Apreciada Annabelle…

Se ha convertido en una costumbre ir a ver películas de ciencia ficción y terror que normalmente me hacen salir de la sala estupefacto, que no cabreado, por las de tonterías que me trago con una puntualidad que afortunadamente no es germana.

El veneno, ya saben, hay que tomarlo con cautela pero estoy tentado de envenenarme con Annabelle.

La película en Francia está resultando demasiado underground. Provoca, leo, disturbios entre los jóvenes.

Annabelle (John R. Leonetti, 2014) causa una reacción como anormal a los jóvenes”.

¿Anormal?

Enciende riñas y que algunas butacas terminen destruidas, reducidas a añicos entre vasos de refrescos y bolsas de cotufas.

Pibes de entre doce y quince años se vuelven como Demons (Lamberto Bava, 1985) y se escupen, orinan y buscan y encuentran peleas mientras se proyecta en pantalla Annabelle.

- ¡Ogden, ogden!- reclama un adulto con las manos en alto.

Y uno de los jóvenes le lanza un escupitajo que se desliza por su frente.

La muñeca poseída mientras tanto observa desde la pantalla. Una pantalla que, como en los mejores tiempos del cine Delta, aquí mismo, en Santa Cruz de Tenerife, recibe vasos de plástico y litros de refresco, bolsas de cotufas y otros salados.

Tanto ha sido el desorden que los cines de París, Estrasburgo y Monpellier han prohibido su proyección hasta nuevo aviso aunque esto no vaya a evitar que Annabelle se vea y que se convierta en la película que ni sus productores imaginaron que fuera.

Esa que no deben ver los jóvenes franceses porque los vuelve más locos de lo que deberían de estar.

Y fuente del desorden: Annabelle.

Ya contamos en este mismo su blog El Escobillón.com las sensaciones que vivimos en una sala de cine con el  reestreno de El exorcista (1974), que entonces se exhibía con la excusa de que se trataba del montaje del director (2000), William Friedkin.

La primera vez que vi la película fue en el cine Delta. Un cine santacrucero que adquiere para mi resonancia de leyenda porque fue la primera sala donde me dejaron entrar a ver películas para mayores de 18 años como lo que era: un niño. Claro que más allá de aquellas películas estaba vivir lo que podía pasar en el cine…

Un borrachito montando escándalo, una lata de sardinas estampándose contra la pantalla o gritos histéricos del público viendo cualquier cosa en aquella pantalla que tenía una sospechosa mancha de huevo que por mucho frotar continuaba ahí desde tiempos de Matusalén.

Pero con El exorcista todo fue terrorífico silencio en el Delta. La original, una copia viajada y estropeada nos mantuvo clavados en las butacas mientras Regan llamaba de todo a su madre y al padre Karras.

Desde entonces El exorcista –con o sin montaje del director– continúa resultando una película igual de perturbadora y me cuesta verla solo. En casa o en un cine.

Los Multicines Oscars, que fueron las primeras multisalas que anunciaron el fin de los grandes cines en esta capital de provincias en la que vivo, estrenó muchos años después El Exorcista con la excusa, recuerdo, de que se trataba el montaje del director. Y allí fuimos sorprendidos de que hubiera tanta pibada rodeándonos y ansiosa por ver la película.

Y sí, hubo gritos, pero no de miedo sino de guasa. Y muchas bromas de colegio y chistes de maldita la gracia.

Ya lo conté en un post.

Y lo repito ahora porque el follón que arma Annabelle me evoca ese mal rato.

Pero no un mal de terror sino un mal rato con lo que hay.

¡Ogden, ogden!

Saludos, despierta, desde este lado del ordenador.

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