Los espectros de mi ciudad

Escucho los gritos de un vagabundo que se mueve por la ciudad como un fantasma. Los gritos llegan lejanos y no son como los de Tarzán sino los de un hombre que desahoga su soledad rodeado de semejantes que hacen que no existe. Es un grito que me pone la piel de gallina y me entristece el día. El otro día lo vi en medio de una calle mientras los coches pasaban a su alrededor sin que nadie le dijera nada. Esa vez no daba gritos sino que levantaban sus brazos y parecía, se me ocurrió, como el viejo Moisés, solo que el indigente intentaba dividir la caravana de automòviles como el viejo Moisés las aguas del Mar Rojo. Pero sin éxito.

No sé cómo acabó la cosa porque los pasos me llevaban a otro destino en una ciudad que vive con cierta congoja su decadencia. Aunque las terrazas y los restaurantes estén hasta arriba de clientes y los camareros no den abasto entre tanto servicio.

Por una esquina de la calle de Salamanca, si paseas por ahí, claro, encontrarás también a otro vagabundo al que se le ha ido la pinza con las piernas literalmente podridas. Purulentas, repletas de llagas que segregan pus. Un espectáculo nada agradable. A veces se queja el pobre y otra parece si no feliz, resignado a su suerte hacia la nada con una botella de plástico repleta hasta arriba de un líquido ambarino que podría ser vino. O no.

En el parque Viera y Clavijo, que como otros espacios y monumentos de mi ciudad se arruina cada día un poco más, me encuentro casi todos los días con dos vagabundos que duermen en unos bancos de metal que dan a la cancha donde los valientes hacen deporte. Sobre todo levantamiento de pesas. Debajo de una de estas camas improvisadas, observo botellas de agua o de un líquido transparente. Me pregunto dónde se refugiarán cuando llueve. Antes se metían en el viejo edificio que fue colegio de las Asuncionistas y más tarde parque Cultural (qué tiempos), pero ahora el Ayuntamiento ha cerrado ventanas y otros accesos con muros de cemento lo que ha hecho que muchos de los pedigüeños busquen refugio en otros espacios, otros lugares de la capital tinerfeña.

Caminando por la calle del Castillo me encuentro a un señor que pide. La gente pasa a su alrededor como si no existiera, por eso escribo lo de fantasmas, y él, a la espera de que alguien deposite en el platito unas monedas, pasa el tiempo leyendo un libro. Una novela de John Connelly para ser exactos.

Igual es que estoy muy sensible pero solo veo a los locos, a los pobres que no tienen donde caerse muerto, por las calles y plazas de mi ciudad. A los parias de la tierra que decía la canción que terminó siendo eso, solo una canción.

En la ciudad en la que vivo un indigente que va con muletas me llama señor juez y en la Avenida de La Salle otro me llama señor a secas para pedirme unas perras. Un idiota, antes que me pregunte a mi, les da unas cuantas pero le advierte que no se las gaste en vino. El pobre asiente pero sus ojos dicen que si en algo se lo va a gastar va a ser, precisamente, en vino.

Por un callejón apartado una señora con acento cubano me dice si le puedo dar unos céntimos de euro porque no tiene qué comer y su marido está en la cárcel. Me pregunto qué me importa a mi conocer que su marido está entre rejas, sobre todo cuando la veo acompañada de un tipo que se dedica a explotar con el pie bolsas de plástico que están diseminadas por el suelo.

La dejo atrás porque la perra tira de la correa, signo de que tiene ganas de llegar a casa. La señora con acento cubano se convierte pronto en una sombra porque la oscuridad se hace más oscura y las farolas apenas iluminan un círculo de luz sobre la acera y parte de la carretera donde transitan los coches.

Estos son solo algunos de los fantasmas que habitan la ciudad en la que vivo.

En una esquina, unos señores para nada emperifollados se quejan de que hay demasiados pobres y locos en las calles y que a los tarumbas deberían de encerrarlos en el psiquiátrico aunque lo llama manicomio. Otro le responde que es inútil porque se escapan. No los van a tener atadosen la cama. No, responde el que pide que los encierren pero sé que lo piensa, basta con mirarle a los ojos.

Santa Cruz de Tenerife agoniza con una lentitud desesperante. Una agonía que devora lentamente el espíritu de una capital de provincias que no era así. Es como si no pudiera afrontar el futuro, y sus habitantes se hubieran vuelto egoístas por mucho que lo nieguen ellos y la propaganda oficial.

El caso es que cada día veo a más sin techo por las calles y plazas de la ciudad. Alguno de ellos alcohólicos crónicos pero otros manteniendo una sobriedad que los convierte en héroes sin fundamento ante mis ojos. Como el tipo de pide mientras lee un libro.

En un acto de inconsciente cinismo, el Ayuntamiento encarga un mural callejero sobre un trompetista que tocaba en la calle del Castillo para sacarse unas monedas. El hombre falleció hace unos meses y ahora un mural recuerda que una vez puso banda sonora a la calle más comercial de la ciudad. Ya podrían haberle hecho el homenaje en vida pero no, mejor cuando está muerto y enterrado… el trompetista formaba parte del mobiliario urbano de esta capital de provincias en la que vivo, ando, miro rodeado de fantasmas que no son solo los pobres sino también los que todavía tienen dinero para gastar.

Porque el truco está en tener o no tener dinero. En ser aceptado o no. En seguir siendo un ciudadano con pleno derecho a un paria de la tierra, famélica legión que crece todos los días ante la indiferencia de los demás.

No, no recuerdo que mi ciudad tuviera ese carácter que le encuentro ahora. Ese pútrido egoísmo, de caminar con las vista al frente, sin mirar los extremos. A los fantasmas que, ya digo, cada día son más y más. Tantos, que ya hasta me cuesta reconocerlos cuando me los tropiezo por las calles y se dan cuenta que “yo puedo verlos”. El hecho de que los vea es lo que hace que se acerquen y me pidan un céntimo de euro, como dice uno que vende lotería de los discapacitados. O un euro para un bocadillo que suelta otro un poco más allá y por los alrededores de El Corte Inglés.

Son los fantasmas que recorren las calles y plazas de mi ciudad. Son los espectros de una capital de provincias que prefiere mirar a otro lado. No reconocer en todos ellos su fracaso.

Me cruzo con Andrés, un yonqui recuperado, que me asalta literalmente para pedirme unas monedas mientras interrumpe su petición comentándome que tiene sida y que le quedan cuatro padresnuestros. Nos encontramos cerca del edificio que alberga ese chiste que llaman Parlamento de Canarias y veo como entran políticos enchaquetados mientras Andrés me deja a un lado para solicitar a sus graciosas señorías un euro. O un céntimo de euro… para un bocadillo, para comer, para buscar un sitio donde dormir esta noche porque el albergue está a reventar.

Los fantasmas de mi ciudad.

Saludos, roto, desde este lado del ordenador

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