Ray Bradbury, el hombre ilustrado, cumple 100 años

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a los “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”.

(Jorge Luis Borges, prólogo de Crónicas marcianas, Ray Bradbury, Ediciones Minotauro, 1979)

Al principio fue el Verbo… o Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920-Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012).

Mis primeras “lecturas serias”, entrecomilladas, claro, se iniciaron de la mano de Ray y como suele suceder con todas las lectura sean serias o no serias que me atrapan, secuestran el corazón y la cabeza, procuré hacerme con todo lo de Bradbury. Hubo de hecho un tiempo en el que caía en mis manos solo obras del autor aunque el joven y el viejo Ray fue un escritor que nunca tuvo edad y si la tuvo esa fue la adolescencia que se despeja de la edad del pavo para comenzar la edad adulta que es la que estropea la fantasía y otras cosas de las que dejó testimonio un escritor de prodigiosa imaginación al que casi todo el mundo intenta imitar con poca fortuna porque es inimitable.

Recuerdo más que charlas, discusiones encendidas con otros lectores de ciencia ficción que me gritaban (esa es la palabra) que Bradbury no era un escritor del género por mucho que desarrollara sus historias en Marte. O que aparecieran cohetes, o que sus personajes viajaran en el tiempo para observar a los dinosaurios procurando no aplastar una flor o un mosquito de aquellas edades no fuera a cambiar el futuro que para ellos era su presente. El caso es que, al margen de aquellas discusiones bizantinas, Ray Bradbury llegó primero que Lovecraft, Salinger pero no de Stevenson y Salgari… a medio camino quedaba Conan Doyle pero esa es otra historia.

Todavía conservo en un lugar privilegiado de mi atestada biblioteca los libros de Bradbury editados por Minotauro cuando Minotauro era Argentina. Las tapas de varios de ellos están a punto de soltarse así como las páginas porque fueron leídos y releídos en un momento muy especial de mi vida. Seguí a Bradbury hasta bien entrado los 90 pero ahora lo hacía más por obligación a un pasado en el que fui feliz devorando sus libros. Libros como Sombras verdes, ballena blanca donde evoca la redacción del guión de Moby Dick junto a John Huston, más preocupado éste en beberse todo el whiskie de Irlanda que es la tierra donde intentan escribir la versión cinematográfica. Y vaya pareja, piensa uno. Un hombre hecho y derecho, Huston, y un un pibe, Bradbury, que no bebe whiskie.

Se trata éste de un libro realmente fantástico y unas memorias literarias en las que se aprende mucho, sobre todo a cómo manejar a nuestros héroes cuando se convierten en carne y hueso, personajes con demasiadas debilidades, debilidades que según Bradbury marcaron la aventura existencial del director de El halcón maltés.

Ray Bradbury, que también fue íntimo amigo de otro ilustre Ray, Ray Harryhausen a raíz de una película que despertó en uno sus apetitos literarios y en el otro su entusiasmo por los efectos especiales, King Kong, dejó además de numerosos relatos que aún se mantienen frescos pese al paso del tiempo, un puñado de recopìlatorios que me cambiaron la vida.

Con Bradbury aprendí además que estaba leyendo a un escritor que respetaba toda clase de lectores, fuera creyente o un cretino intelectual porque “mira tú, el mismísimo Jorge Luis Borges” firma el prólogo de la edición en español de Crónicas marcianas, y utiliza una cita de Juan Ramón Jiménez para anticipar el infierno (nunca mejor dicho) que desarrolla en Farenheit 451, “si os dan papel pautado, escribid por el otro lado”. Luego están otras antologías gloriosas como El hombre ilustrado y El país de octubre, entre otras muchas. Tantas, que sus historias se confunden en mi apolillada memoria y no sé si aquel relato del astronauta que flota a la deriva en el espacio exterior junto a otros compañeros y que se acercan peligrosamente a la madre Tierra está en ese libro o en el otro. Lo mismo me pasa con los de los viajeros del tiempo, aquellos en los que, efectivamente, mataban un insecto prehistórico que cambiaba el presente cuando regresaban a él o el del granjero que siega el trigo para descubrir que su guadaña es la de la muerte y las espigas vidas humanas. ¿Qué hacer entonces, continuar segando o detener la tarea porque una de esas espigas puede tratarse de tu mujer, tus hijos, los amigos… tú mismo?

Ray Bradbury tiene todo el derecho del mundo a considerarse un clásico y así lo considero como considero clásico a Theorore Sturgueon, un escritor igual de humanista y al que llegué gracias precisamente al señor Bradbury.

No tuvo demasiada suerte, sin embargo, en sus adaptaciones cinematográficas claro que resulta harto difícil llevar a la pantalla la obra de un escritor que antes que narrador fue poeta aunque escribiera prosa. Sí que destaca entre estos largometrajes Farenheit 451 (Françoise Truffaut, 1966) y no le hago ascos a El hombre ilustrado (Jack Smight, 1969), que es uno de sus libros de relatos más inquietantes pero no termina de funcionar como serie Crónicas marcianas (Michael Anderson, 1980) que, por cierto, se rodó en Canarias como se rodaría en Canarias el único guión que firmó en vida: Moby Dick, y recuerdo con emoción filmes a los que inspiraría como Llegó del más allá (Jack Arnold, 1953) y El monstruo de tiempos remotos (Eugène Lourié, 1953). Por cierto, Mercedes Ortega, una actriz canaria que merece mayor recorrido, aparece en El maravilloso traje de color vainilla (Stuart Gordon, 1998).

Así que si me preguntas por Ray Bradbury solo puedo decir con el corazón en la mano que fue el Verbo en mi iniciación lectora O por lo menos junto a Stevenson de uno de los primeros que me convenció del valor de la lectura.

Más tarde vendrían otros para acompañarme en la fugacidad de la vida pero Ray, el joven y viejo Ray Bradbury fue uno de los primeros. Uno de los primeros en enseñarme que leer, hermanos y hermanas, es un fabuloso remedio para melancólicos.

Saludos, un siglo y parece que fue ayer, desde este lado del ordenador

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