Vaya mierda

“Y allí, en Krásnoye, conocí a Anna Jonovna, de ochenta y ocho años. La mujer me habló de su marido, que había luchado contra los alemanes en la Gran Guerra Patriótica y –a diferencia de muchos en el pueblo– había regresado con vida. Una semana más tarde, añadió la viuda, abrió la primera botella de vodka y ya no dejó de beber durante el resto de su vida. ‘Se murió de la guerra’, dijo Anna, o así fue como lo tradujo mi intérprete, Genadi. Y aunque la frase traducida era gramaticalmente incorrecta, no podía haber sido más acertada: morirse de la guerra, de los horrores de la guerra, de todas las imágenes que se habían filtrado en su cerebro y en su espíritu como si fueran lejía cáustica”.

(La vida de mierda de mi padre, la vida de mierda de mi madre y mi propia infancia de mierda, Andreas Altmann. Traductor: Carles Andreu, Seix Barral, 2022)

Hay escritores que han construido su carrera literaria narrando su propia vida. Y si su propia vida no es un largo camino de rosas sino de espinas, resultan ser libros que por una u otra razón van en contra de la corriente.

No se trata sin embargo de una literatura fácil de escribir ya que uno de los primeros condicionamientos que pesan sobre estas obras es la verdad. Y la verdad no se esconde ni disfraza. Si quieres desnudar tu corazón tiene que ser asumiendo desde el principio todas las consecuencias y eso es lo que hace Andreas Altmann en La vida de mierda de mi padre, la vida de mierda de mi madre y mi propia infancia de mierda. Un catálogo, en ocasiones muy difícil de digerir, de los primeros años hasta la adolescencia del mismo Altmann, quien escribe un libro que sabe a verdad y en el que la verdad parece que sale de todas las páginas con la intención de que sea una obra leída para y por estómagos a prueba de ácidos. Porque ácidos, y muchos ácidos, se derrama en La vida de mierda de mi padre, La vida de mierda de mi madre y mi propia infancia de mierda.

Más allá de las comparaciones en que la crítica alemana ha intentado ubicar a Andreas Altmann quizá con la esperanza de intelectualizar un discurso que no resulta para nada intelectual sino pasional, esta especie de autobiografía hacia las aguas turbulentas de la infancia de su protagonista es como un descenso al infierno familiar. O mejor, al reverso tenebroso de la familia. Pero si hay algo que desarma en esta obra es la ausencia de juicios morales que establece el autor para rendir cuentas desde la distancia con su pasado, escorando su discurso a una política de hechos consumados que desarma un poco más las barreras que como lector uno se va imponiéndote para asumir la experiencia personal que narra el autor de su vida junto a sus padres y hermanos.

El padre del escritor es el gran protagonista de este libro que no puede ser entendido como una novela. Su padre perteneció a las SS y tras terminar la II Guerra Mundial regresó del frente oriental a una pequeña y profundamente católica ciudad de Baviera, Altötting, para continuar con el negocio familiar, la venta de objetos religiosos. Al padre se le conocía de hecho como el rey de los rosarios, y él y su familia viven una existencia próspera y feliz de cara a sus vecinos aunque violenta y feroz de puertas adentro.

El escritor, hoy muy popular en Alemania, se pregunta si esa ira que llevaba dentro su padre la provocó lo que vio y lo que hizo en el frente ruso. Y es más probable que esta explicación que plantea Altmann sea la más aproximada para intentar entender lo que hizo más tarde con la gente que le fue más cercana: su mujer y sus hijos. Entre ellos el escritor que fue el que más sufrió los cambios de humor de un adulto que solo supo expresarse a través de los golpes.

En paralelo, Andreas Altmann nos cuenta la vida de su madre junto al hombre que en un principio amó, la debilidad que marcó su carácter y un hecho que se desvelará al final del libro y que marcó la relación que Altmann niño mantuvo con su progenitora. Por último, está el retrato despiadado que el mismo escritor hace de sí mismo a tan tierna edad. Como resultado de los malos tratos se transforma en un perdedor, en un individuo que carece de modelos que le sirvan de referencia. Al final, y en una serie de páginas que saben a confesión verdadera, explica cómo superó sus inclinaciones a no ser nada en un laborioso proceso de redención que no envidia al de la mejor literatura que se ha escrito sobre este tema. Y pienso en otro escritor con otra vida de mierda que me dejó en su día completamente noqueado por la dureza de su autobiografía, Iceberg Slim.

No se regodea Andreas Altmann en describir en qué consistió su proceso de reconversión; en cómo sin superar pero sí asumiendo su pasado pudo convertirse en una de las estrellas de la literatura alemana reciente. Expone, en todo caso, cómo un adolescente tras vivir en el infierno tuvo que atravesar su propio purgatorio para alcanzar un edén que, en el caso del narrador, toma la forma de París, Francia. Atrás quedaba una vida marcada por la violencia, el odio, las mentiras y las traiciones. Al fondo, y como si de un eco debilitado se tratara, la Iglesia católica, a la que el escritor señala como una de las grandes responsables de su tragedia personal al permitir comportamientos que no debieron ser nunca tolerados. Uno de ellos es lo que derivó en la vida de mierda del padre, la madre y la infancia que soportó un escritor que, como se dijo al principio, escribe con aplastante sinceridad. Una sinceridad que quema tanto que obliga a descansar los ojos en otro sitio que no sean las página de un libro que arde desde su título de mierda.

Saludos, a leer hijos míos, desde este lado del ordenador

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