Graham Greene y Groucho Marx, la extraña pareja

En mi formación sentimental e intelectual hay dos tipos que han resultado fundamentales para que sea lo que soy. Uno fue un comediante y el otro un escritor y si bien no tienen aparentemente nada en común sí que los une una misma mirada sobre el mundo.

Del actor he visto todas sus películas, las que protagonizó con sus formidables hermanos y aquellas en las que aparece en solitario y que no tienen –para nada– la gracia de las que realizó con su clan. Del escritor he leído casi toda su producción literaria y nunca me dejó tirado. Es una fórmula elegante para decir que abandonara la lectura de sus libros más flojos, que los tiene aunque sean, afortunadamente, pocos. Muy pocos.

El actor, que llevaba gafas y un grueso bigote pintado de negro bajo la nariz, resultó que también escribía, aunque escribiera como un amante sarnoso mientras que el segundo, el escritor, lo intentaron encasillar en la novela de espías porque cuenta con varios libros sobresalientes en ese género aunque el grueso de su producción más que estar ambientado en el Gran Juego se preocupa por ahondar en el corazón de unos personajes lastrados por la culpa.

Los dos tiene nombre que empieza por G y los dos son básicos para sortear los obstáculos que te pone delante la vida.

“La fatalidad ha querido que yo sea escritor, y escribo sobre la ausencia de raíces. Este es mi tema, en cierto modo.”
(El otro y su doble. Graham Greene. Conversaciones con Marie-Francoise Allain. Traductor: Basilio Losada. Luis de Caralt Editor, 1982)

La primera novela que leí de Henry ‘Graham’ Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de octubre de 1904 – Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991) fue Nuestro hombre en La Habana, un divertimento comenta el escritor en sus memorias pero un novelón para quien les escribe ya que además de contar las aventuras de un vendedor británico de aspiradoras en una de las ciudades más bellas del mundo, retrata su trabajo como espía con desarmante sentido del humor al describir cómo se “inventa” las pruebas, se enamora, desaparece uno de sus mejores amigos y debe de enfrentarse bebiendo botellitas de licor mientras juega al ajedrez con un oficial de la temible policía de Fulgencio Batista.

Tras esta novela, descubrí otros libros grandes del escritor como El americano tranquilo, El revés de la trama, Los comediantes, El fin del romance, El ministerio del miedo, El poder y la gloria, El cónsul honorario, El décimo hombre, Inglaterra me hizo así y El factor humano, entre otras. Y eso sin contar sus cuentos, la mayoría excelentes; sus autobiografías encubiertas como Vías de escape y sus artículos periodísticos, algunos tan polémicos en su día como Descubriendo al general, donde analiza en profundidad la vida y la obra del militar panameño Omar Torrijos. Y sí, no me olvido de El tercer hombre, novela que nació para convertirse en guión de una de las mejores películas de la Historia del Cine.

He leído casi todo lo de Greene y no he dudado en releer los que considero sus mejores libros porque aprendo mucho de ellos. Lecciones nuevas para enfrentarme a un mundo innecesariamente hostil.

Los que pertenecemos a la hermandad GG nos reconocemos sin necesidad de señas sino charlando con un whiskie en las manos. Un whiskie a la inglesa, con hielo y rebajado con agua con gas, por supuesto. Sin whiskie, sin embargo, reconocí hace años a otro hermano de la cofradía cuando en el diálogo que cruzábamos me dijo que la novela que había cambiado su vida como escritor había sido Una pistola en venta. “De Graham Greene”, respondí con la velocidad de una centella. “De Graham Greene”, admitió mi interlocutor, el escritor cubano Eliseo Alberto, que ya no está entre nosotros.

Lo cuento porque pone de manifiesto que los lectores de GG somos legión aunque durante años hayamos tenido que soportar a los cretinos de la literatura seria –esa que no lee nadie ni siquiera ellos mismos– decir que Greene era un escritor menor.

¿Menor? En fin, la de estupideces que me llevaré al otro mundo si existe otro mundo. GG, que se hizo católico como otros británicos ilustres, Chesterton y Alec Guinness, porque tras la confesión quedaba limpio de pecados siempre y cuando hiciera penitencia, fue además de un inglés que detestaba su país un escritor certero sobre la conciencia que nos manipula y hace mejores o peores. Su literatura está repleta de personajes con esta doblez, de traidores que no quieren convertirse en héroes, de hombres que se redimen ante mujeres que les sirven de sostén. De criminales inocentes que arrastran el peso de la culpa mientras el mundo, la Cuba de Batista, el Haiti de Françoise Duvalier, entre otros escenarios, se desmorona como se desmorona el personaje. Digo poco sin escribo que Graham Greene fue un genio. Para mi es el GRAN escritor de su tiempo y del nuestro. El hombre que supo ver muy adentro de nosotros mismos.

“Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna”.

Más que marxista Julius Henry Marx, conocido como ‘Groucho Marx’ (Nueva York, 2 de octubre de 1890-Los Ángeles, 19 de agosto de 1977) fue un anarquista. Un anarquista que utilizó el verbo como dinamita. Esa fue la primera lección que aprendí de este tipo con andar inclinado, bigote negro pintado, gafas y puro apagado entre los labios o entre los dedos…

Groucho, que fue también el más parlanchín de los hermanos Marx, solo se entendía en pantalla con uno de ellos, Chico, con quien rodó algunas de las escenas más desternillantes como absurdas de eso que conocí como cine… La parte contratante de la primera parte… y dos huevos duros… más madera que es la guerra… En fin, frases y frases que ya forman parte del imaginario colectivo de quienes tuvimos la suerte de descubrirlos en la pantalla de un cine y años más tarde de un televisor. Lo curioso del caso es que pese a que se trataran de películas en blanco y negro y de los años 30 gustaban por igual a pequeños como a grandes aunque bostezáramos cuando Harpo tocaba el arpa y Chico aporreaba como ese tal Mozart las teclas de un piano…

Pero si hubo un hermano que destacó entre los tres fue Groucho, con permiso de Margaret Dumond, la ricachona a la que toma el pelo en casi todas las películas que protagonizaron juntos.

Su verbo, ya se dijo, era como nitroglicerina. Como una ametralladora que no dejaba títere con cabeza. Ratatatata, bastaba que dijera algo para que temblaran espectáculos tan serios como la ópera, las carreras, un hotel de cinco estrellas e, incluso, el lejano oeste. No digamos ya si nos referimos a dos países en guerra y Gorucho es ministro de uno de ellos…

El guionista Rafael Azcona nos dijo hace años (me vuelvo como el abuelito Cebolleta) que solía ver Una noche en la ópera cuando se sentía deprimido. No supo decirnos entonces la cantidad de veces que la había visto (ni la cantidad de veces que se había sentido deprimido) pero se me grabó aquel antídoto. Es decir, que cuando me siento deprimido (y tampoco recuerdo la cantidad de veces que he estado a punto de tirarme de un puente) suelo ver en casa no Una noche en la ópera pero sí Sopa de ganso que a mi me sigue pareciendo la mejor película en la extraordinaria filmografía de los hermanos que no fueron marxistas en el sentido que los serios piensan.

Groucho además de cantar y soltar chistes, de participar en películas y presentar un programa concurso de televisión, fue escritor también. En la desordenada biblioteca de mi casa guardo dos libros que firmó: Groucho y yo y Memorias de un amante sarnoso. Y no, no son tan directos como sus películas pero sí que se tratan de volúmenes en los que se destila la gracia y el buen humor de un cómico que llevó la escena en la sangre desde que era un renacuajo.

A mi me gusta sin embargo cuando cruza absurdos diálogos con su hermano Chico, los dos convencidos de estar diciendo cosas serias cuando lo que dicen son cosas nada serias pero es su forma de hacerlo. En especial, cuando Groucho piensa que le están tomando el pelo al mayor tomador de pelo de la Historia del Cine lo que hace más grande a un Marx que, ya se dijo, utilizó el verbo para demoler el sistema.

Me faltan los adjetivos para elogiar como se merecen tanto a Groucho como a Greene. Me parece muy poco afirmar que eran unos gigantes a modo de colofón, de distraído pero agradecido punto final así que, por una vez, permítanme damas y caballeros (¿hay alguno por ahí) que no me levante.

Saludos, por ellos, desde este lado del ordenador

Escribe una respuesta