La mejor aventura

No recuerdo muy bien la aventura que fue aprender a leer. Sí que está grabado al rojo vivo en el disco duro de mi memoria cuando di mis primeros pasos y cuando me arrojaron como un saco de papas a la piscina “para que el niño sepa nadar”.

Esas dos sensaciones: la de dar los primeros pasos y caer continuamente al suelo así como la de mover desesperado los brazos en el líquido elemento con la esperanza instintiva de que era la única manera de mantenerme a flote mientras en la superficie se moría de la risa aquel monitor sacado de las SS, me marcaron para los restos.

Sin embargo, y oculto por una bruma, sólo conservo flash back de cuando me iniciaba en el arte de aprender a leer y escribir. Debe ser cosa, supongo, de que ante los chichones que me hice en la cabeza cuando decidí dejar de gatear y el agua que tragué al dar mis primeras brazadas no supuso lo que se dice un gran esfuerzo intelectual sino de supervivencia.

Esta mañana, tras hacer limpieza en casa, me encontré con uno de los cuadernos donde comencé con mis primeras letras y me asaltaron algunos recuerdos, insisto que difusos y desdibujados en la memoria. Así que me planteé lo que tuvo que significar (al igual que al resto de compañeros con los que compartí pupitre en aquel viejo colegio lagunero) aprender las primeras letras.

O que la A es la A. Y la B es la B. O que había mayúscula y minúscula así como algo que se llamaba alfabeto entre otras herramientas que te van metiendo en la cabeza para que al final descubras que combinándolas tú también puedes tener acceso a la revelación.

Mi afición a los libros y a leerlos se la debo sobre todo a mi familia, que siempre estuvo rodeada de tan entrañables amigos, así como a la primera profesora que me enseñó el milagro de entender las letras que disciplinadamente escribía en la pizarra. Si como comentaba más arriba hay como una extraña nebulosa de olvido de aquellos tiempos no sé si más felices que los actuales pero seguro que sí más inocentes, conservo –probablemente amplificado por el paso del tiempo y sin la épica con que ahora lo describo– relativamente vívido el instante en el que pude ser capaz de escribir en el cuaderno mi primeras palabras tras dejar  de ensayar con las letras que dibujaba con gran esfuerzo: “Mi mamá me mima”.

Les contaba que aún conservo ese cuaderno, y que fue descubrirlo hoy y leer “mi mamá me mima” escrito por la mano de un niño en el que ahora apenas me reconozco, para que mis ojos se anegaran de lágrimas. El estupor, la conmoción todavía me acompaña mientras pretendo describir tan extraño momento.

Me sentí en un conmovedor estado de gracia porque de alguna manera me acerqué a ese niño que fui. 

Me pregunté, no obstante y mientras ojeaba ese viejo cuaderno en el que las primeras letras están escritas con lápices de colores, ¿supuso un gran sacrificio aprender a escribirlas? Y la verdad, no me acuerdo. Y si no me acuerdo como sí me acuerdo de las repetidas caídas cuando comenzaba a caminar o aprendí a nadar, es que no tuvo que ser un sacrificio doloroso. Y si no fue un sacrificio doloroso concluyo que aquella profesora sin rostro que tanto se esforzó en que aprendiéramos a leer y a escribir lo tuvo que hacer muy bien para mostrarme el camino correcto.

En mi caso la letra entró afortunadamente sin sangre. Razón de más para que me guste tanto leer y, ocasionalmente, escribir.

Sobre esta misma cuestión reflexionó el gran escritor norteamericano John Steinbeck en la introducción de su imprescindible Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros. El texto (y la novela) no tiene desperdicio como casi todo lo que escribió el autor de La fuerza bruta o Tortilla Flat: “Hay muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han existido durante casi mil millares de años, y sólo han aprendido esta artimaña –este prodigio– en los diez últimos millares de los mil millares.”

Saludos, guardando como oro en paño mis dispersos pero tan felices recuerdos, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “La mejor aventura”

  1. Nando Parrado Says:

    Estimado Eduardo: hay tres cosas de este texto que me sorprenden gratamente. La primera es que pueda usted recordar sus primeros pasos. La segunda es saber que en algún momento de su infancia estudió en La Laguna. Y la tercera es que conserve un cuaderno de aquella época. Por lo demás, le diré que también guardo algún recuerdo de experiencias traumáticas en piscinas, tanto cuando intentaba aprender a nadar como cuando era víctima de las “ahogaduras” de otros niños. En cuanto a los entresijos del aprendizaje de leer y escribir, le diré que en mi condición de tío múltiple de sobrinos aún enanos llevo varios años fascinado con la maravilla descomunal que se esconde en el ser humano y en sus cachorros, que absorben a la velocidad de la luz, con misteriosa y fantástica inteligencia, todo lo nuevo que descubren a su alrededor y sueñan con el día en que por fin podrán leer, como yo lo hacía de pequeño inventándome las frases de las viñetas de una revista “Mortadelo” cuando aún ni había entrado en párvulos.

  2. admin Says:

    Espero sorprenderle todavía más gratamente al decirle que hasta lo que fue séptimo de EGB estudié en esa maravillosa ciudad. Concretamente en un colegio que estaba instalado en las dependencias que hoy acoge el Museo de Historia y más tarde en el San José de Calasanz, en Geneto, donde hice cantidad de amigos que, salvo uno, se perdieron en la dichosa noche de los tiempos…

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