Esto va de antes y ahora (con mucha saudade)

La verdad es que cada día voy menos al cine. Cuando hablo de cine me refiero a cine del de verdad, a la sala (hoy multisalas) tradicionales. La penosa oferta de la cartelera, y la más que probable tonta vejez que me acompaña, ha logrado lo que hasta hace unos años me parecía improbable: que dejara de ir con la continuidad de antaño al cine.

Que le vamos a hacer. Me he acostumbrado a la comodidad de mi casa, a escoger las películas que quiero disfrutar ese día y a verlas despatarrado en el sofá, uno de esos muebles a los que algún día habrá que rendir el homenaje que se merecen.

La última película que fui a ver al cine: Drag me to Hell, de Sam Raimi, un cineasta que hace un porrón de años conmovió mi espíritu con su irrepetible y desvergonzada Evil Dead. Ya me habían avisado que con Drag me to Hell el cineasta regresaba a sus orígenes, o a su estilo, una mezcla de humor y terror que deja desarmado a cualquier tipo de espectador, y que son elementos clave de su cine de autor, aunque esto de cine de autor nos haya hecho tanto daño en los últimos tiempos.

Debo de agradecerle de todas formas al señor Raimi la de carcajadas que solté con su última película hasta la fecha, una aparente e inquietante cinta de terror con algunos de los mejores momentos cómicos que he visto recientemente. Claro que el amigo con el que fui a la sala y yo estábamos avisados del casi siempre espíritu gamberro y transgresor de su realizador, pero no el resto del público que estaba con nosotros en la sala y a oscuras.

Hay una escena más o menos iniciado el largometraje –y que no me molestaré en contarles por si tienen la intención de ir a verla– que nos hizo ladrar una serie de carcajadas a las que, magia del cine, de ver un espectáculo de masas, logramos contaminar al resto de los espectadores, bien es cierto que al principio con ciertas reservas. Dejo para los sesudos especialistas que ahonden en las complejidades de este insólito creador cinematográfico, pero de vez en cuando merece que a uno le alegren la vida viendo una película de terror y risas. Filme, además, inspirado vagamente en esa obra maestra del género que es Night of the Demon, de Jacques Tourneur. Ya sabrán porque lo digo si tienen la suerte de verla en… el cine.

Será cosa de que ya no voy tanto por las multisalas que pueblan mi pequeña capital de provincias, pero muerto el Víctor no saben lo complicado que se me hace explicarle a mi sobrino que alguna vez existieron cines que eran eso: cines. Los enterados las llaman hoy de pantalla única, pero para mí continúa siendo el CINE, con todas sus letras.

Pese a que ponga sobre el tapete que cada día tengo más claro aquello de que ya no pertenezco a esta época (me imagino cinéfilamente como uno de esos cuatreros perdedores tipo Peckimpah, montado a caballo cuando ya están estropeando las praderas ese invento infernal que se llamó automóvil) noto como el comportamiento del público de nuestros días agitados también se ha vuelto… como podría decirlo para no herir susceptibilidades… más malcriado. No lo digo ya porque ir a una multisala implique pertrecharse a precios astronómicos de cartones de cotufas y refresco de cola, sino por las llamadas al móvil de los muy cabrones que no han tenido la decencia de apagarlo o silenciarlo nada más comenzar la película. Antes, cuando este que les escribe iba al cine, no existía ese aparatito diabólico, aunque es verdad que tuvimos una época en el que el imbécil de turno apuntaba a la pantalla con un marcador láser con la consiguiente bronca de casi toda la sala. “Te voy a meter el aparatito ese por donde te quepa…” recuerdo que gritó en cierta ocasión alguien del público, y que más de dos aplaudimos esa llamada al orden. La gente entonces era educada porque el imbécil apagó el rayito y continuamos viendo la película.

En otras ocasiones alguien gritaba una broma por algo que se decía o hacía en la pantalla, pero eran ocurrencias que generalmente arrancaban unas risas con la que se reconocía su espontáneo talento y servía, además, para relajar la tensión. Me acuerdo que viendo La rebelión en el planeta de los simios, cuando aparece uno de aquellos gorilas con mono naranja barriendo una cafetería, uno de los chistosos exclamó: “pero si se parece a mi jefe, qué haces ahí jefe”, con la natural carcajada de la pibadapibada que al entrar en el cine tenía su sitio: las butacas de la mitad, y si te tocaba la de pasillo mejor porque así podías estirar las piernas ya que las de atrás estaban “reservadas” a las parejitas para que se hicieran cosquillas y las de delante para los cinéfilos, a quienes detectabas con facilidad porque iban solos y llevaban gafas de culo de botella.

Hoy la gente ya no se comporta de esa manera. Parte de culpa la tienen las sesiones numeradas, también la manía que tienen algunos de creerse que están en el salón de su casa, por lo que nos les importa pasarse toda la película hablando con el compañero de al lado de lo que sea salvo el sexo de los ángeles, que debe ser algo muy profundo. No le importa a esta fauna joderle la sesión a quien tiene al lado. En una ocasión se me ocurrió rogarle (no pedirle) silencio a uno de estos cabestros y casi termino con las gafas rotas, como el personaje que interpreta Woody Allen en Toma el dinero y corre.

El otro día el cineasta Á. David Delgado San Ginés comentaba en un post de este mismo blog (y comentario que me dio la idea de este modesto desvarío) cómo había sido testigo de una pelea en una sala de cine. Lo que me hizo recordar, además de la experiencia anteriormente relatada, otras episódicas riñas vividas en las multisalas. No sé, la gente está demasiado cabreada e insensibilizada para asistir  (como antaño) al cine.

Mandar al silencio con un shhh seco puede resultar la mayor parte de las veces perjudicial para la salud. Claro está que en el mejor de los casos pueden mandarte a la mierda llamándote lo de pollaboba. Insulto, por otra parte, que tiene sonora gracia.

Pienso, además, que es más que probable que mi generación fuera y fuese de auténticos pollabobas porque casi todo nos cogió a medias. Siendo infantes sé nos murió el general y ya adolescentes vimos a nuestros hermanos mayores correr como alma que lleva el diablo de la policía que vestía de gris. En mi etapa alegre y juvenil, la mayor parte de mis amigos (pollabobas) sólo querían ser como Mario Conde y por suscripción popular erigirle un monumento a Carlos Solchaga mientras yo perdía el tiempo haciendo otras cosas. Así me fue. Claro que ahora que lo pienso el pollaboba quizá fuera yo. Elemental, querido Watson.

Pero hablaba de lo que sentía antes y ahora cuando voy al cine. Antes me quemaba las manos aplaudiendo a la gloriosa caballería al rescate de los colonos en un punto perdido del mapa de Nuevo México; abucheando sin rencor a los pieles rojas. Además, no nos cortábamos en ovacionar un filme que nos hubiera llegado al corazón. La última vez que aplaudí en compañía de otros fue en Brazil, de Terry Gilliam. Pero eso fue en Madrid, claro está. En provincias todavía andábamos (y creo yo que seguimos) por las ramas.

En fin, eso era todo. Más o menos. En todo caso, si cualquier tiempo pasado fue mejor es porque uno era más joven y, probablemente, pollaboba.

Saludos otra vez en plan abuelito Cebolleta desde este lado del ordenador.

2 Responses to “Esto va de antes y ahora (con mucha saudade)”

  1. j vilageliu Says:

    Ir al cine era entonces una fiesta. Todos íbamos a lo que íbamos, aunque no era lo mismo una sesión de barrio que ir a ver una película seria. Los aplausos que recibían al heroico séptimo de caballería nos descargaba de la tensión del tiroteo final, cuando ya parecía que todo iba a salir mal y se estaban acabando los cartuchos. En el cine del pueblo los de la última fila levantaban las manos ante el haz de luz para que se proyectaran sus sombras sobre la pantalla, había un griterío del demonio y el local estaba completamente lleno, si te descuidabas podías acabar en un extremo de la primera fila y acabar con tortículis. Pero no perdíamos ni un segundo de la película, nos atrapaba por completo y vivíamos los tormentos de los protagonistas o sus alegrías con verdadero entusiasmo. Más tarde nos volvimos serios y empezamos a ver películas sesudas, entonces nos molestaba todo el mundo, gritábamos foco cuando el proyeccionista se descuidaba y la imagen se volvía borrosa, nos levantábamos para pedir silencio a los de al lado o nos cambiábamos de fila si no había remedio. Ahora, como bien dices, la sosez extrema de la programación nos ha expulsado de las salas, aunque no del cine, y si voy procuro hacerlo a primera hora de la tarde cuando no hay nadie. Es un poco triste encontrarte solo en una sala de proporciones más o menos grandes, pero te evita las inoportunas llamadas del móvil, o la lucecita de la pantalla cuando se están enviando mensajes durante la proyección de la película, ¿son tan malas las películas de hoy en día o las nuevas generaciones han perdido definitivamente la empatía con los personajes y con la historia que se narra?

  2. editorescobillon Says:

    Creo, y temo no equivocarme, que al ser tan malas las películas se ha perdido la empatía con los personajes y con la historia que se narra. No obstante, aún queda “un último refugio”, y son las películas de animación, quién me lo iba a decir.

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