Raymond Chandler, triste, solitario y final

No se ponen de acuerdo con la fecha de su nacimiento, unas fuentes dicen que el 22 y otras que el 23 de julio, pero en uno de esos dos días de 1888 vino al mundo Raymond Thorton Chandler, el creador del detective privado clásico, ese que le debe tanto a Sam Spade pero que abrió los ojos y paseó por las ficciones literarias con personalidad propia bajo el nombre de Philip Marlowe, un private eye sentimental. Un tipo que inevitablemente acaba casi siempre triste, solitario y… final.

Lo curioso del caso es que Raymond Chandler se metió a escribir lo que llamaba novelas de detectives por necesidad. Y esa necesidad explica que no le gustara hablar de lo que hacía aunque leyendo su recomendable ensayo El simple arte de matar (*) o la biografía que sobre su vida y obra escribió Fran MacShane uno comprenda que hubo más pose que verdad en el desprecio que sentía por el género que contribuyó a engrandecer y de paso a que lectores poco o nada propensos a la literatura de kiosco se detuvieran y paladearan su estilo incisivo, irónico y repleto de comparaciones repletas de sutil prosa callejera.

Siempre me imaginé a Marlowe como Robert Mitchum aunque para Chandler el actor en el que pensaba cuando escribía sus historias fuera Cary Grant. Se me hace difícil admitirlo, pero así lo afirma el escritor en alguna entrevista. Si uno se fija, ambos (Grant y Mitchum) llevan un hoyuelo en la barbilla y a los dos le sentaba muy bien ir con un sombrero que es no prenda que no le sienta bien a mucha gente sobre la cabeza.

Creo que la primera novela que leí de la serie Marlowe fue El sueño eterno, de la que no me enteré de nada (lo mismo me pasa con la versión cinematográfica de Howard Hawks) pero que me dejó prendado. Con esa extraña y a la vez atractiva sensación de que entraba en un mundo nuevo, plagado de personajes de una pieza que funcionaban más por lo que decían y cómo lo decían que por sus actos. De aquel libro, que aún conservo, pasé a Adiós, muñeca, que sigue siendo para mi la mejor de todas y luego El largo adiós, de la que se me grabó una frase que me acompaña desde el día en el que se alojó en el disco duro de mi memoria: “Decir adiós es morir un poco”.

Celebro también La hermana pequeña, en la que Chandler adentra a Marlowe en la selva de Hollywood y el mundo del cine y La ventana siniestra. El escritor, con mala baba, incluso sugería que su solitario detective, ese caballero sin espada que terminaba por resolver líos que ni el mismo escritor sabía resolver, podía casarse con una rica heredera. Este matrimonio se bosquejaba de hecho en la última aventura del detective Playback y continuaba en Poodle Spring, que dejó sin terminar, aunque recopiló con devoción de aficionado Robert B. Parker.

¿Qué significa Raymond Chandler para el género negro, negro y criminal, la novela de detectives? Pues mucho. Chandler contribuyó a cambiar de vestimenta al personaje y a tallarlo de una personalidad distinta a la que se conocía hasta aquel entonces. Su manera de escribir todas estas historias marcan también una evolución dentro de un género en el que Dashiell Hammett ya había hecho unas cuantas demoliciones, en especial al lograr que estas novelas estuvieran narradas si no con un lenguaje de la calle sí con un lenguaje que bebía precisamente de esas mismas calles.

“No es fácil decidir ahora, aunque tenga importancia, cuán original fue Hammett como escritor. Fue uno en un grupo, el único que logró el reconocimiento de la crítica, pero no es el único que escribió o trató de escribir verdaderas novelas de misterio realistas” (El simple arte de matar).

El escritor desempeñó toda clase de oficios antes de llegar a la literatura, trabajo al que llegó cuando se dio cuenta que se le daba bien. Casado con una mujer quince años mayor que él, se transformó en un escritor por necesidad.

Los antichandlerianos, que los hay, acusan que muchas de sus novelas parten de cuentos que había publicado con anterioridad en revistas, lo que si bien era verdad, el escritor lo llamaba proceso de canibalización, también sirvió para mejorar aquellas historias dotándolas de más páginas. Como otros tantos de su generación, también recibió la llamada de Hollywood, donde trabajó y sufrió al lado de cineastas como Alfred Hitchcock y Billy Wilder, entre otros. Tuvo además el privilegio que su primera novela de la serie Marlowe, contara en su libreto con la firma de William Faulkner y con Humphrey Bogart como protagonista del caballero sin espadas, el detective privado con gabardina y Stetson sobre la cabeza que intenta resolver una imbricada y complicadísima trama en la que intervienen un general retirado del ejército que ha hecho fortuna y sus dos díscolas hijas. Una de ellas en pantalla grande interpretada por Lauren Bacall, para mi una irrepetible actriz chandleariana porque lo chandleriano existe.

A mi me gustaría pensar que es resultado de muchas experiencias combinadas con una forma de escribir que las convierte si no es hermosas sí en algo diferente. Inquietante según el tipo de lectores. Raymond Chandler de alguna manera logró intelectualizar un género, el policiaco, que había nacido sin esta pretensión.

Escribe en El simple arte de matar que “Dudo que Hammett tuviese algún objetivo artístico deliberado; trataba de ganarse la vida escribiendo algo acerca de lo cual contaba con información de primera mano. Una parte la inventó; todos los escritores lo hacen; pero tenía una base en la realidad; estaba compuesta de cosas reales. La única realidad que los escritores ingleses de novelas de detectives conocían era el acento que usaba en su conversación los habitantes de Surbiton y de Bognor Regis. Aunque escribían sobre duques y jarrones venecianos, los conocían tan poco, por propia experiencia, como lo conoce el personaje adinerado de Hollywood sobre los modernistas franceses que cuelgan de las paredes de su castillo de Bel Hair. (…) Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón”.

Las novelas y los cuentos que escribió funcionan no por lo que cuenta sino por cómo está contado. Como ya se dijo, Chandler liaba demasiado la madeja y al final él mismo perdía el hilo del caso y los casos que aparecen en sus historias pero es lo de menos. Lo interesante en el escritor forzado (insistía) en escribir novelas de detectives realistas es su manera de contar esas historias. La ironía, más que el cinismo, que masculla su Marlowe en primera persona. Fue también un escritor que se movió muy bien en el relato corto y el ensayo. El ensayo en el que trata de entender el género que le dio reconocimiento y el ensayo sobre el arte de escribir.

Raymond Chandler transita esta frontera imaginaria, la línea invisible que divide al escritor del escritor a destajo, el obrero con callos en las yemas de los dedos que no deja de escribir para garantizar la comida y el alojamiento del día siguiente.

Si uno vuelve a leer El simple arte de matar entenderá por eso que pese a su aparente desprecio al género, Chandler estaba bastante agradecido por haberse instalado en él. Supo así antes de morir el 26 de marzo de 1959 en La Joya, California, que su obra perduraría mientras el hombre siga siendo hombre porque la novela que cultivó “describe un mundo en el que nadie puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar.

No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello de lo que llamamos civilización…”

En fin, las cosas de Chandler. De Raymond Chandler.

(*) Las citas de El simple arte de matar están tomadas de la versión en español publicada en la colección Novela policiaca de editorial Bruguera, 1980

Saludos, danke, desde este lado del ordenador

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