Ocho, una novela de Claudio Colina Pontes

No tenía noticia de la existencia de Claudio Colina Pontes (nombre de guerra tras el que se esconde Gabriel Díaz) en el panorama de la república de las letras que se escriben a este lado del Atlántico, así que dar con él, conocerlo incluso antes de ponerme a leer su nueva novela, Ocho (Editorial El Equilibrista, 2021) por mediación de un amigo común, quiero entenderlo como una de esas sorpresas que te depara la vida a una edad en la que ya no crees en sorpresas. O en que el asombro asome por cualquier esquina de una ciudad que, por caminada, casi podría cruzarla, circunvalarla, recorrerla en un sentido y en el otro, con los ojos cerrados.

Viene toda esta introducción para expresar las sensaciones contradictorias que me ha procurado la lectura de Ocho, una novela que cuida más la forma que lo que cuenta, pero que funciona incluso para los que estamos acostumbrados a que nos narren historias porque si bien aparentemente no se sabe muy bien que es lo que quiere narrarnos su autor, el estilo, las argucias literarias a las que recurre, enriquecen un texto que no va a dejar indiferente a nadie y creo que de eso se trata cuando hablamos de literatura.

Escrita en primera persona por Víctor, y estructurada en varios planos narrativos, Ocho se plantea en un principio como una típica novela de carreteras, uno de esos relatos en los que el protagonista solo –o en compañía de otro– atraviesa senderos asfaltados en busca de algo. Ese algo, indefinido en Ocho aunque se obtenga una abrupta respuesta al final, suele ser generalmente en este tipo de libros (los de carretera) una especie de metáfora sobre la vida. A medida que se va avanzando, el personaje, o los personajes, también van modelando su carácter. Se transforman, viven la aventura del viaje que todo lo cambia. Para bien o para mal, eso es otra historia.

La novela se desarrolla, podríamos decir, en un universo alternativo que resulta casi parecido al nuestro. No se proporciona demasiada información sobre esa realidad que ha construido literariamente pero los pocos datos que proporciona resultan suficientes para dar consistencia al fondo en el que se desarrolla el relato. El escritor plantea una serie de límites, de líneas invisibles mientras asistimos a las peripecias de dos amigos que han cogido un coche eléctrico para encontrarse con un viejo profesor que reside a bastante distancia de donde moran estos dos personajes que parecen sacados, a ratos, de una película cómica silente. Y se apunta silente porque así me los imaginé en la cabeza, una especie de el gordo y el flanco cuando todavía no hablaban en el cine. Dos personajes opuestos pero que están juntos por ese delgado hilo invisible que es la amistad. Durante su itinerario, les pasarán muchas cosas aunque son más las cosas que pasan cuando Víctor, el narrador, recuerda.

Los recuerdos en esta novela son esenciales y apuntalan y en ocasiones hacen entender las contradicciones que anidan dentro de la cabeza y el corazón de Víctor, un personaje más que cínico, irónico. Una ironía que afortunadamente se mantiene a lo largo de toda una novela que pese a su aparente dispersión, quiero entender que está muy calculada. Medida, que se añaden a capítulos sin nombre ni sin número porque pese a que tenga la sensación que no alcanzo a comprender lo que quiere contarme Colina Pontes, me da la sensación que en conjunto estas vivencias basadas “en hechos reales” están ahí porque estaban ahí.

No se trata Ocho de una novela que invite a una lectura rápida. Obliga, en todo caso, a disfrutar de los diálogos (que se cruzan en los párrafos) y en otros ardides a los que recurre su autor para escribir un libro que se sale un tanto de la tangente, de lo tradicional. No emplea para ello un lenguaje enrevesado ni se anima (cómo si se animan algunos para demostrar por desgracia lo que no son: escritores) a experimentalismos fraudulentos. No, en el caso de Claudio Colina Pontes (Gabriel Díaz en la grisácea vida real) ir hacia adelante como hacia atrás se escribe como debe de estar escrito.

Con una sencillez que apabulla. Puede que sea, reflexiono, la herencia que le debe a uno de los oficios más bonitos pero también más ingratos del universo laboral: el periodismo. Oficio que desempeña Víctor en ese mundo paralelo en el que se desarrolla la novela.

Ocho tiene también muchos peros… Uno de ellos sería el apreciable descontrol que a veces, sobre todo llegando al final, desequilibra en conjunto a la obra. Otro, situaciones que resultan más o menos parecidas y que por lo tanto poco aportan al buen discurrir de la novela aunque, quién demonios lo sabe (probablemente solo su autor) se traten de situaciones provocadas y que ese aroma a improvisación que a veces me asalta en la lectura fuera en todo caso premeditado.

Sea o no así, Ocho con sus bajadas también tiene sus ascensos y es aquí cuando el libro parece que recupera el vuelo y olvida esa voluntad un tanto fastidiosa de insistir que quien está detrás de todo esto es un escritor. Lo que no hacía falta porque cuando la obra se eleva consigue lo que venía a expresar al inicio de este comentario: sorprende. Es decir, que mi capacidad ya agotada de asombro despunta, brilla con cierta intensidad porque detecta en una novela y en un escritor madera suficiente para tenerlo en cuenta.

Es decir, que Claudio Colina Pontes (Gabriel Díaz en la vida real) ya no es para mi un desconocido en el panorama actual de la república de las letras que se escriben a este lado siempre agitado del Atlántico.

Saludos, ¿nueve?, desde este lado del ordenador

One Response to “Ocho, una novela de Claudio Colina Pontes”

  1. Claudio Says:

    Estimado Eduardo:
    Gracias por tus palabras. La intención del estilo usado en Ocho era que presentara una textura resbaladiza y a la vez afilada, nítida. Invito a los lectores a que transcurran por Ocho y se dejen llevar por esos dos elementos, Jaro y Víctor, por esas carreteras bajo cielos nublados.

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