Todo fluye, nada permanece

Domingo, Octubre 4th, 2009

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Quiero que lo vean. Ahí está ese adolescente que se ha quemado la cabeza leyendas cuentos y novelas de terror. Hace un tiempo descubrió a Lovecraft, y tiene sueños en los que reproduce sus extrañas e inquietantes arquitecturas de mundos remotos. Suele despertarse cuando en estos sueños se aproxima a una de esas edificaciones irregulares y escucha el grito atronador y aterrador de una voz imposible. Quizá sea el de una de las deidades primordiales que creó el reservado escritor de Providence, Rhode Island.

Esos sueños, que no pesadillas, le hace pensar que quizá fue eso precisamente lo que ha hecho que las historias del señor Howard Phililps tengan tan mala suerte en el cine. Salvo cuando se le mira con estudiado sentido del humor.

Estamos a finales de los 70. Una buena época para el cine que llegaba a las salas de esta provincia. Y digo lo de cine que llegaba a las salas de esta provincia porque, como pasa también ahora, el 99 por ciento que se estrenaba y estrena era y es norteamericano y no de arte y ensayo (la verdad es que siempre me pareció bastante cursi eso de arte y ensayo, deben ser manías). De todas formas, qué cine diabólico, qué cine mayúsculo… Taxi Driver, Apocalypse now! y mucho me temo que también El exorcista, de William Friedkin, un cineasta cuya filmografía está repleta de títulos que han sabido tocarme.  Les invito a ver o a que vuelvan a ver French Conection, A la caza (su mejor película, probablemente); Los chicos del barrio e incluso su excesiva Vivir y morir en Los Ángeles. No les recomiendo lo que ha hecho después. En este saco de pequeñas y atractivas obras imperfectas meto también El exorcista, basada en la novela del mismo título de William Peter Blatty.

Como no tiene la edad, ese chiquillo que aprendió a no tener pesadillas gracias a Lovecraft consigue ver El exorcista en uno de aquellos cines de barrio que pululaban por esta ciudad de muertos andantes que fue y sigue siendo Santa Cruz de Tenerife. Así que se lanza él solito a la piscina entrando en el mítico cine Delta, ubicado en el barrio de La Salud.

Se apagan las luces y la luz del proyector perfora la pantalla.

Cuando termina la película sale del Delta lo que se dice literalmente a-co-jo-na-do. Y eso que ha visto una copia penosa, con rayas y cortada por la inevitable censura de aquellos años. Pero aún con esas no deja de mirar para atrás, con la piel de gallina. Al abrir la puerta de su casa y encender la luz ¡mala suerte! porque deben de haberse fundido los plomos, así que tiene que subir a oscuras, en tinieblas, las escaleras. Y a medida que avanza peldaño a peldaño le parece ver en las sombras el rostro mutilado de Regan, y oye voces cavernosas.

Duerme.

Pero no tiene pesadillas.

Pasa el tiempo, cambian los amigos y cambian algunas aficiones. Un día, hablando con un colega sobre El exorcista llegan a la misma conclusión de que parte de su éxito se debe a que por una vez el mal en el cine tiene nombre pero no apellidos. Es el diablo a secas. Todo aquello que encarna lo peor de nosotros mismos.

Años 90, en la cartelera se anuncia que llega por fin a la gran pantalla El exorcista según el montaje del director, esa moda que hubo y habrá por añadir secuencias descartadas y pretender (sin conseguirlo la mayor parte de las veces) mejorar el material original. Queda con el amigo y esa misma tarde asisten al estreno.

Mucho jovencito, flota en el aire un ambiente de tibio nerviosismo. “No saben la que les espera” piensa aquel que leía a Ech Pi El.

Se apagan las luces. Suena la famosa melodía nerviosa de Mike Oldfield y comienza la película.

“Oh, oh, oh” se dice el chico, “aquí hay algo que no funciona…” La pibada se descojona de la risa. Más de un gracioso imita la voz con serios problemas de ronquera  de la niña poseída. Cuando Regan vomita aquella pasta verde las carcajadas resuenan por toda la sala.

Le da un codazo al amigo. ¿Pero qué pasa, no les da miedo? No, no les da miedo. Y al final termina uniéndose a la procesión de carcajadas que invade la sala. Es como si su cerebro hubiera drenado aquella oscura experiencia de adolescente.

Desde entonces, no ha vuelto a ver El exorcista aunque confiesa que hace unos días tuvo la tentación de volver a revisarla en la soledad de su casa. No lo hizo. Pero ¿saben por qué? Sintió miedo precisamente de descojonarse con la niña poseída. Y eso le hizo pensar (porque últimamente reflexiona en cosas tan idiotas como ésta) si al final va ser verdad aquello de que la existencia del diablo radica en que nadie cree en su existencia.
   
Saludos, pensando si va a tener razón La semilla del diablo, desde este lado del ordenador.

Las aventuras de ‘Flesh Gordon’ en el planeta Porno, no confundir con Mongo

Miércoles, Agosto 19th, 2009

Estoy frente al espejo, dibujándome la sombra de un bigote con el lápiz de cejas de mi madre. La memoria me dice que debo de estar a finales de los 70. Observo como ha quedado esa farsa pintada debajo de la nariz, y creo que puede dar el pego. Salgo corriendo del baño, y sin despedirme de la familia corro al Cinema Victoria, donde de puntillas adquiero una localidad. Hay poca gente, debe de ser un día de entre semana, así que me acerco con el corazón palpitante a la entrada, donde el portero, cuando me ve, suelta una sonora carcajada. Ni falta le hace pedirme el carnet de identidad para comprobar si tengo los 18 años de rigor. Me señala la taquilla para que me devuelvan el dinero que he pagado. Frustrado, y mientras regreso a casa, me quito la ridícula sombra del bigote con el pañuelo, humedecido de saliva.

¿De qué película se trataba, de entre las muchas a las que no me dejaron entrar cuando todavía era oficialmente un menor de edad? Pues de La batalla de Árgel, de Guillo Pontecorvo.

Otro día, o quizá fue antes, ya no me acuerdo. Me llama uno de esos amigos a los que después por los avatares de la vida dejas de tener noticia, para anunciarme por teléfono que han estrenado en el Cinema Victoria (ay, mi Cinema Victoria, que deliciosamente desgraciado me hacías por aquellos años) Flesh Gordon. Flash Gordon querrás decir, le corrijo. “No, no, en el periódico pone Flesh Gordon”.

Y me pregunta si quiero ir con los amigos del barrio. E inocente le digo que sí. No sabía entonces que era otra película no apta para menores de 18 años.

Quedamos a la puerta del cine, que como recordarán los más veteranos estaba situado debajo del Teatro Baudet y al lado de esa fábrica abandonada de tabaco que ahora quieren transformar en Museo del Carnaval. Y me sorprendo, porque allí están casi todos los amigos del barrio. Un ejército. Nos dirigimos a la taquilla y me pongo nervioso porque pienso que no me van a dejar entrar. Tengo pinta de chaval, aunque hace tiempo que ya no llevo pantalones cortos. Aquellos pantalones cortos de color marrón que tanto marcaron mi infancia.

“No te preocupes”, me dice el amigo. “Que los más jóvenes nos metemos entre los más viejos”. Así que como una jauría de perros entusiasmados, todos moviendo la cola, nos dirigimos a la entrada, casi arrollando al amenazante portero que sólo puede cortar las entradas y dejarnos pasar.

Ahhh qué felicidad. Acabo de burlar al sistema.

Somos tantos, que todavía recuerdo que ocupamos una fila de butacas entera del viejo Cinema Victoria.

“Voy a ver Flash Gordon”, mi viejo héroe de los cómics Burulán, aquellos a todo color que mi tío me regaló antes de tirarlos a la basura y que todavía conservo como oro en paño en la biblioteca de casa.

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Y empieza la película.

Y oh frustración, aquello no es Flash Gordon. Sino Flesh Gordon. Un blandiporno de los 70 que para mis alucinados ojos adolescentes me descubre repentinamente un mundo mágico y de colores. Obviamente, la frustración inicial se reblandece hasta desaparecer.

Años más tarde conseguí la película en una vieja copia de VHS, y con el nerviosismo de rememorar uno de los momentos digamos más luminosos de mi vida como espectador cinematográfico, no me pareció tan espectacular el filme. De hecho, fue una de tantas películas que una vez revisitada con ojos adultos contribuyó a que mirara de reojo todas aquellas cintas que me hicieron feliz mi niñez y adolescencia.

No obstante, Flesh Gordon es una simpática y subterránea parodia del viejo Flash Gordon, realizada con un insólito respeto hacia ese icono de los tebeos de ciencia ficción. Contaba con efectos especiales, cierto diseño, y una historia deliciosamente tonta. El planeta Mongo es ahora el planeta Porno, que en su trayectoria amenazante al viejo planeta Tierra envía unos rayos con los que pretende acabar con nuestra civilización desatando entre todos nosotros una ola de sexo desenfrenado. Flesh recala con la que será su novia (Dale Arden fagocitada en esta versión en Dale Ardor) y el viejo doctor Jerkoff (Zarkov en los tebeos) en la superfie de Porno para poner fin al ataque de los rayos ninfamaníacos. Y allí se tropiezan con el príncipe Balin, una loca vestida como Robin de los Bosques, que en los cómics era el muy masculino príncipe Barín; y la reina Frigia que deja de ser Frigia cuando cae en los brazos de Flesh, en su lucha contra el diabólico Wang el Pervertido (Ming en los colorines), que no es otra cosa que un cachondo mental con pinta de oriental.

La película se ha convertido en uno de esos títulos de culto que alimentamos los chavales que la vimos en circunstancias tan especiales y aventureras. De hecho, fue tal su éxito que se rodó una segunda parte que nunca vi, salvo fragmentos aislados en You Tube.

¿Que por qué me acuerdo de aquella experiencia? Sencillo, como ya dejé escrito en otra parte y ocasión, ir al cine entonces era toda una experiencia para un chaval con la cabeza puesta en otras cosas, y más en aquellos años que mi memoria recuerda ahora con alarmante color sepia.

En fin, eso era todo.

Saludos mascando fragmentos de nostalgia desde este lado del ordenador.

Eso sí era trabajar en favor del mundo libre…

Sábado, Mayo 16th, 2009

Si hay un subgénero que me deja cautivo y desarmado hasta nuevo aviso es el de todas aquellas películas que brotaron como setas a la sombra del éxito de las películas de James Bond. Sin contar las innumerables y también descacharrantes versiones hispano italianas (con agentes enmascarados del tipo Superargo o Goldface, con Espartaco Santoni interpretando al héroe de estar por casa) si hay novelas y filmes que colecciono con hilarante espíritu camp son las producciones británicas y norteamericanas que realizaron también su versión de Bond sólo que con un acento descaradamente cómico y, si me apuran, ridículamente machista.

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Este comentario vienen a colación, no obstante, acerca de la nueva edición de las películas protagonizadas por James Coburn como Flint (Flint, agente secreto y F de Flint), así como del visionado reciente que he disfrutado de El cerebro de un billón de dólares de la serie Harry Palmer protagonizada con refinado espíritu burlón por el casi siempre giganteco Michael Caine. No puedo dejar en el olvido la revelación que para este que les escribe significó descubrir las aventuras cinematográficas de Matt Helm, peculiar agente secreto interpretado con un más que deportivo sentido del humor por Dean Martin.

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Las novelas de estos tres personajes, salvo las de Harry Palmer escritas por el siempre potente Len Deighton, no le hacen justicia a sus bastardos cinematográficos, que más que cintas de espionaje turístico del tipo Bond preferían decantarse más por la comedia y una irriverencia hacias sus jefes realmente explosiva. Lo más curioso de todas estas películas es que probablemente por su espíritu cafre y pop, resulten tan deliciosamente transgresoras en estos tiempos de facismo dulce que vivimos. Si algo caracteriza a Flint, Helm y Palmer en contra de Bond es que si bien son igual de individualistas y arrogantes, parece que para nada trabajan a gusto al servicio de sus respectivos países. Casi parace que lo hacen porque les permiten mantener el acelerado tren de lujo que llevan así como practicar elaboradas posiciones gimnásticas con todas aquellas mujeres que caen rendidas ante sus encantos. Lo de menos en estas cintas es la historia, ni los malos, demasiado torpes, sino la plasmación en pantalla grande de todas las fantasías del castigado oficinista que llevamos dentro.

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Por este mensaje diabólicamente rompedor en estos tiempos tontorronamente correctos que vivimos, me atrevo a escribir que por eso, precisamente, son tan necesarias para calmar las insatisfacciones de los nuevos esclavos que somos casi todos. Pura y delirante fantasía, atrevidas, rompedoras, deliciosamente entretenidas con héroes de cartón que me paracen un millón de veces más interesante que la nueva hornada de papanatas que se rompen los cascos en el actual cine norteamericano (sí, me refiero en especial al Bruce Willis de las junglas de cristal). Flint, Helm y Palmer tenían estilo y espíritu cool. Ese puntito chachi canalla que sin hacer sombra a 007, no queda mal señalar que bien podría emparejarlos en igualdad de condiciones con la feliz creación de Ian Fleming.

En fin, eso era todo. ¡Buena semana!

Saludos con F de Flint, H de Helm y P de Palmer a este lado del ordenador.

Yo aún recuerdo aquellos viejos tiempos…

Miércoles, Febrero 25th, 2009

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Esta película no la vi en un cine de barrio sino con mi padre, hace ya unos años, en nuestro añorado cine Víctor. Eran tiempos aquellos en los que todavía paraban en la puerta a un menor de edad si la película estaba catalogada para mayores de 18 años, pero ir con tu padre era una señal de que podías entrar a ver lo que quisieras. Ahora bien, deben de saber todos los nacidos y criados en esta capital de provincia que si había porteros con malas pulgas esperando en la puerta de un cine eso eran los del Víctor, así que cuando mi padre y yo nos disponíamos a entrar, aquel inolvidable madelman uniformado que hacia de cancerbero le dijo que yo no entraba. Que si no tenía 18 años no entraba. Todavía recuerdo el cabrero monumental que le montó a aquel pobre hombre mi santo padre, que no era persona dada a mostrar públicamente sus nervios salvo cuando le tocaban lo que se dice las pelotas. Yo no sé, pero al final entré a ver Forajidos de leyenda y de paso a ver a mi padre como lo que realmente fue toda su vida: una leyenda. Al menos para éste que les escribe, y seguro que para todos mis hermanos. A él le debemos nuestro gusto por los libros y que pronto naciera en nosotros una afición temprana por el cine.

Pero no quería hablarles de pedazos de mi vida, esas secuencias que todavía guardo a todo color en mi memoria, sino de la película de Walter Hill, un western tardío que no me canso de recuperar porque soy de esos a los que gusta de tararear el Dixie, canción que como sabe mucha gente se convirtió en algo así como el himno de los estados secesionistas.

Ya lo he escrito en algún sitio y en este mismo blog. Siento cierta debilidad por la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Debilidad que comparto con uno de mis hermanos, que es una enciclopedia viviente en el asunto y con el que uno se puede pasar el día escuchándole los avatares de un conflicto que resulta tan lejano para un país como España, que desde siempre ha prestado poco interés por conocer las cicatrices que marcan al mapa de Norteamérica. Es necesario dejar claro, no obstante, que esta especie de fascinación no está marcada por el motivo que más tarde monopolizó el enfrentamiento entre los estados del Norte y los del Sur de esa parte del continente, como fue la esclavitud, sino la lucha entre dos formas de vida. La América rural y hasta cierto punto conservadora, con la capitalista e industrial, esa que encarna el ideal de progreso que es otra de las virtudes que los tripas azules (los yanquis) han sabido venderle al mundo desde entonces.

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Forajidos de leyenda tiene un poco de todo esto; y si bien se trata de un largometraje que transcurre años después de finalizada la guerra, sí que plantea el daño que hicieron las heridas que dejó abiertas ese conflicto en el estado Missouri, tierra que vio nacer a forajidos de leyenda como los hermanos James (mitos en un país tan necesitado de mitos aunque se trate de bandoleros y en ocasiones asesinos a sangre fría) y los Younger, entre otros. El filme de Walter Hill, un excelente cineasta y un igual de excelente guionista, retrata la vida de estos dos clanes unidos por la necesidad de los tiempos, y con manierismo peckimpaniano, es un vehículo épico al servicio de unos tiempos que se fueron pero que forjaron a ese país en el gigante que es hoy día.

El filme de Hill cuenta además con un reparto excepcional, siendo todos los roles familiares interpretados por actores que son hermanos en la vida real como Stacey y James Keach, que interpretan a unos antipáticos Frank y Jesse James, respectivamente; y John, Keith y David Carradine, como los miembros de la familia Younger.

Es probable que el paso del tiempo le haya restado algo de fuerza a esta película, no obstante, pero para este que les escribe sigue siendo uno de los mejores títulos en la irregular carrera de su director. La banda sonora es otro de los atractivos de la cinta, firmada por Ry Cooder, quien arregla canciones de aquellos tiempos que se te quedan clavadas como puñales en tu corazón rebelde.

Cuando salimos del cine mi padre y yo coincidimos, antes de meternos en el Imperial a tomarnos un café con leche y uno de los clásicos bocadillos de pollo, que la película era una maravilla. Y en ese aspecto, les aseguro que mi padre nunca se equivocó.

Hacen mal si no han visto la película. Eso sí, si es usted (él o ella) uno de esos espectadores que detesta el género cinematográfico por excelencia que es el western, esta no es, obviamente, su película.

Saludos algo rebeldes a este lado del ordenador.

Déjalo estar, Cristóbal, déjalo estar…

Viernes, Enero 2nd, 2009

La verdad es que resulta penoso insistir sobre lo mismo, pero molesta que el coordinador general de Cultura y Patrimonio Histórico del Cabildo de Tenerife, nuestro querido amigo Cristóbal de la Rosa, continúe defiendo lo indefendible: el abandono de la gestión del cine Víctor por una cuestión de dinero, de ahorro a los ciudadanos. En mi tierra, que supongo que es la misma que la de Cristóbal, a eso lo llamamos demagogia. Igual que llamamos demagogia que utilice un medio de comunicación para vocear lo indefendible. Medio que ha puesto en boca del arquitecto e historiador de cine Jorge Gorostiza, unas reflexiones que son simple y llanamente mentira. Curiosamente, no hemos visto todavía en ese periódico una nota que aclare y rectifique este atentado a la libertad de expresión por lo que tiene de manipulación informativa, aunque la cosa está firmada con pseudónimo que es un recurso, como todo el mundo sabe, que suelen emplear mentirosos y cobardes.

Pero hablaba de Cristóbal y su cansino discurso de soy inocente aunque las evidencias demuestren lo contrario (dejé morir al Víctor porque resultaba caro). Primero porque además del argumento del ahorro no se le ha ocurrido mejor cosa que la de atacar a los que estamos en contra de su lamentable decisión de carecer, precisamente, de argumentos (¿?); al tiempo que no se corta (hoy mismo, en unas desafortunadas declaraciones en Radio Isla) de afirmar que se ha escrito poco en torno a este asunto, lo que demuestra que el amigo de Súper Coco y Epi y Blas lee poco periódico. Al menos poco periódico local, y es que a veces pecamos por ignorantes. Y este ha sido el caso.

Es de justicia reconocer que el bueno de Cristóbal (il divo) no lo está pasando bien, pero también es de justicia que entienda que su decisión fue equivocada. Ahora intenta quitar hierro a su metida de pata abogando porque la empresa privada y pública asuma la gestión de la sala (y al parecer existe una seria posibilidad de que sea así), lo que me hace preguntarle a los asesores de Cristóbal porque diablos no le recomendaron que anunciara esta posibilidad días antes de que informara que el Cabildo abandonaba la gestión del Víctor por aquello de ahorrarle cien mil euros a los contribuyentes… (ayyy si habláramos de los excesos de tan noble institución).

Este ha sido tu problema Cristóbal. No haber sabido responder a la crisis, obviar a los que no tenías que obviar y olvidar tu pasado militante… quién te ha visto y quién te ve. Lo que no tolero desde esta atalaya en la que se ha convertido El escobillón es que pretendas confundirnos, descalifiques opiniones muy bien escritas donde se defienden argumentos de verdad, y que confundas a tirios con troyanos. Es decir, que si bien el Cabildo se ha portado exhibiendo cine independiente, programación que afortunadamente continúa en el TEA, cuando habla de su respaldo a los cortometrajistas canarios tengo que recordarle que el grueso de ese apoyo lo brinda el Gobierno de Canarias. Gobierno que lo tendrá difícil para proyectar nuevos trabajos en corto, porque ya no hay Víctor y no sé si TEA abrirá sus puertas a estas experiencias.

Además, qué pasará cuándo el corto sea largometraje. ¿TEA acogerá también estas proyecciones? Entiendo que a Cristóbal le emocione lo de sacarse la foto con Joaquim de Almeida y Victoria Abril, pero coincidirás conmigo, amigo mío, que por mucho aire acondicionado y comodidad de la sala, no tendrá nada que ver con la que fue la última de Santa Cruz de Tenerife…

En fin, en mi época estudiantil había una consigna que no ha perdido actualidad. Lee y discute, Cristóbal, porque el saber no tiene lugar, hermano. Huye como de la peste, eso sí, de la demagogia, así que no hagas caso de quien te asesora. Lo hizo mal desde el principio.

Sé humilde y admite tu error.

Lee y discute, amigo mío.

No cuesta nada.

Saludo a este lado del ordenador.

‘El último tren a Katanga’

Domingo, Diciembre 7th, 2008

El último tren a Katanga es una de las primeras películas que vi de 18 años cuando no tenía 18 años. Eran otros tiempos, probablemen te igual de tontos que los actuales aunque sí que los recuerdos menos canallas. En fin, a lo que iba, creo que logré colarme en la sala porque le caí simpático al portero del ¿Royal Cinema?, ahora mismo no me acuerdo, pero sí sé que era una de las salas que estaban ubicadas en la calle de La Rosa, en Santa Cruz de Tenerife. Aficionado al cine bélico, esta película dirigida por el excelente director de fotografía Jack Cardiff (a quien tuve el honor de entrevistar años más tarde durante una visita que realizó a la isla) es una potente película de acción y de guerra bastante cruda para su época. Ambientada en un conflicto ¿marginal?, está ambientada en plena guerra civil en el Congo, país dividido en el que se mueve un grupo de mercenarios que capitanea un rudo Rod Taylor. Los mercenarios no combaten en ningún bando, sino que buscan unos diamantes con los que pasar el resto de sus vidas sin preocupaciones. El problema es que cuanto más internan en la selva, más se complica la cosa. En su aventura salpicada de sangre se encuentran con una serie de personajes que se unen a la extraña expedición, dando lugar a un grupo bien definido en cuanto a personajes se refiere. Entre los mercenarios a un fordiano doctor borracho (Kenneth Moore), un nazi sanguinario, un negro (Jim Brown) que cree que África algún día podría resurgir como continente, y civiles, entre los que desataca la eterea presencia de la bellísima Yvette Mimieux (la eloi de la que se enamoraba también Rod Taylor en El tiempo en sus manos (La máquina del tiempo), de George Pal). katanga.jpg Recuerdo que cuando salí a la calle tras ver la película las imágenes de la cinta golpeaban mi cabeza sin recato alguno. Más tarde la volví a repescar en vhs pero ignoro si ha sido editada en dvd. La última vez que la vi no me decepcionó, aunque con los tontos criterios de la edad le encontré fallos que no descubrí la primera vez. Claro que entonces era otro espectador, mucho más inocente. Cuando le pregunté personalmente a Cardiff qué recuerdo tenía de aquella película recuerdo que se le iluminaron los ojos y que me miró con cierta sorpresa. Es cierto, no obstante, que le conté que se trataba de una de las películas que habían marcado mi adolescencia. “Es una buena película”, me respondió. “Creo que es una buena película”, añadió segundos más tarde. Pues bien señor, Cardiff, yo no creo que sea una buena película. El último tren a Katanga es, sencillamente, una muy buena película. El filme está basado en una novela del escritor de aventuras Wilbur Smith, aunque creo que se trata de un título que nunca se ha traducido al español. Algún día le dedicaremos como se merece un post a este escritor, uno de los pocos que cultivó el género de la aventura con mayúsculas a finales del siglo pasado.