De como aprendí a detestar a Miguel Delibes

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… Y pese a todo, va por usted Miguel Delibes

LA LETRA CON SANGRE NO ME ENTRA

La semana pasada falleció el escritor Miguel Delibes. No voy a profundizar en el personaje ni en la obra porque ya se ha escrito (y se escribirá) ríos de tinta en torno a la desaparición del autor de Los santos inocentes. Así que mi modesta y pequeña aportación a su óbito se resume en que si bien lamento su ausencia les aseguro que desde muy joven se me enseñó a que detestara su producción literaria por una mala educación que pretendió que leyera sus libros a base de la letra con sangre entra.

Recuerdo aún la obra que obligó a que lo odiara con todas sus letras mientras se me aplicaba aquella inolvidable disciplina inglesa: Cinco horas con Mario.

Pero no fue sólo Delibes el escritor al que aspiraron que me diera náuseas en mi adolescencia de rebelde lector rebelde aquellos profesores (nunca maestros) de lengua y literatura.

El Quijote, de Miguel de Cervantes, al que leíamos a cucharadas porque nos seleccionaban fragmentos escogidos fue otro de esos libros que provocó mi reacción de involuntario rechazo. Y  lo más peor (que decimos por aquí) es que casi lo consiguen esos talibanes con Ramón J. Sender al imponerme su Réquiem por un campesino español y La tesis de Nancy. Años más tarde, afortunadamente, me reconcilié con él cuando encontré en una librería de viejo El bandido adolescente y se me hizo la luz al descubrir a un autor que todavía conservo en mi cabecera pese a que unos pretendiesen que lo odiara precisamente por imponérmelo por la fuerza. O que me lo tragara como aceite de ricino. O por la cara. O la jeta.

SERÁ QUE LA VIDA ES PURO TEATRO

Recuerdo que los únicos libros que se salvaron de mi rechazo como lector obligado por la autoridad fueron –curiosamente– tres obras de teatro que, para un por aquel entonces principiante devorador de novelas tenebrosas lovecraftianas le sorprendieron gratamente: La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, Don Álvaro y la fuerza del sino, de Ángel Saavedra, el duque de Rivas e Historia de una escalera, de Buero Vallejo.

Pienso ahora, con la distancia de la edad, que quizá se deba a que su lectura me propuso algo nuevo. Esto de leer teatro (o guiones de cine) no me obligaba a estrujarme la cabeza. Todo estaba explicadito, masticado como cuando tu mamá te cortaba el bistec en trocitos cuando eras un feliz infante. Claro que, pienso ahora, lo que más gracia curiosa me provocaba es que en vez de poner Fin. O punto y final cuando terminaba la historia lo que te encontrabas era TELÓN.

Me encantaba lo de Telón.

Y m sigue encantando lo de Telón.

Es una metáfora perfecta para poner fin a la comedia de tu vida.

Eduardo se muere cogiendo por el cuello a un puñado de gallinas.

CAE EL TELÓN.

Pero no iba por aquí la cosa. Iba por las novelas que nos obligaron a leer a los de mi generación en los ya lejanos 80.

ESTO ES ASÍ –TE DECÍAN– NUNCA ES ASÁ…

Te indicaban el libro. Hacías el comentario de texto. Pero nadie te orientaba sobre aquello que tenías que leer.

¿Quién era el escritor?

¿Por qué había escrito aquella obra?

El profe o la profa se limitaba a ordenar: “Voy a examinar sobre Cinco horas con Mario…” y la peña, supuestamente, leía Cinco horas con Mario.

Creo que fui uno de los poco de la clase que lo intentó. Me refiero a Cinco horas con Mario.

Digo todo esto porque estoy seguro que el señor Delibes allá donde se encuentre me entenderá.

Otras novelas que también cayeron de tan ingrata manera fueron La familia de Pascual Duarte (que me gustó, sería por el brutal asesinato) y La colmena, novela que volví a releer años más tarde y que me llegó pero no cuando me obligaron con la que quizá sea una de las ficciones más famosas del inolvidable Camilo José Cela. Personaje que caía bien a la muchachada de mi tiempo porque era el único al que autorizaban a que soltara sonoros tacos (coño, cojones) en la televisión en blanco y negro de aquella época que evoco en mi cabeza en blanco y negro.

Y LLEGÓ EL SIGLO DE ORO

No sé si será por mi carácter, pero si hubo un momento de nuestras letras que me gustaba cuando se enseñaba en clase fue el Siglo de Oro. Y no por Lope de Vega, personaje que siempre me cayó bien, bastó que lo viera en una fotografía de mi libro de texto para que sintiera aprecio por ese caballerete de vida licenciosa que al final se metió a monje y que al parecer escribía hasta dormido, sino por el rifirafe que mantuvieron Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, representantes de eso que llaman conceptismo y culturanismo, respectivamente.

Confieso que siempre fui más de Quevedo. Bastó descubrirlo en sus retratos: con sus quevedos, su pelo rizado y esa mirada de tomarle el pelo a todo el mundo. Cuando me encontré ante la casa donde ¿nació o vivió? en Madrid me puse de rodillas con otro amigo igual de loco que quien les escribe. En cambio, siempre sentí antipatía por Góngora, que aparece en los retratos de la época como un tipo malfollado. Pienso ahora que no fui justo pero diablo el Góngora tiene cara de inspector de Hacienda mientras que Quevedo refleja la de un inteligente gamberro. Un toca los cojones tan necesario en aquellos y en estos tiempos que vivimos.

Años más tarde me leí casi toda su obra. Y pese a que su textos están escritos en castellano antiguo me sorprendí soltando carcajadas con su deliciosa Vida del buscón. De hecho, gracias a su Vida del Buscón me leí otras historias de esas que llaman de picaresca: Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán o El diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara, riendo siempre como un descocido pese a que consultara el Diccionario cada dos por tres… Y todo eso sin imposición reglamentaria.

No obstante, lo de Góngora me dio tan fuerte que cuando estudiamos a la Generación del 27 ya me cayeron mal de partida todos los de aquel grupo cuando le rindieron el famoso homenaje. Sí, soy un tipo lleno de prejuicios, y si bien entiendo que le rindieran loas al de Polifemo ¡donde esté el viejo maestro Quevedo y su espíritu destructor por trasgresor!

Igual me equivoco, pero sería interesante que algún lumbrera de nuestro gastado cine español realizara una película sobre esta rivalidad entre ambos. Quevedo y Góngora. Góngora y Quevedo. Metiéndose leña a través de sus versos.

¡Viva el Siglo de Oro de las letras españolas!

Que son tan mías como de todos ustedes, supongo.

YO, QUE CONOCÍ A DELIBES PORQUE CRUZABA DELANTE DE MI CASA…

Pero ¿a qué venía todo esto?

Ah, Miguel Delibes.

Leo y releo los elogios. Sentidos homenajes. Columnas y columnejas donde se escribe “yo lo conocí una vez. Lo ví cruzar delante de mi casa…” “Encarnó el espíritu de Castilla…” y todas esas fanfarria que se han sacado del bolsillo los que han escrito ahora sobre la muerte del autor de Las ratas (nunca mejor dicho).

Y yo, mientras tanto, pienso en lo cuesta arriba que me resultó leer sus Cinco horas con Mario. Y en el profundo bostezo de indiferencia que me produjo cuando ví la versión que Mario Camus firmó de Los santos inocentes… Bueno, recuerdo a Paco Rabal y su milana, milana bonitaaa

Pero poco más, la verdad.

Pese a todo, y que conste en acta, confieso que me gusta lo poco que conozco de la vieja Castilla nueva. Y conste que disfruto cuando hablo con un mago de la vieja Castilla nueva y me suelta esas Z y esas C sonoras y vibrantes que nunca jamás (¡jamás nunca!) podré pronunciar.

Y conste de tantas cosas que deben constar.

Pero mi España tiene acento andaluz y canario.

Y esa España, que llevo con honor agarrada al alma, se le hace muy difícil todavía entregarse a la España mesetaria que tan bien dicen describió el maestro Delibes.

Aunque sé que es mi España.

Y por eso, precisamente, volveré a leer Cinco horas con Mario.

Aunque me dé miedo.

Claro que quizá sea por eso y algo más…

Saludos, no sé yo ni cómo, desde este lado del ordenador.

One Response to “De como aprendí a detestar a Miguel Delibes”

  1. eugenia Says:

    Sí, “Los santos inocentes”, Mario Camus y Paco Rabal con su “milana, milana bonita”. Pero si tiene usted tiempo y ganas pruebe a leer la excelente novela corta “Señora de rojo sobre fondo gris”. Ahora o más adelante. De otro lado, ya sabemos lo que ocurre con los muertos ilustres y las columnejas.

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