Archive for Marzo, 2013

Santa semana Santa

Domingo, Marzo 31st, 2013

Termino el libro y coloco el ejemplar junto a otros del autor en esa estantería que parece que se hunde cada día un poquito más en el suelo.

Lo fácil es pensar que puede tratarse de una metáfora del rumbo que últimamente guía los pasos de mi vida pero que la librería se doble es resultado del peso que acumula, de los lomos que sobresalen fruto de un caos en el que, aunque cueste creerlo, me sé de memoria su orden de ubicación.

Demasiados ratos felices y otros también frustrantes porque de todo hay en la viña del señor.

Paso el dedo por el libro recién incorporado al club y me pregunto si habrá ocasión de releerlo, de repasar aquellas páginas que dejaron huella.

Me detengo un momento, y sé que este acto fetichista y autocomplaciente es tan privado como cuando subrayo con lápiz algún párrafo que me devoró por dentro. Y recuerdo, imaginen las razones, a Harry Reems, la recientemente fallecida y chiripitifláutica estrella del cine porno que tanto hizo reír a la más tarde inquisitorial Linda Lovelace en Garganta profunda.

Me quemo los ojos leyendo novelas y relatos escritos en estas islas y aún conmocionado y bajo los efectos de la resaca de El pato mexicano, de James Crumley, y mientras hago repaso a una Santa Semana en la que no he visto procesión alguna ni película de romanos que se precie, me rencuentro una mañana con Jaime Mir, a quien quieren colgarle la etiqueta de J. D. Salinger canario por aquello de que Jaime nunca revoloteó por los cenáculos rococó literarios y solo ha escrito una novela: El caso del cliente de Nouakchott que, a mi juicio, continúa siendo la mejor novela negrocriminal escrita en Canarias y la mejor novela sobre esta pobre capital de provincias en la que vivo con una perpectiva que aún resulta audaz y pop de finales de los ochenta y principios de los noventa.

Jaime Mir es un hombre tranquilo, sosegado y tremendamente generoso. A mi me gusta verlo como uno de esos honestos vaqueros o jinete de caballería que salen en las películas de John Ford. De John Ford escribe hoy Arturo Pérez Reverte, precisamente, en su espacio reservado en XL El Semanal.

Hablo con Jaime y nos intercambiamos libros. Me pasa La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, de Jordi Gracia García, que leo con los ojos muy abiertos. Le entrego Miserias de la guerra, de Pío Baroja.

Mientras hablo con Jaime de novelas, de películas, de libros no puedo evitar pensar en el gran escritor que pierde este territorio en el que habito aunque agradezco que, pese a que nos veamos en muy raras ocasiones, aún conservemos una amistad que se prendió hace años en la hoguera de la memoria.

Mantengo más tarde una conversación con Domingo Garí, quien presenta en 4 de abril en el Ateneo de Miraflores, en Santa Cruz de Tenerife, La ONU, Canarias y las descolonizaciones africanas. Garí anuncia que este trabajo es solo la antesala de un ambicioso proyecto sobre el papel que jugó el archipiélago en los años de la Guerra Fría.

No sé si la Guerra Fría se ha descongelado en estos tiempos inciertos que vivimos –aunque Corea del Norte y su estrafalario timonel persista en recordarme que sigue ahí–  pero sí que empiezan a ser demasiadas las cosas que no funcionan en el sistema en el que aprendí a vivir.

Dentro de mi particular tragedia sobrevivo gracias a lecturas y miradas a una pequeña pantalla que admite únicamene series o películas.

La última, tras digerir Oro rojo, ya comentada en este su blog, es Into the Storm, centrada en la gigantesca labor que desarrolló Winston Churchill durante la II Guerra Mundial.

A Churchill lo interpreta Brendan Gleeson, actor irlandés de rostro bondadoso y de poco parecido con Churchill salvo en su corpulencia. Sin embargo, y a medida que avanza el telefilme se produce el milagro y Gleeson se convierte en Churchill. Solo que su gesto de bulldog obstinado resulta más relajado y bonachón.

¿Mejor Albert Finney o Rod Taylor interpretando al hombre que popularizó la V de Victoria?

Son distintos. Encarnaciones de un mismo hombre cuyos años juveniles asumió Simon Ward en El joven Churchill, una película que vi en la primavera de mi vida y de la que ya apenas recuerdo

Para disipar tonterías me sumerjo en el blog de Víctor Conde, Historias del metaverso.

Conde sí que podría ser considerado como nuestro escritor de fantasía y ciencia ficción más consolidado, aunque entiendo que su literatura es eso, literatura con todas sus letras. Al margen de géneros.

Víctor Conde anuncia en su bitácora que prologará una novela de uno de esos escritores de anticipación que me dejaron huella: Alfred Bester.

Si no han leído El hombre demolido y Las estrellas mi destino están lo que se dice tardando.

Por otro lado, Sabas Martín interviene este lunes, 1 de abril, en las Tertulias Literarias de la UNED. El acto comenzará a las 19 horas, y tendrá lugar en su salón de actos, calle de San Agustín, 30, La Laguna.

Termina la Santa Semana con ese impertinente cambio de hora que a los que son de mi clan les perturba el alma.

Agradezco que el día sea más laaargo pero no dejo de sospechar que me roban un poco de existencia con el adelanto de la hora.

Otro día les cuento sobre los cuatro episodios de la serie Doctor Who, la más longeva de la historia de la televisión, que se rodaron en estas islas desafortunadas, abandonadas de la mano de los dioses.

Saludos, que tengan feliz semana, desde este lado del ordenador.

El pato mexicano, una novela de James Crumley

Jueves, Marzo 28th, 2013

No creo que a estas alturas los iniciados discutan que James Crumley fue uno de los mejores escritores de novela negra de todos los tiempos. Es una pena, no obstante, que haya sido publicado con tantas reservas en este país, probablemente porque Crumley fue un salvaje del género:  un oso gigante que entró por el cada día más estirado departamento negrocriminal para transformarse en una de sus voces más radikales (con k) y por ello más auténtica y necesaria.

Un tipo, el Crumley, que entre tanta violencia desordenada supo revelarnos un corazón tierno, necesitado de empaparse de alcohol y otras sustancias prohibidas precisamente para que no le hicieran más daño a su lado inevitablemente sentimental.

La colección Serie Negra de Ediciones RBA acaba de poner a la venta otra novela de Crumley, El pato mexicano, título que se suma a la lírica El último buen beso.

Para rastreadores, advertir que hay dos novelas más de James Crumley publicadas en nuestro idioma; esa obra maestra que es Un caso equivocado (colección Etiqueta negra, ediciones Júcar, 1990) y Uno que marque el paso (Gran etiqueta, ediciones Júcar, 1990), ambas traducidas por Roger Wolfe, y dos novelas radicalmente distintas.

La primera, Un caso equivocado, está protagonizada por el detective privado Milodragovitch, alcohólico crónico que nada más aparecer una clienta por la puerta de su despacho piensa: “Decidí que esta mujer me gustaba. Quizá más de lo que debería, a tan corto plazo. Cualquiera que fuera su problema me propuse consolarla hasta que se diera cuenta de que no podía hacer gran cosa por ella” claro que “como la mayoría de los hombres que beben demasiado, me había pasado la mayor parte de mi vida considerando mi sombrío futuro.”

Uno que marque el paso es, por el contrario, una novela de marcado sesgo autobiográfico, un título inspirado por muchas de sus experiencias como combatiente en Vietnam, aunque gran parte de la acción se desarrolla en una base estadounidense en Filipinas donde un grupo de soldados espera ser enviado al matadero mientras se emborracha y se va curtiendo en la amarga escuela del cinismo.

Uno que marque el paso es un punto y aparte en la carrera de Crumley como escritor, un escritor tejano de nacimiento aunque hijo adoptivo de Montana que prescindió de su notable y ácido sentido del humor para transformarse en un narrador oscuro, que sacó a pasear sus demonios más ocultos con descarnada sinceridad en esta novela de urgente relectura.

Llegué a Crumley sin embargo hace tres años con la estupenda El último buen beso (1), novela que nos cuenta en primera persona C. W. Sughrue, ex oficial del Ejército, como Crumley, alcohólico y mujeriego como el mismo Crumley.

Al margen del caso que debe de resolver, lo mejor de esta novela es la mirada escéptica pero teñida de divertida y resignada ironía con la que Sughrue contempla su existencia así como la de quienes le rodean.

Y todo ello sin perder un aliento épico pero también dolorosamente inevitable de que los perdedores serán siempre perdedores aunque alguien pudiera pensar lo contrario.

Novela de carreteras, El último buen beso es además un brutal corte de mangas a una sociedad podrida desde sus cimientos, lo que no quita de estrafalaria poética su retrato sobre el fracaso. Un fracaso que expresa con cruda verdad, evitando mentiras morales y ajustes de cuentas.

No, en Crumley el fracaso debe interpretarse en todo caso como una liberación con tonos crepusculares en la que su protagonista, cada vez más alcoholizado, nunca pierde sin embargo la noción de sí mismo.

En una de las decisiones más acertadas de la colección Serie Negra de RBA, se recupera ahora otro título protagonizado por Sughrue del gran Crumley. Y escribo bien lo de acertada decisión porque cualquiera de las novelas de este escritor resulta radicalmente diferente a las que hoy por hoy se publican en ese género tan maleable como es el policiaco.

Sughrue no es ninguno de los detectives privados y mucho menos un policía con problemas de conciencia que hoy salpica la literatura negra, una forma de hacer literatura que ha terminado por domesticarse a los dictados del mercado o bien por imitar, y mal, a sus venerables clásicos.

El pato mexicano (2) es otra novela de carreteras, investigación que emprende un politoxicómano Sughrue para encontrar a la supuesta madre de un motero traficante de drogas.

Por el camino conocerá el amor, por el camino volverá a reencontrarse con camaradas de esa guerra olvidada que fue la de Vietnam, y por el camino no tendrá más remedio que hacer extrañas alianzas con personajes que dan mucho miedo.

Y todo ello narrado con la peculiar voz de un hombre, C. W. Sughrue, que observa su alrededor con mirada irónica, mezcla de una explosiva combinación de maría jamaicana, cocaína colombiana y ríos de alcohol.

Delante y detrás, agentes del FBI, de la DEA, narcotraficantes mexicanos y carreteras que se transforman en una metáfora errática de la vida.

Mientras las ruedas de la furgoneta pisan el asfalto, Sughrue da repaso a su existencia. En ningún momento duda en dejar el volante sino que a medida que nos acercamos al final del relato lo pisa más fuerte, casi como si quisiera mandar todo a la mierda.

Un nihilismo que no deja de resultarme atractivo en unos tiempos donde todo se desmorona y hay que mantener la sonrisa aunque el filo del cuchillo roce tu tembloroso cuello…

Así que leo a James Crumley y despierto.

“- ¿Y recuerdas las reglas?

- Si lo ensucias, lo limpias. Si lo rompes, lo arreglas. Si la cagas, te largas.- recitó Jimmy.”

Palabra de James Crumley, el amo.

(1) Traducción de Marta Pérez Sánchez.

(2) Traducción de Antonio Iriarte

Saludos, “no llamó nadie, no entró nadie, no pasó nada, a nadie le importaba que me muriera o me fuera a El Paso.” (La ventana alta, Raymond Chandler), desde este lado del ordenador.

Las miserias de la guerra según Pío Baroja

Miércoles, Marzo 27th, 2013

Es Miserias de la guerra de Pío Baroja –volumen reeditado recientemente por Alianza Editorial en su colección de bolsillo a un precio asequible en unos tiempos donde los libros ya no tienen precio asequible– un ensayo de novela cuya lectura provocará incomodidad en el lector.

De hecho, es un libro que parece que fue diseñado para perturbar a los defensores de la memoria histórica así como a las novelas y relatos que nos dejó escrito el maestro Baroja ya que la mirada que arroja sobre nuestra Guerra Civil, y concretamente sobre el Madrid de aquella Guerra incivil antes, durante y después de la contienda fratricida, es la visión de un hombre tremendamente individualista que no quiso casarse ideológicamente con nadie; aunque estas Miserias de la guerra, subtitulada Satunarles, sean más una colección de estampas que tiran a dar en la línea de flotación de una II República aún idealizada por unos y detestada por otros, cuyo gobierno fue incapaz –son palabras de Baroja– de poner orden para evitar la debacle que finalmente se cernió sobre las tierras de España.

Escrita con la convicción de que este país no tiene remedio, Miserias de la guerra es un libro con aparente desorden pero escrito como la mayoría de los libros de Baroja, con una sencillez y una improvisación que desarma.

El autor se camufla tras dos protagonistas para narrar una serie de hechos que, inevitablemente, ponen de manifiesto el caos republicano, y así da voz a Carlos Evans, militar y diplomático inglés; y Bernabé Williams, chófer de la misma embajada, con la pretensión de que sean testigos neutrales de la tragedia española.

Describe Baroja a Evans como un hombre de “carácter desapasionado y tranquilo, y la indiferencia fingida con que escuchaba las opiniones que más pudieran herir su sensibilidad, le permitían ocultar sus intimidades de una manera perfecta. Al miso tiempo, sabía enterarse con prudencia de cuanto le interesaba, todo ello sin llamar la atención y sin escandalizar a nadie.” Mientras que el dibujo que propone de Williams es el de un joven nacido en Río Tinto, “hijo de inglés y de andaluza, hablaba los idiomas de sus padres desde la infancia.”

A través de estos dos personajes “neutrales”, Baroja escribe el relato de una guerra que no vivió, ya que se encontraba en el exilio, pero se preocupa en despojar de heroísmo la resistencia de la capital de España a la que dibuja como una ciudad tomada por bandos extremos, bandas de pistoleros e injusticias que sin llegar al lírico dramatismo de derechas de Agustín de Foxá en su Madrid, de corte a checa, sí que refleja el ambiente de descomposición y terror que dominó la villa durante los primeros meses de la guerra.

El escritor vasco no desea posicionarse con nadie, aunque carga las tintas sobre los grupos de anarquistas y comunistas que aplicaron su peculiar sentido de la justicia social por las calles madrileñas mientras el gobierno era incapaz de serenar los ánimos. De poner orden entre tantas ganas de revancha.

Pese a su discurso pro nacional, Miserias de la guerra fue un título que permaneció durmiendo por culpa de la censura franquista hasta 2006, fecha en la que la novela fuera recuperada e injustamente relegada al ser considerada una obra menor del autor de Zalacaín el aventurero, así como un título que pese a su neutralidad se escora inevitablemente hacia el lado de los vencedores. Ello podría explicar que su resonancia apenas trascendiera en aquel entonces, y que su publicación ahora en edición de bolsillo pase desapercibida para muchos lectores aficionados a leer novelas ambientadas en uno de los peores periodos de la historia de España.

Nada más comenzar la novela, Baroja hace preguntarse a Carlos Evans: “¿Quién triunfará? No lo sé. Dependerá de las fuerzas de unos y de otros, y de la actitud del extranjero. Falangismo y comunismo son entelequias que no tienen gran valor práctico, pero son banderas que llevarán las fuerzas a un lado o al otro.”

Más adelante, le hace decir: “La verdad es que el español es terco en estas cuestiones de política. Es terco y feroz y disimulado cuando le conviene.”

Respecto a la clase política concluye por boca de su personaje: “Estos políticos españoles que pasan por hábiles, son torpes y hasta cándidos. Sin son revolucionarios, yo creo que son como niños, unas veces cándidos y otras veces brutos, pero nunca hábiles. Un francés o un italiano les dan cien vueltas.” Y añade más adelante: “Parece que se han abierto los parques y se han dado armas de fuego a todos los que la pedían. Es un disparate, porque es entregarse al capricho de la masa popular que procede por impulsos del momento.”

España, resalta Evans, “ya no tiene, desde hace muchos años, genialidad ninguna. Resulta un país pesado, turbio, sin gracia. Hasta los toreros se han vuelto patosos como dicen aquí.”

Miserias de la guerra está trufada de otras tantas reflexiones patibularias, donde el noventayochista escritor que fue Baroja pone de manifiesto su dolor por España con marcado acento desesperado.

Los iniciados en la literatura barojiana se han apresurado en asegurar que no se trata Miserias de la guerra de uno de los mejores títulos de su producción, pero como novela desordenada sí, pero como novela donde vuelca su escepticismo al carácter que nos define como nación, Miserias de la guerra es un título que funciona como referente para estudiar desde el punto literario lo que significó la gran tragedia española. Tan grande, escribo, porque todavía continúa dividiendo en dos mitades este país que parece que no perdona aunque olvide con tan pasmosa facilidad la razón de que no perdone.

Que no busque nadie entonces en Miserias de la guerra aliento épico en los derrotados ni en los vencedores. Sino brutalidad extrema la que ejercieron con aplastante igualdad ambos bandos enfrentados. Baroja concluye, amargado, que al final las víctimas son las de siempre, y los que se salvan los que al margen de ideologías nacieron con un fuerte sentido de la oportunidad.

Las críticas más encanalladas de Baroja van dirigidas a la clase política republicana y a los hombres y mujeres que formaron las improvisadas partidas anarquistas y comunistas que se dedicaron los primeros años de la guerra a limpiar las calles de Madrid de elementos indeseables, los famosos fachas. Muchos de los cuales, recalca Baroja, eran hombres y mujeres inocentes a los que el rencor cainita les sentenció a muerte nada más estallar el conflicto.

No, no resulta para nada cómoda la lectura de Miserias de la guerra, una novela en la que, entre otros personajes mal parados, se encuentra Agapito García Atadell, gángster de izquierdas que se dedicó a dar paseos y desvalijar con la tristemente célebre Brigada del Amanecer las casas de los ricos para aumentar su patrimonio personal y que sería detenido por los nacionales cuando el barco en el que huía hizo escala en el puerto de Santa Cruz de La Palma; y Guillermo Ascanio, militante del Partido Comunista de origen gomero a quien describe como persona de gatillo fácil.

Sean o no ciertas estas denuncias que pone en boca de sus dos protagonistas, Carlos Evans y Bernabé Williams, Miserias de la guerra es un libro de obligada lectura siempre y cuando queramos entender hasta donde puede llegar el desatado carácter español.

Un pueblo ciego, más cercano a los dos hombres que esperan molerse a palos que inmortalizó en cuadro Francisco de Goya, que a apostar por la educación  y la cultura, a democratizar sus siempre encendidos sentimientos.

Uno concluye, pese a que haya arrugado más de una vez el entrecejo leyendo esta novela, que efectivamente España es un país que nunca tuvo remedio.

Saludos, entramos en Santa Semana, desde este lado del ordenador.

Cine de explotación con acento canario: Oro rojo, una película de Alberto Vázquez Figueroa

Martes, Marzo 26th, 2013

Alberto Vázquez Figueroa además de escritor probó también ponerse tras las cámaras en dos películas que siendo fallidas, resultan cuanto menos trabajos interesantes para calibrar el universo personal de su autor.

Se tratan, además, de dos cintas –Oro rojo y Manaos, esta última basada en una novela del mismo Vázquez Figueroa– que respiran ese aire de salvaje libertad con la que observo ahora la década de los años setenta del pasado siglo XX. Productos muy pegados a las modas que en aquel entonces imperaba en lo que se conoce como cine de explotación –personajes de una pieza, erotismo y violencia– que vistas con la perspectiva que da los años permite aproximarse a unos tiempos que todavía estaban marcados por la rudeza.

Desgraciadamente, Manaos (1979) no pasa la prueba del algodón aunque sí que encuentro destellos y una audacia insólita que la hace nuevamente visionable Oro rojo (1978), un filme realmente atípico en el cine comercial de bajo presupuesto que se rodó en aquellos años y filmado íntegramente en los agrestes paisajes de Lanzarote.

Protagonizada por Alfredo Mayo, Hugo Stiglitz (ahora tan reivindicado gracias a Quentin Tarantino); Isela Vega, José Sacristán y Patricia Adriani, entre otros, la película de Vázquez Figueroa se desarrolla en una isla inexistente, Providencia, dominada por una familia, Los Almeida, que ha hecho su fortuna esclavizando a sus habitantes extrayéndoles la sangre, de ahí el título del largometraje y, paralelamente, la confusa pero interesante historia de un hombre que, tras escapar de unas salinas donde cumpe condena sin que se explique la razón de esa condena, pretende llevar algo así como la justicia social a ese territorio que gobierna con mano de hierro los miembros del clan Almeida, protegidos por un batallón de guardaespaldas que ¡¡¡vestidos de negro comos pistoleros del lejano oeste!!!, son conocidos por los explotados de esa isla como gorilas.

Oro rojo quiere construirse así como una metáfora que si destaca por algo es por la cobardía, o el instinto de supervivencia de su protagonista. Dispara por la espalda a uno de los Almeida sin que se le despeine la melena; sale corriendo como si llevara el diablo por dentro ante cualquier atisbo de peligro que se le cruce por el camino.

Entre los muchos atractivo de esta película, siempre y cuando se vea con estómago de hierro y se caiga rendido a su delirio, es la huida que emprende el héroe dejando tras de sí a un compañero de fugas, y su llegada a un pequeño islote habitado por dos hermanas que tiene, así lo quise ver, referencias a las Odisea.

Durante su estancia, y cosas de la naturaleza, el hombre pronto despertará los instintos dormidos de una de ellas (Isela Vega) mientras le dan de comer y aprovecha para reparar una vieja embarcación con la que espera regresar a los dominios de los Almeida.

Puesta así las cosas, es inevitable que se produzca la primera y tórrida escena de sexo al aire libre que propone la película, y que supuestamente une los destinos de Hugo Strilitz, el héroe, con una de las mujeres al tiempo que despierta –en otra de las escena más delirantes de este delirante y precisamente por ello atractivo filme– el odio furibundo de la hermana, interpretada por Terele Pávez, quien machete en mano solo quiere  castrarlo. Así, con todas sus letras.

En este aspecto, Oro rojo es una película con una extraña fascinación, que se mueve más por los instintos que con la cabeza, lo que engrandece lo que otros ojos solo podría interpretar como ridículo.

Articula además un discurso denuncia que gira en torno a explotados y explotadores, y  funciona, pese a su desorden y temo que involuntariamente, como producto que critica el hecho de habitar una isla condenada a que las cosas permanezcan como están.  A despreciar ese inmovilismo resignado que caracteriza a los explotados de Providencia, gentes a las que literalmente se le quita la sangre.

El mismo Vázquez Figueroa reflexionaba en un artículo que fue publicado en El País y con el título de Antecrítica de Oro rojo sobre su primera experiencia como director cinematográfico: “Los errores, que son muchos, los encontrará cada espectador, según sus propios gustos: Inexperiencia en el manejo de los actores o de la cámara, falta de ritmo o carencia de hilación entre una secuencia y la siguiente… No lo sé. Si lo hubiera sabido, no hubiera cometido tales errores, por supuesto. En conjunto, mi opinión es que he obtenido una película al 80% de lo que esperaba obtener antes de empezar, lo cual no es mal porcentaje, a mi modo de ver, tratándose, como digo, de la primera. Bien es cierto que he contado con uno de los mejores equipos técnicos y artísticos que se han puesto en este país al servicio de un director novel.”

Lo que justifica, quiero entender que, efectivamente, poco o nada hay que objetar del trabajo técnico y artístico de la película.

La isla de Lanzarote adquiere una belleza plástica que se debe al oficio del operador José Luis Alcaine, y en cuanto a los actores todos cumplen con su cometido como profesionales que son.

Me encanta, en especial, la labor que desarrollan un nomelopuedocreer José Sacristán y una siempre inmensa Terele Pávez, también esa tendencia que tiene el escritor y cineasta por romper moldes y resultar políticamente incorrecto.

Y todo ello explorando un territorio ficticio que transmite una sensación de pobreza demoledora que, lamentablemente, Vázquez Figueroa no acierta a desarrollar cuando apuesta por lo convencional en detrimento del carácter pesimista que planea en toda su historia.

El filme de todas maneras y pese a que no se sostenga, reúne un puñado de escenas asombrosas, en los que se ve algo de talento detrás de las cámaras, y entregado así a la causa digamos que hasta se le perdona algunos diálogos de chiste y situaciones que se resuelven con desconcertante idiotez.

Confieso de todas formas que dentro de esa corriente de cine malo que tanto gusta a mi corazón cinéfago cuando deja descansar su lado cinéfilo, sí que he encontrado en Oro rojo una película arriesgadísima y muy personal. Cien por cien Vázquez Figueroa, uno de los pocos escritores españoles que supo en sus primeras novelas revolucionar en España un género por el que siento tanto aprecio como es el de la aventura.

Entiendo así Oro rojo como la gran película frustrada de aventuras que es. Un producto muy lastrado por su empeño en ser convincente y su pretensión por armar una historia que además de sexo y violencia tuviera mensaje.

Ya saben, los explotadores extraen literalmente la sangre a los explotados.

Vampirismo real que puestas así las cosas y objetivamente, hace de Oro rojo una película de obligadísimo visionado en estos tiempos que corren.

Uno se ríe con sus torpezas, pero no deja de inquietarle que su denuncia le resulte tan estrafalariamente actual.

Saludos, buscando en el baúl de los recuerdos, desde este lado del orden ordenador.

La felicidad amarga, una novela de Pablo Martín Carbajal

Lunes, Marzo 25th, 2013

A uno siempre le gusta volver a los lugares del pasado, o al menos a mí me gusta; es como ver fotos antiguas, aquello que vivimos justifica lo que somos hoy, o tal vez al contrario, lo que somos hoy justifica por qué en su momento actuamos así. Quizá a muchos esto último le parezca extraño, y más bien podrían pensar que somos los que somos por aquello de que vivimos, y se quedarán simplemente ahí, sin necesidad de justificar acciones de otro tiempo de la que quizás otros sí tengamos necesidad.”

(La felicidad amarga, Pablo Martín Carbajal. Ediciones Irreverentes)

Pablo Martín Carbajal presenta La felicidad amarga, título en el que explora algunos de los temas latentes en La ciudad de las miradas, a mi juicio su mejor título en lo que todavía continúa siendo una bibliografía escasa pero en la que ya se aprecia constantes, intenciones, desenmascaramientos dolorosos y no tan inocente –como pudiera parecer– que saben a un ajuste de cuentas, a necesidad de ser él mismo. Ya lo cantaba Harlan Ellison, ese extraño escritor de ciencia ficción norteamericano en uno de los mejores títulos del género de la anticipación: Tengo boca y debo gritar.

Con todo, La felicidad amarga me parece una novela meridianamente madura en la todavía incipiente trayectoria literaria de Martín Carbajal, claro que no quiero decir con esto que resulte la más redonda porque La felicidad amarga, título en el que propone un largo monólogo en el que da voz a Rafa, su protagonista, sabe a ratos pero sin su hondo dramatismo a Confesiones de una máscara, del maestro Yukio Mishima, un escritor que nos enseñó la épica de la derrota en esa pequeña obra maestra que es El marino que perdió la gracia del mar, y en la que concluye con inevitable resignación oriental que “la gloria como todo el mundo sabe tiene un sabor amargo.”

En este sentido, Pablo Martín Carbajal necesita seguir creciendo como escritor. Esto es que necesita creerse escritor y sobre todas las cosas desprenderse de los prejuicios y vicios que lastran aún, a mi juicio, lo que debe ser su identidad narrativa.

Me parece así que Carbajal todavía tantea, hace ejercicios, juega con una escritura que pide sinceridad, una marca si quieren a través de la cual identificarse y que sus lectores lo identifiquemos.

Y estos elementos, que percibo solo a ratos en La felicidad amarga, no terminan por dominar el contenido de una novela que sí, es intimista, pero que no logra mantener una coherencia global en el relato.

Un relato construido a base de recuerdos y en los que repasa con mirada demasiado generosa las relaciones de su protagonista con su entorno familiar e inocentemente crítica con el círculo de amigos que forjó en un periodo de la vida, como es la infancia y la adolescencia, también la primera juventud, que nos marca como personas.

Cuenta La felicidad amarga de todas formas con momentos que me sacuden por dentro, y este temblor, esa corriente eléctrica, me sabe a literatura porque entiendo que la literatura, la buena literatura, es la que consigue conmoverte, que consigas que seas feliz o te empape la tristeza con lo que lees, pero también es verdad que hay otros capítulos que dejan indiferente, que te parecen de relleno pese tratarse de un libro que apenas supera el centenar de páginas.

Pablo Martín Carbajal cuenta en La felicidad amarga la historia de un joven que busca desesperadamente su identidad. Reconocerse frente al espejo.

Tras pasar una larga estancia en el extranjero, su protagonista regresa a la isla, Tenerife, donde se da cuenta de la transformación que ha sufrido por dentro mientras intenta reencontrarse con esa felicidad inocente que da título a la novela para asumir finalmente que ya nada es lo que fue. O lo que era. Que todo cuanto vemos resulta efectivamente distinto cuando nos hacemos adultos y dejamos de ser niños. O nos obligan, mejor, a que dejemos de ser niños.

Planea así en La felicidad amarga un curioso e inquietante discurso en torno al fin del mito de Peter Pan, y de los distintos disfraces que a lo largo de nuestra existencia vamos asumiendo por imposición de cuanto nos rodea.

Martín Carbajal recurre para explicarlo con la metáfora de las muñecas rusas, objetos que ilustran estos procesos de cambio, un recurso literario legitimo pero que entiendo innecesario para dar grosor a esta historia de decepción resignada pese a su significado poético.

La decepción no es lo mismo que frustración. Y Rafael, el protagonista de la novela, no es un personaje frustrado sino un hombre resignadamente decepcionado consigo mismo. En este sentido, el escritor pone el dedo en la llaga aunque, paradójicamente, su protagonista asuma ese estado ante la vida para no decepcionar a los demás.

A mi me parece un discurso interesante, pero me resulta involuntariamente camuflado en el relato cuando –ese al menos ha sido mi caso– es con el que más me identifico y que el escritor solo recupera al final de la novela con el objetivo, presumo, de dar un giro no tan sorpresivo de 180 grados a lo que ha venido hasta ese momento desarrollando.

Donde se maneja muy bien Pablo Martín Carbajal es en el retrato de los miembros que componen su familia, personajes a los que observa con mirada teñida de nostalgia, y grupo que ha ejercido sobre su persona una cálida sensación de protección al educarlo entre algodones. Ello explica la obsesión de Rafael por salir de ese entorno e intentar ser él mismo en sus visitas a países castigados por la pobreza. No obstante, y sin que se explique, Rafael decide regresa a su hogar cargado de recuerdos y sensaciones. Materiales que han ido modelando un carácter que le hace entender que su pasado son un conjunto de recuerdos felices que ahora, y con la distancia de la edad, le resultan amargos.

Como lector me seduce la capacidad que tiene Martín Carbajal para retratar ese microcosmo familiar porque me reconozco en ese microcosmo familiar. También cuando Rafa se relaciona con sus viejos amigos y descubre que continúa cayendo en las mismas trampas en las que hemos caído todos los que de una y otra manera hemos vuelto al lugar en el que se encuentran nuestras raíces.

Hay un momento, especialmente revelador en la novela, en el que Pablo Martín Carbajal refleja esa sensación cuando su protagonista recuerda un juego de adolescentes como es el de verdad y consecuencia, pero es un destello que no repercute en el tono total de una novela que cuenta solo con destellos.

Se puede así entender que el protagonista esté harto de fingir antes los suyos porque tiene la necesidad de ser aceptado como es en sí mismo, pero desgasta que esa reacción natural alimentada por el miedo solo explote con accesos de rabia reprimida porque no salen del corazón sino de la cabeza. En este sentido, su personaje resulta demasiado cerebral lo que pone de manifiesto que le falte sustancia, cuerpo espiritual, eso que se llama alma.

En su aparente cripticismo, en su aparente intimismo, Martín Carbajal salpica la novela con pequeñas claves que al modo de llave quieren ser determinantes a la hora de explicar la supuesta reconciliación que finalmente alcanza Rafa consigo mismo, pero su tragedia interior, su tortura fruto más de la cobardía y el miedo a no ser reconocido, hace que apenas te identifiques no ya con su tragedia sino con su obsesión silenciosa.

Obsesión que lo acompaña tras conocer el suicidio a pronta edad de uno de sus compañeros de escuela. Pero esta muerte cruel solo es un añadido más al cáncer de la culpa que se reproduce en su personaje protagonista, y a larga no resulta tan determinante como a mi juicio se merecía.

Pese a todo, La felicidad amarga es una novela agradecida en la que su autor da un todavía tímido paso hacia adelante en su trayectoria como narrador. Un narrador que si encuentra finalmente su voz –esa voz con la que ha logrado a veces erizarme la piel pero que sin embargo reprime– promete un futuro en el que ofrecerá más de una sorpresa.

Saludos, luce el sol, desde este lado del ordenador.

Dando las notas

Domingo, Marzo 24th, 2013

* Se está preparando encuentros con escritores canarios con el objeto de fomentar la lectura en las dos bibliotecas públicas de Canarias, acercando al escritor a los lectores a través a de debates en los que se plantean, entre otros temas, todo cuanto rodea al hecho de la creación. Todavía no se ha definido que autores formarán parte de este ciclo, pero es casi seguro que el programa se presente coincidiendo con el Día del Libro, el 23 de abril, y que se celebre un debate al mes hasta finales de año, lo que significaría nueve encuentros si el ciclo no tomara vacaciones durante los meses de verano. Así lo transmitió el director general de Cooperación y Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias, Aurelio González, a El Escobillón, quien aseguró que pretende que el ciclo cumpla, entre otros objetivos, “generar el hábito lector en el público.”

* El escritor tinerfeño Mariano Gambín presenta su última novela, La Casa Lercaro, publicada en Roca Editorial y que cierra la Trilogía Ira Dei, en un acto que tendrá lugar el lunes, 25 de marzo, a las 20.30 horas en el Real Casino de Tenerife de Santa Cruz y en el que estará acompañado por este el editor de este su blog, El Escobillón. En La Casa Lercaro, Gambín vuelve a recuperar a los cuatro protagonistas de sus dos entregas anteriores, Ira Dei y El círculo platónico, personajes que se mueven en torno a varias intrigas cuyo epicentro se encuentra en la vieja mansión lagunera, hoy sede del Museo de Historia.

* Digital 104 está ofreciendo en la actualidad a editoriales y autores la realización de Booktrailers, trabajos en formato vídeo corto, similar al tráiler de cine, en el que se intenta captar la atención del espectador con el objetivo de convertirlo en lector del libro que se promociona. El primer Bookstrailers de Digital 104 se realizó en septiembre del año pasado, El último templario, de Wolfgang Stark, experiencia que pueden contemplar si pinchan este enlace.

* Seis compañías procedentes de distintos puntos del país participan en la duodécima edición de Mueca, el Festival Internacional de Arte en la Calle de Puerto de la Cruz que se celebra en la ciudad turística del norte de Tenerife (Islas Canarias) del 10 al 12 de mayo. De Granada procede la compañía Vaivén Circo, que presenta en Mueca el espectáculo Do Not Disturb. No Molestar; el funambulista madrileño Víctor Sánchez, de la compañía Circovito presenta el espectáculo Equilibrando ilusiones mientras que la compañía catalana Elegants ofrecerá Cabaret Elegance y PAI, de Zaragoza, Noticias de la Isla. Por último el contador de cuentos valenciano Félix Albo y el músico grancanario Carlos Oramas estrenan en Mueca el espectáculo Sexo ma non troppo y el mago Miguelillo y Miguel Romero, de Salamanca, desplegará su talento en las calles del Puerto de la Cruz.

Saludos, eso es todo, desde este lado del ordenador.