáez de Heredia, cineasta español, director de comedias tan deliciosas como Historias de la radio y de una película bélica con profunda carga ideológica llamada Raza, con guión de un tal Jaime de Andrade. Y La batalla del Ebro, de Jorge M. Reverte, retrato de uno de los encuentros más feroces de la guerra civil española que me niego a considerar nuestra porque donde se mataron con espíruitu salvaje unos y otros no le pertenece a nadie salvo a los asesinos de un lado como del otro, y poco más porque tenía algo de prisa y tampoco era cuestión de estar más tiempo allí dentro porque el bicho, la Covid-19, debe de estar flotando por las islas precisamente porque la gente piensa todo lo contrario.

En fin, que ayer lunes fue un día bastanet raro. Raro porque pareció, a modo de destello, que estos meses de encierro no pasaron jamás, y que la normalidad dejaba de ser nueva para ser la de antes. Las mesas de algunas terrazas estaban ocupadas por despreocupados ciudadanos, y muchas de las tiendas que permanecían cerradas, de pronto abrían. Vi al menos gente que hacía cola, que esperaba con paciencia de cartujo que le tocara turno para comprar unos alicates en la ferretería o un ovillo de lana en la mercería. No aprecié demasiado entusiasmo ni en los clientes que hacían cola ni en los responsables de los establecimientos abiertos y sí una resignación bastante triste ante el futuro que les, nos, aguarda.

En fin, un lunes cualquiera.

Saludos, llueve, desde este lado del ordenador

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