Por aquel entonces todos querían ser Stanley Kubrick y no, gracias a Dios, Christopher Nolan

La primera vez que escuché la palabra ordenador no fue como ordenador sino computadora. Me pasó en el teatro San Martín, en Santa Cruz de Tenerife, mientras veía Scanners (David Cronemberg, 1981) en la que uno de los personajes decía algo así como ‘voy a consultarlo con la computadora’. Recuerdo que me quedé un buen rato fuera de onda, ¿cómo que computador?, ¿qué demonios era una computadora?

Les cuento todo esto para que se hagan una idea de aquellos tiempos donde computadores había aún pocos en el territorio en el que nací y ya no digo teléfonos móviles y toda esa batalla. Entiendan que para quien ahora les escribe el sumum de la anticipación era ver en una película cómo charlaban dos tipos viéndose las caras a kilómetros de distancia a través de la pantallita de unos extraños dispositivos telefónicos que poco o nada tienen que ver con los que actualmente nos han esclavizado la vida…

Pero les decía que les hablaba de todo esto porque en aquellos tiempos pese a que no existían aún las comodidades que presta la tecnología, sí que se hablaba más que ahora. Al menos de una manera que no resultara virtual. Los fanzines, revistas artesanales, nos servían además para reunirnos los aficionados en torno a unas publicaciones que en el mejor de los casos no se trataban de unas revistas a fotocopias cosidas con grapas. En torno a estas revistas se generaban grupos de fanes fatales que defendían como si del orgullo de la patria se tratara la obra de un escritor o un cineasta determinado. Por aquellos años, bajo el cuño de culto. Es decir, que esa película que no había visto nadie pero sí unos pocos escogidos era de culto. Igual que la obra de un cineasta al que conocían en su casa y la tribu de aficionados que lo veneraba como el santo Grial era un hombre (pocas eran las mujeres) cuya obra era de culto también.

En aquellos tiempos todos los que querían dedicarse a ser directores de cine tenían un director de cabecera, uno que estaba muy por encima del bien y del mal.

En aquellos tiempos, los ochenta del siglo pasado, uno de esos directores que marcaron escuela pero no tendencia fue Stanley Kubrick. Creo, pasado los años y convertido ya en dinosaurio, que las películas de Kubrick calaron en la muchachada sobre todo cuando se estrenó y reestrenó (que fue cuando la pude ver) La naranja mecánica, que influyó mucho más en una generación de espectadores que 2001, una odisea en el espacio y El resplandor, que son otras de las películas del cineasta que entusiasmaron a su legión de seguidores.

Más tarde descubriría su producción en blanco y negro, y desde ese entonces mis películas de Kubrick favoritas son Senderos de gloria y Lolita aunque guardo buen recuerdo de la primera vez que vi La naranja mecánica en un cine que hoy está, por desgracia, cerrado como fue el Coliseum en la húmeda y fría La Laguna.

Antes de que mi generación apareciera para dar el coñazo, que es lo mejor que ha sabido hacer a lo largo de estos años, mucho antes estaban los que habían descubierto el cine francés gracias a la nueva ola aunque hubo otra facción que reivindicaba el cine norteamericano a pesar de que los otros los llamaran fascistas. Pero en mis tiempos si le preguntabas a cualquier pibe qué director te gustaría ser te iba a responder en el 90 por ciento de los casos que Stanley Kubrick, que tenía a la mayoría mesmerizado. Más adelante, finales de los ochenta e inicios de los noventa, comenzaron a sonar otros nombres pero sin la fuerza del director de Barry Lyndon (otras de mis preferidas pero en su etapa de a todo color), como David Lynch e incluso Tim Burton. Francis Ford Coppola era demasiado setenta aunque rodó y estrenó una película aquellos años que secuestró el corazón de una generación de cinéfilos: Rumble Fish (1983), que a mi me sigue pareciendo de los mejor de su filmografía, no tan alejada de sus últimos anhelos experimentales.

Si se hablaba de cine español, el nombre que unos soltaban a la primera era el de Pedro Almodóvar (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón fue, pese a que no valga ná de ná, un bombazo en taquilla) y mucho menos el de Agustí Villaronga (si no habías visto Tras el cristal no habías visto nada) aunque si hubo un cineasta español de culto en aquellos tiempos ese fue Iván Zulueta. Arrebato era otra cosa. Una película de vampiros y de cine, que es otro vampiro. Se decía que el mismísimo Akira Kurosawa la había bendecido con un lacónico y muy japonés movimiento de cabeza cuando la vio no sé dónde…

Después se puso la moda de ver películas de otras cinematografías, y aparecieron los expertos en cine iraní y de otros países de los que apenas conocíamos nada salvo que resultaban muy exóticos para un occidental que había mamado desde pequeño de la teta de la cultura estadounidense.

A mi el cine iraní me parecía un coñazo, vamos a decirlo con todas sus letras, aunque el paso de los años me ha ido reconciliando con esa cinematografía que no me entusiasma demasiado pero a la que le reconozco el mérito de contarme historias con otra mirada y con otro acento. Luego vendrían los aficionados al cine oriental. Digamos el chino y sobre todo el japonés y el surcoreano. Algo parecido pasó en el terreno de los dibujos animados que en el país del sol naciente se conocen como anime y que con Akira (cómic y película) sentó las bases de un fenómeno que hasta ese momento conocíamos solo a través de las extenuantes por larguísimas series animadas de Heidi y Marco aunque al principio estuvo Mazinger Z, que iba acompañada de un robot femenino que se llamaba Afrodita. Aún me descojono recordando cómo nos partíamos de la risa en los recreos gritando “tetas fuera” y otras molicies hoy tan políticamente incorrectas.

Han pasado los años y el tiempo que es implacable además de hacer que envejezcamos hace que a veces nos desorientemos y nos hagamos preguntas del tipo ¿dónde demonios estamos? ¿Que a dónde se ha ido tu vida si ayer me acosté con 30 años y hoy me levanto con 60?, pero es ley de vida, me temo, y hay que acatarla porque no queda otra. El caso es que la pibada, o los que son más jóvenes que uno en cuerpo pero no en alma, si tienen ahora un cineasta de referencia ese es Christopher Nolan, uno que en mis tiempos formaría parte del montón claro que para gustos se inventaron los colores.

A mi el tal Nolan no termina de convencerme pese a que le guste tanto a gente a la que respeto, es verdad que hoy un poco menos que ayer. Hay otros que se me escapan, como se me escapan otros cineastas con los que crecí viendo sus películas y que en la actualidad continúan felizmente en activo como Steven Spielberg y Martin Scorsese, que son dos de los que todavía veo sus últimas películas y pese a que no y terminen de convencerme les salvo la vida porque tras Tiburón o Munich, La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan o Uno de los nuestros, Toro salvaje, Taxi Driver y Casino, quién es el guapo que dice que su obra no vale nada. Si estás tú entre los que piensa eso y me está leyendo ahorita mismo, abandona esta página, no me interesas para nada.

En fin, que en esas estaba pensando, en los caprichosos paladares de la muchachada y en cómo ese mismo paladar va envejeciendo y transformándose con el paso de los años…

Mañana será otro el nombre del cineasta que suene entre los chicos y las chicas que quieran dedicarse al cine, y serán ellos mismos los que reconozcan en un cineasta (con independencia de su sexo, sexos hoy tan variados y fluidos) el ejemplo a seguir e imitar.

Mucho me temo que de Kubrick solo quedará el nombre y algunas de sus películas a color. Las de blanco y negro no, demasiado viejunas para unos tiempos donde lo que pasó hace media hora forma parte ya de la Tercera Edad.

Saludos, ¿acaso sueñan los soñadores con que están soñando?, desde este lado del ordenador

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