María Montez, la reina del technicolor era canaria

María África Gracia Vidal (Barahona, República Dominicana, 6 de junio de 1912 – Suresnes, Francia, 7 de septiembre 1951) fue una reconocida estrella del cine de serie B de origen canario por parte de padre y dominicana por parte de madre que al llegar al turbulento Hollywood de los años 40 dio a conocer aquel cuerpo esculpido por Venus con el nombre artístico de María Montez.

Cuenta el tristemente desaparecido Antonio Pérez Arnay en el libro María Montez, la reina del Technicolor (Filmoteca Canarias, 1995), que la actriz que se metió en el bolsillo a públicos de todas las edades y de todos los países aprendió a hablar inglés mientras estudiaba en un convento en Santa Cruz de Tenerife.

Tras ser nombrado cónsul español en Belfast (Irlanda), su padre Isidoro Gracia, nacido en Garafía (La Palma), y su esposa, la dominicana Teresa Vidal, recogieron los bártulos y se fueron a la isla verde mientras la Montez aprendía a ser modelo. Su aparición en revistas hizo que algún avispado de la industria del cine se fijara en sus curvas y la fichara para la Universal Pictures para que protagonizara una serie de películas de aventuras a colores que si bien no han resistido el paso del tiempo son de obligado visionado para nostálgicos de la serie B. Serie B en la que María Montez, Montez por Lola Montez, interpretó a retorcidas reinas de países ignotos y hermosísimas esclavas cuyo destino solía ser el de caer seducida ante apuestos y valerosos hombres blancos.

Reina Cobra, La Atlántida, Ali Babá y los cuarenta ladrones, Las mil y una noches son solo algunas de las deliciosas películas que protagonizó. Cintas que pasado los años soportan aún el paso inclemente del tiempo gracias a su resplandeciente (las cosas del technicolor) belleza.

Pero algo más tuvo esta actriz de limitados registros y sus compañeros de reparto como John Hall, Turhan Bey y el fantástico Sabú. Lo escribimos para que los iniciados entiendan a que nos referimos.

A mi me encanta María Montez, personalmente, en La Atlántida, que no es otra cosa que una buena adaptación de la novela del mismo título de Pierre Benoit (un notable escritor de novelas de aventuras francés) y en la que compartió escenas con quien sería su marido en la vida real, el actor Jean-Pierre Aumont, con quien tuvo una hija, la también actriz Tina Aumont, y hombre al que le destrozó el corazón cuando la actriz falleció en la bañera en septiembre de 1951.

Entre la legión de fanáticos que cosechó la actriz –”con la Montez todo, sin la Montez nada”– se encontró Antonio Pérez Arnay, un crítico de cine tinerfeño que nos regaló a los aficionados al séptimo arte uno de los mejores libros, si no el mejor, que ha publicado hasta la fecha la Filmoteca Canaria. El prólogo lo firma un amigo de Pérez Arnay y otro fan también de la actriz de origen canario por parte paterna: Terenci Moix.

Ya va siendo hora de recuperar a aquella actriz y a aquellas películas para aproximarse a un cine que hoy pese a su aroma rancio continúa manteniendo el encanto que descubrí hace ya mucho tiempo cuando vi esas películas en televisión. La sorpresa entonces fue mayúscula cuando me dijeron que aquella mujer que apenas transmitía emociones pero en la que descansaba todo el peso de la película porque tenía glamour, un glamour exótico, era de origen canario. Esta extraña tierra en la que nací y en la que habito y en la que cada día me reconozco un poco menos.

Hablé con Antonio Pérez Arnay sobre ella cuando publicó el volumen, y en una de las aquellas charlas espontáneas que manteníamos porque nos encontrábamos siempre en cualquier esquina de esta ciudad de aceras menguantes, me dijo que estaba preparando otro libro. Un libro que versaría sobre las otras reinas de la serie B, una aristocracia –con perdón, Pablo Iglesias, no vaya usted a anatemizarme– orgullosa de llevar esta corona y entre las que se encontraba otra actriz de padre canario, Patricia Medina.

Así que los monteses se pongan de pie porque tal día como hoy vino al mundo María África Gracia Vidal, María Montez, la actriz que ahora cabalga a lomos de un córcel blanco por un desierto de metirijillas. Un desierto de cartón piedra.

Salve, Reina Cobra, los que va a morir te saludan.

Saludos, olé, olé y olé, desde este lado del ordenador

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