Novela y memoria sobre la guerra (in)civil en Canarias

Sábado, Julio 18th, 2020

NOTA: Este artículo actualiza el titulado en su día (6-VIII-2011) Novela y memoria sobre la Guerra (in)Civil en Canarias porque desde ese entonces se han publicado otras novelas y cuentos relacionados con este periodo de la Historia en las islas. En este aspecto y salvo las aportaciones que hacemos, el texto se mantiene prácticamente igual al que fue publicado en su día.

Canarias cuenta con una interesante producción literaria sobre la Guerra Civil en la que se mezcla ficción y memoria a partes iguales. Estas líneas solo pretenden orientar al lector sobre algunos títulos que considero, a mi juicio, recomendables para hacerse una idea de lo que podríamos llamar “nuestra peculiar literatura sobre aquel conflicto”, siendo conscientes que nos dejamos muchas obras en el tintero.

Se trata pues de un artículo que no nace con vocación investigadora ni de análisis, sino como guía de una serie de volúmenes que merecen ser recuperados por todos aquellos que estén interesados en conocer cómo desde los territorios de la imaginación y también del testimonio se nos ha contado con mejor o peor fortuna el drama de la Guerra Civil a este lado del Atlántico.

Para quien les escribe si hay tres títulos claves sobre este oscuro periodo de nuestra historia son El barranco, La prisión de Fyffes y Luchar por algo digno, de Nivaria Tejera, José Antonio Rial y Pedro Víctor Debrigode, respectivamente. No puedo olvidar Sima Jinámar del periodista y escritor José Luis Morales, entre otros.

El barranco de Nivaria Tejera es un emotivo y desolador relato a medio camino entre la ficción y la memoria. La acción se desarrolla en La Laguna a principios del alzamiento y está contada a través de los ojos de una niña que asiste a la detención de su padre por ser afín a la II República, lo que supone una fractura para su infancia así como para la familia.

El barranco es para el especialista Claude Couffon la primera novela en español sobre la Guerra Civil, una reflexión muy discutible ya que se publicó antes en francés (Lettres Nouvelles, 1958) que en castellano.

El exilio interior es una de las grandes constantes en la producción literaria de su autora. Mujer que tras abandonar las islas con su familia recaló en Cuba, donde abrazó en su juventud los principios de la revolución cubana liderada por Fidel Castro hasta que ésta se escoró –ya sin máscaras– hacia el socialismo.

En una entrevista que mantuvo con el autor de este artículo (1) Nivaria Tejera reveló que una de las causas que la motivaron a escribir El barranco fue “la necesidad de despejar ese mundo interior que está tan intrincado en mi personalidad. Sentía, además, la poesía que podía extraer de todo aquello. Mi intelecto ya estaba establecido y me pareció que era un elemento de trabajo intenso para que comenzara a escribir.”

Y añadía: “Afortunadamente nunca perdemos la infancia. Lo que sí me costó fue llevarla a una posible lectura, a una escritura, a un estilo porque ya entonces quería crear un estilo agarrándome a esa terrible memoria infantil.”

La prisión de Fyffes de José Antonio Rial narra el encarcelamiento del autor en la improvisada cárcel que antaño había sido empaquetadora de plátanos y que se encontraba en aquel entonces a las afueras de la capital tinerfeña.

Novela testimonio y de ambiente carcelario, Rial escribe que mientras estuvo preso en Fyffes fue como “vivir en una cloaca” ya que los presos republicanos estaban hacinados y sobre todos ellos pendía la sombra de la muerte. En esta improvisada cárcel, el poeta Domingo López Torres escribiría el poemario Lo imprevisto, que fue sacado clandestinamente días antes de que hicieran desaparecer al poeta.

Precisamente e inspirado por la desaparición del poeta durante la Guerra Civil, Juan-Manuel García Ramos ha escrito El delator, una nouvelle aún sin publicar en la que estudia no solo a Domingo López Torres y su momento, sino también las circunstancias que condujeron a su captura por el ejército rebelde los primeros días del Alzamiento Nacional.

José Antonio Rial (San Fernando, Cádiz, 1911-Caracas, Venezuela, 2009) se exilió a Venezuela donde continuó escribiendo y colaborando en distintos medios de comunicación de ese país. Algunos de sus libros son Venezuela Imán Reverón, Jezabel, Segundo naufragio, Tiempo de espera y Las nereidas del faro.

Admirado por numerosos lectores aficionados a la novela de capa y espada de a peseta, Pedro Víctor Debrigode emplea también la ficción y la memoria en su antológica Luchar por algo digno. Obra que consta de dos partes, el primer volumen se desarrolla prácticamente en Tenerife donde el estallido de la Guerra Civil coge al protagonista mientras cumple servicio militar.

Las descripciones más estremecedoras del libro son las que se desarrollan en los barcos prisión anclados en el puerto de Santa Cruz de Tenerife y en los que el protagonista cumple con la ordenanzas militares mientras contempla como día sí, día no, muchos de los cautivos salen en pequeñas embarcaciones a alta mar para no regresar jamás.

Escrita sin florituras estilísticas, Luchar por algo digno (la segunda parte se titula El espía inocente) se trata a mi juicio de la mejor novela escrita hasta la fecha sobre la Guerra Civil en Canarias. Quizá porque se trata de la historia de un hombre que sin ideologías solo quiso vivir y que lo dejaran en paz.

Otro de los títulos más conocidos sobre aquella contienda fratricida escritos en y desde Canarias es Sima Jinámar, de José Luis Morales.

Según explicó el autor en una entrevista publicada en el diario El País, la novela la comenzó a escribir en la cárcel por dos razones: “la primera, que allí tenía tiempo. Y luego, que en aquella ocasión la novela actuaba como salida y reflexión en un momento de crisis ideológica que yo sufría, era 1969, con toda la universidad española. Intentaba, por un lado, hablar de esa realidad que para mí era tan cercana, la de las islas, y por otro, dar a todo esto universalidad, romper el localismo. Porque, al final, los problemas no son exactamente locales, ¿no? Entonces ensayé con el lenguaje canario, rural y con sus ritmos. Te llamará la atención que hay mucha redundancia, que para mí es dialéctica. Y para romper el realismo elemental aparecían algunos personajes atemporales, míticos, que rompen el tiempo y universalizan la ficción.”

La novela, reeditada en 2015 por Turpin Editores, recopila una serie de atrocidades de las que se habla aún en susurros en Gran Canaria.

Según Domingo Martín Sima Jinámar es el relato de un hombre al que “el sistema va engullendo. Y, aunque una de las habilidades de Morales es la de inventar topónimos (Anuwania, las Siete Mil Islas o Banicado son algunos nombres), a esta Sima le respetó el nombre original para que no quedara duda. Los setenta metros de profundidad de este tubo volcánico sirvieron de tumba para disidentes durante la dictadura julita, en la que transcurre la trama de la novela. Con tanto cadáver gritando historias, ‘intentaron dinamitarla después de la guerra, pero entonces la abrieron más’, recuerda José Luis Morales. ‘Es imposible dinamitar algo que es como una catedral de grande’”.

La Guerra Civil también ha producido otras novelas como La infinita guerra, de Luis León Barreto, y ha servido de inspiración para moldear el carácter de algunos de los protagonistas de sus historias en distintos escritores de la que ya se conoce como Generación 21 como son Víctor Álamo de la Rosa (El año se la seca, Campiro que y Terramores); Al sueño polar de golondrinas, de Álvaro Marcos Arvelo y Los días de Mercurio. La iniquinidad II y Los milagros prohibidos de Alexis Ravelo.

Álamo de la Rosa se basó en un conocido político herreño, Manuel Hernández Quintero, para su Manuel el huido de Terramores. El año de la seca se ambienta en el periodo de postguerra en el territorio mítico de Isla Menor (El Hierro) mientra que en Campiro que da noticias de todas aquellas personas que al estallar la guerra buscaron refugio en cuevas y tubos volcánicos para no convertirse en víctimas de la represión militar.

Álvaro Marcos Arvelo parte de la fuga que emprendió el poeta gomero Pedro García Cabrera junto a otros presos políticos desde el campo de prisioneros de Villa Cisneros a Dakar, Senegal, en 1937, en Al sueño polar de golondrinas, novela que discurre en dos tiempos, los años 30 y los actuales cuando llega un barco chatarra a Puerto Santo, universo imaginario del escritor y cuyo reflejo podría ser Tenerife y en cuyas oscuras bodegas viajan 152 inmigrantes subsaharianos.

En el otro extremo de la balanza se sitúa Alexis Ravelo, quien se despoja de la influencia de su investigador, el marino retirado Eladio Monroy, para narrar en clave muy negra una historia de venganza en la mejor tradición del género en Los días de Mercurio. La iniquinidad II, en la que su protagonista, un hombre del bando de los derrotados descubre un secreto bien guardado por parte de otro del bando vencedor. Ravelo insistiría en la Guerra Civil en Los milagros prohibidos, novela que se desarrolla durante lo que se conoció como Semana Roja en La Palma, única isla que permaneció leal a la II República esos días hasta la entrada de las tropas rebeldes y la huida de los “rojos”, los enemigos del nuevo régimen, al monte y a la costa. Javier Hernández Velázquez retoma el pasado cainita que supuso el conflicto en El fondo de los charcos e insiste en el mismo, aunque en sus páginas finales, en Baraka.

La Guerra Civil y la represión en Canarias mueve, por otro lado, la acción de La lista, de Juan Bosco, quien no se arruga en señalar con el dedo quienes fueron los asesinos y sus víctimas en La Orotava durante aquellos años. Juan Ignacio Royo Iranzo propone algo parecido, aunque en Santa Cruz de Tenerife en su interesante El fulgor del barranco. La capital tinerfeña en aquel tórrido verano de 1936 también es la protagonista de La maleta y el obelisco, de Andrés Servando Llopis.

Otras obras a destacar son Mientras maduran las naranjas, de Cecilia Domínguez Luis, novela que recupera la memoria de la Guerra Civil en las islas a través de los recuerdos de Sara, una adolescente que vive el golpe de Estado cuando tiene solo diez años y novela que cuenta con una primera parte,Y tú serás el río. La escritora insistiría en este tema en La sorriba, de momento su última novela y libro que se desarrolla durante la Guerra Civil y en una tenebrosa postguerra en Canarias. Este periodo y también desde el punto de vista de una mujer, se refleja en La prestamista, de María del Mar Rodríguez, que se desarrolla en la isla de La Palma en un arco temporal amplio, 1850-1946, y en la que se reflejan las grandezas y miserias de sus protagonistas y Felisa en su mudanza, de María Candelaria Pérez Galván, en la que se recrea la vida de dos jóvenes canarias que viven en un pueblo perdido en las montañas de la isla que deciden ir a la ciudad para labrarse una vida mejor.

Por otro lado, La fiesta de los infiernos, de Juan José Delgado, que ofrece una visión sobre aquellos años escrita desde el esperpento y, de manera tangencial, El árbol del bien y del mal de Juan José Armas Marcelo, novela que junto a Las naves quemadas le sirvió para fundar su imaginario universo de Salbago.

Luis León Barreto recurrirá también a la isla-símbolo, en su caso Tamarán, para La infinita guerra, en la que profundiza en las imbricadas raíces que tejió el poder para justificar la represión a la que sometieron a la población de las Islas nada más declararse la Guerra Civil mientras que el periodista y escritor grancanario Alfonso O’Shanahan es autor de Solsticio de verano, una novela de espías ambientada en la segunda mitad de los años treinta en Canarias que ha sabido envejecer con el paso del tiempo.

A caballo entre Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria se desarrolla en las postrimerías de la Guerra Civil Inmerso en la duda, de Agustín Quevedo Martín; Francisco Estupiñán aborda también aquel conflicto y la posición de la España franquista durante la II Guerra Mundial en El águila de San Juan, asunto en el que también indaga Daniel Pérez Estévez con La paciencia del peregrino mientras Eugenio Suárez Galván narra en Balada de la guerra hermosa la historia de dos canarios enrolados como soldados del ejército nacional en los campos de batalla que destrozan las tierras de la España peninsular.

Interés y mucho tiene la novela Vagos y maleantes, de Ismael Lozano, quien describe las dolorosas condiciones en las que vivían los presos (la mayoría de ellos homosexuales) en Tefía, Fuerteventura. Centro que mantuvo abierta sus puertas hasta inicio de los años sesenta.

Por otro lado, Agustín Carlos Barruz se preocupa en reflejar la represión y sus secuelas en Memoria de una isla sin memoria, que trascurre en Sacura, anagrama de Arucas, Gran Canaria mientras que la escritora Elia Barceló desarrolla la primera parte de El color del silencio en julio de 1936 en Canarias y Alberto Vázquez Figueroa retrata la feroz represión de los rebeldes en las islas en su novela Bajamar. Muy de refilón, Gererardo Pérez Sánchez sitúa uno de los capítulos de Historia desconocida de mis antepasados en este trágico periodo, concretamente en Güímar, localidad del sur de Tenerife.

También son de destacar El faro y la noche, de Selena Millares, en la que se cuenta el hallazgo las memorias de un oscuro poeta y profesor represaliado tras la guerra civil española

Otros títulos que pueden sumarse a esta relación son Episodios de la Guerra Civil y otros relatos, de Francisco Rodríguez Medina, autor también de El paseo de la muerte; Pedro Padilla Quintana y su En el azul y muy tangencialmente Jonathan Allen en la iniciática El conocimiento.

Novelas sobre los primeros años de la postguerra son Los amores perdidos, de Miguel de León y Guad, de Alfonso García-Ramos, sin olvidar La isla y los demonios, de Carmen Laforet y que transcurre en la capital grancanaria en los años 40.

En cuanto a libros de memorias destacan Añoranzas prisioneras, del anarquista Antonio Rodríguez Bethencourt, libro en el que se narra las aventuras de su compañero de presidio Antonio Tejera Afonso Antoñé; Memorias de un hijo del siglo, del socialista Juan Rodríguez Doreste; Once cárceles y un destierro, de Diógenes Díaz Cabrera; …Empieza a amanecer, de Constantino Aznar de Acevedo; Tránsito,de Elba García, memorias del escultor y empresario Bernardino García; Sin rencor. Memorias de un republicano, de Mauro Martín Peña; Semilla de memoria, de Francisco González Tejera; Cecilio Segura, alcalde y maestro replesaliado en la Guerra Civil, de Francisco Suárez Moreno y La luz infinita, de Amílcar Morera Bravo, título en el que este escritor y médico natural de La Palma incluye varios relatos sobre su experiencia como sanitario del ejército nacional en diferentes frentes de la península y De Gran Canarias a Dakar, memorias de Eduardo Suárez Socorro, quien describe en su primera parte el asesinato de su padre, diputado comunista durante la II República, en la capital grancanaria los primeros meses de la Guerra Civil.

También de un palmero es Con los parias de la tierra,memorias de quien fuera fundador de las Juventudes Comunistas de La Palma y destacado dirigente político durante la II República, Florisel Mendoza. Merece la pena citar también aunque no se trate de un libro de memorias Negrín y Canarias durante la Guerra Civil española, del especialista Sergio Millares Cantero y también una biografía sobre Guillermo Ascanio Moreno, miembro del partido comunista y uno de los organizadores del batallón Canarias así como de su periódico, Canarias libre, escrito por Jacinto Barrios Capilla.

(1) El Perseguidor (Diario de Avisos), número 23. Entrevista con Nivaria Tejera, “Ya no me siento exiliada en ninguna parte“.

FOTOS

1) Almuerzo de los militares golpistas en La Esperanza (Tenerife), dìas antes del golpe de Estado

2) Francisco Franco desfila junto al alcalde republicano José Carlos Schwartz y el gobernador civil Manuel Vázquez Moro

3) Presos republicanos hacinados en el Lazareto de Gando

Saludos, ¿eran otros tiempos?, desde este lado del ordenador

Avenida de los Gigantes, una novela de Marc Dugain

Lunes, Julio 21st, 2014

“- Eres un buen chaval, Al. No recuerdo que nunca me hayas montado una escena. Eres muy inteligente, incluso mi padre lo dice, eres bastante guapo y puedes ser tranquilizador cuando te tomas la molestia. Y ofrecer tranquilidad a una mujer es importante. Al, sobre todo para una mujer como yo que teme que su sombra se aburra menos que ella. Pero no tienes ningún deseo. ¿Por qué? ¿Cómo voy a saberlo? Cada vez que te hablo de deseo con mi cuerpo me hablas  de matrimonio con tus labios y te crispas como una estatua de cera. No soy tan intelectualmente sosa como parezco, Al.

- ¿Se lo has dicho a tu padre?

- ¿Qué?

- Todo esto.

- Ya te he dicho que no. Tengo la sensación de que es más importante para ti que yo. Sin él, te olvidarías de verme.

Pasamos una hora en silencio. Hay chicas en la que es fácil tomar el mutismo  por inteligencia y lamentarlo después. Wendy no era de ésas. Leía revistas de chicas de su edad, apacible, como si no se hubiera dicho nada esencial. La radio emitía música inglesa. Acabé marchándome.”

(Avenida de los Gigantes, Marc Dugain. Traductor: Joan Rimbau. Colección: Panorama de narrativas. Editorial Anagrama)

Hay libros que nada más abrirlos resulta imposible cerrarlos. Algo así pasa con Avenida de los Gigantes, de Marc Dugain, una novela turbadora y desconcertante, pero también insólitamente serena al abordar la mente de un asesino serial que está inspirado en un monstruo real. Cuenta la historia de Al Kenner,  un ogro de más de dos metros y con un coeficiente intelectual similar al de Albert Einstein.

No estamos, sin embargo, ante la clásica historia protagonizada por un asesino serial que se las sabe todas, una especie de atractivo Supermán del mal como Hannibal Lecter, sino ante un relato que bucea con insólita precisión en el cerebro de un hombre para el que no existe ni el bien ni el mal.

Un tipo carente de afectos y bastante miedoso que se ha acostumbrado a mimetizarse con su alrededor y a pasar desapercibido entre los demás pese a sus más de dos metros de altura.

La vida de Al Kenner, viene a decir Dugain, es la vida de un hombre que ilumina su oscuridad preguntándose si está o no loco. Un monstruo con una preocupada e insistente moralidad en la que no hay sitio para lo bueno ni lo malo. Un técnico depredador que abusa de los débiles para combatir su demoníaca desidia antes de ponerle él mismo, ¿quién si no?, punto y final cuando se convence que ya está harto.

Marc Dugain tiene la habilidad de narrar el relato desde su desconcertante punto de vista, dando voz al asesino en su patético deambular existencial. Tumbos por el sendero de la vida mientras va dejando detrás un reguero de cadáveres. Ejecuciones que, juiciosamente, Dugain sugiere y no describe.

Casi como si fueran puntos suspensivos en la memoria de su protagonista, un tipo, Al Kenner, nacido en una familia quebrada y cuyos odios y rencores libera haciendo el mal entre los más inocentes. De fondo, y como una cantinela mecánica de hilo musical, su madre. Probablemente igual de manipuladora y depredadora que su hijo.

Mientras leo Avenida de Gigantes recuerdo, es inevitable, El asesino de la carretera, de James Ellroy, solo que la voz que emplea Ellroy es furiosa, catatónica y provocativa. En la novela de Dugain, serena. Y esa desarmante serenidad convierte Avenida de los Gigantes en un relato todavía más estremecedor. De esos que hacen mirar a un lado y al otro, y que te recuerda que, antes de que te vayas a acostar, cierres muy bien la puerta de la casa.

El asesino en serie de Marc Dugain, Al Kenner, resulta creíble. Cuenta cómo nace su instinto depredador –que en la novela eclosiona en la localidad de Santa Cruz, Californoa, durante los primeros años de la década prodigiosa, los sesenta, los años del haz el amor y no la guerra mientras todo el mundo sabía situar en el mapa Vietnam– y que siga lector su gradual camino hacia ninguna parte porque para Al Kenner no hay un sendero de baldosas amarillas.

Se puede leer Avenida de los Gigantes como una novela negra y de carretera, pero también como una novela a la que no hace falta ubicarla en un género por la regular hondura psicológica con la que Dugain arma a su protagonista. Un maníaco que a ratos es consciente de su locura, aunque esos destellos de lucidez no le quiten el sueño.

Al Kenner vive porque tiene que vivir, es un aburrido, y hace lo que hace por aburrimiento. Detesta muchas cosas pero sobre todo se detesta a sí mismo aunque al final de la historia ese quejica aburrido que no se cansa de hablar consigo mismo encuentre su lugar en el mundo. Un lugar en el mundo que no es otro que un espacio donde están empeñados en explorar su cerebro.

Avenida de los Gigantes es una novela que no se preocupa en preguntarse los por qué sino en contar el qué.

Marc Dugain evita juzgar moralmente a su protagonista, para eso escribe la novela desde dentro del monstruo, así que no propone ninguna negociación con el lector para que continúe adentrándose en la mente de un depredador que, pese a ser un aburrido, hace lo que hace. Impulsos asesinos que resuelve literalmente y no fragmenta en su imaginario particular.

Un hombre que solo se pone en acción cuando hace el mal. Un mal que sabe que es mal, aunque para él bien y mal sean solo estados de la conciencia que tienen los demás.

No sé si Avenida de los Gigantes es la gran novela que un escritor francés intenta escribir sobre el crimen en la cuna de la moderna democracia occidental, los Estados Unidos de Norteamérica, pero por intentos que no sean. Exploraba con otras claves, a veces coincidentes, el carácter de otro depredador en su biografía novelada sobre John Edgar Hoover (La maldición de Edgar), pero mejora en su retrato de Al Kenner –muy inspirado en el asesino serial Ed Kemper– al no desbordarle los acontecimientos personales y políticos que rodearon al fundador del FBI.

Ambos personajes, Hoover y Kenner, tienen sin embargo más de una cosa en común, como su enfermiza habilidad para el camuflaje

La novela de Marc Dugain se lee de un tirón, y son más de trescientas páginas de un largo monólogo interior que interrumpe en ocasiones por la tercera persona para devolver al lector a que sea, precisamente, un lector distanciado. Que contemple desde fuera a quien ahora conoce por dentro.

La lección solo provoca desasosiego y no sabes donde poner las manos. El retrato que Dugain hace de Kenner hipnotiza, descoloca, te obliga a que entiendas que ese monstruo de más de dos metros y un coeficiente similar al de Einstein es un hombre.

Y que te preguntas qué hacer con todos esos hombres y mujeres.

Esos hombres y mujeres que son un lobo para el hombre.

Según Marc Dugain,  Al Kenner tiene la respuesta.

Y a ti no te gusta.

Saludos, preferiría no hacerlo, desde este lado del ordenador.

El viento del diablo, una novela de Mariano Gambín

Jueves, Marzo 20th, 2014

Lugo intentó decir algo que insulflara ánimos en el grupo de desesperanzados combatientes, pero el áspero nudo de angustia que atenazaba su garganta no se lo permitió. Era la misma sensación que había tenido seis años antes, tras el desastre de Acentejo, durante la conquista de la isla de Tenerife.”

(El viento del diablo, Mariano Gambín, Roca Editorial)

Mariano Gambín alcanzó con tan solo tres novelas –Ira Dei. La ira de Dios, El círculo platónico y La casa Lercaro– algo insólito en las letras que se escriben a este lado del Atlántico: llamar la atención de una editorial nacional tras el éxito obtenido en las islas con los dos primeros títulos de una trilogía en la que la ciudad de La Laguna era un personaje más. Una ciudad que se mezclaba con sus protagonistas en frenéticos thrillers.

No era nuevo el experimento de Mariano Gambín, ya lo habían hecho amtes pero con otras claves Alberto Vázquez Figueroa y Jorge Rojas Hernández, entre otros, aunque la combinación del autor de Ira Dei. La ira de Dios resultó distinta al unir la Historia –en este caso la de la ciudad de La Laguna– con la actualidad en trepidantes y calcualdos relatos. Unos lo llaman  folletín y otros literatura de evasión.

Y eso es lo que ofrece Mariano Gambín, calculados y trepidantes relatos.

Las historias están bien alambicadas y su estructura facilita su digestiva lectura en capítulos cortos que animan a continuar con ella: propone misterio y acción. Invita a conocer qué sucederá después.

Y ese qué sucederá después se mantiene en El viento del diablo, un relato en el que Gambín cambia de escenario al no desarrollarlo ahora en La Laguna sino en el sur de Marruecos, concretamente en la laguna de Naila, una zona donde aún quedan restos de la Torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, construcción que fue erigida en 1496 por los castellanos para comerciar con las tribus de los alrededores así como para refugiarse cuando esas mismas tribus no venían en son de paz.

La nueva novela de Mariano Gambín se inicia con una descripción colorista de una batalla en la costa de Berbería en noviembre de 1.500. Un grupo de castellanos que capitanea Alonso Fernández de Lugo combate contra un enjambre de hombres

¿qué pasará?

La novela se sitúa ahora veinte años después en Las Palmas de Gran Canaria…

¿Por qué?

Porque ambos justifican el desencadenante de la acción que vendrá a continuación. Una acción que se traslada a nuestra siniestra actualidad y en una excavación arqueológica en la Torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña.

Allí se encuentra Marta, una de las protagonistas de las tres primera novelas de Gambín.

Pero hay más personajes.

La mayoría de ellos tras un objeto de la vajilla que Beatriz de Bobadilla hizo entrega a su esposo, Alonso Fernández de Lugo, y pieza por la que se interesa un frío terrorista islámico, marroquíes y una tribu de beduinos, algunos de cuyos miembros tienen extraños poderes.

La trama se complica con la aparición de un agente de la CIA y un comando del SEAL y con tropas del ejército y un detective de la policía marroquí, Hamidou Benkiran, que pide a gritos que el autor recupere en próximas entregas de su ciclo narrativo. Resulte éste lagunero o no.

No obstante, y por encima de los personajes que presenta Mariano Gambín en su novela, si algo destaca en El viento del diablo es su capacidad para crear atmósferas y la descripción de un paisaje, la laguna de Naila, que se nota que conoce.

Por otro lado, y como novela de acción y misterio, El viento del diablo funciona regularmente bien. Engancha desde el principio e incluso habrá algún lector agradecido por el cambio de escenario.

Llama la atención cómo Mariano Gambín combina realidad y fantasía –sobre todo en los acelerados capítulos finales de la novela–y su sentido del humor. Un humor que ya resulta seña de identidad en sus historias.

Se aprecia también que la combinación de estos elementos –los mismos que aparecían en sus títulos anteriores– están más trabajados. Como sin Mariano Gambín hubiera dado un paso hacia adelante en su ecuación literaria:

misterio más acción es igual a entretenimiento.

El orden de los factores no altera el producto.

Saludos, en el ojo del huracán, desde este lado del ordenador.

La felicidad amarga, una novela de Pablo Martín Carbajal

Lunes, Marzo 25th, 2013

A uno siempre le gusta volver a los lugares del pasado, o al menos a mí me gusta; es como ver fotos antiguas, aquello que vivimos justifica lo que somos hoy, o tal vez al contrario, lo que somos hoy justifica por qué en su momento actuamos así. Quizá a muchos esto último le parezca extraño, y más bien podrían pensar que somos los que somos por aquello de que vivimos, y se quedarán simplemente ahí, sin necesidad de justificar acciones de otro tiempo de la que quizás otros sí tengamos necesidad.”

(La felicidad amarga, Pablo Martín Carbajal. Ediciones Irreverentes)

Pablo Martín Carbajal presenta La felicidad amarga, título en el que explora algunos de los temas latentes en La ciudad de las miradas, a mi juicio su mejor título en lo que todavía continúa siendo una bibliografía escasa pero en la que ya se aprecia constantes, intenciones, desenmascaramientos dolorosos y no tan inocente –como pudiera parecer– que saben a un ajuste de cuentas, a necesidad de ser él mismo. Ya lo cantaba Harlan Ellison, ese extraño escritor de ciencia ficción norteamericano en uno de los mejores títulos del género de la anticipación: Tengo boca y debo gritar.

Con todo, La felicidad amarga me parece una novela meridianamente madura en la todavía incipiente trayectoria literaria de Martín Carbajal, claro que no quiero decir con esto que resulte la más redonda porque La felicidad amarga, título en el que propone un largo monólogo en el que da voz a Rafa, su protagonista, sabe a ratos pero sin su hondo dramatismo a Confesiones de una máscara, del maestro Yukio Mishima, un escritor que nos enseñó la épica de la derrota en esa pequeña obra maestra que es El marino que perdió la gracia del mar, y en la que concluye con inevitable resignación oriental que “la gloria como todo el mundo sabe tiene un sabor amargo.”

En este sentido, Pablo Martín Carbajal necesita seguir creciendo como escritor. Esto es que necesita creerse escritor y sobre todas las cosas desprenderse de los prejuicios y vicios que lastran aún, a mi juicio, lo que debe ser su identidad narrativa.

Me parece así que Carbajal todavía tantea, hace ejercicios, juega con una escritura que pide sinceridad, una marca si quieren a través de la cual identificarse y que sus lectores lo identifiquemos.

Y estos elementos, que percibo solo a ratos en La felicidad amarga, no terminan por dominar el contenido de una novela que sí, es intimista, pero que no logra mantener una coherencia global en el relato.

Un relato construido a base de recuerdos y en los que repasa con mirada demasiado generosa las relaciones de su protagonista con su entorno familiar e inocentemente crítica con el círculo de amigos que forjó en un periodo de la vida, como es la infancia y la adolescencia, también la primera juventud, que nos marca como personas.

Cuenta La felicidad amarga de todas formas con momentos que me sacuden por dentro, y este temblor, esa corriente eléctrica, me sabe a literatura porque entiendo que la literatura, la buena literatura, es la que consigue conmoverte, que consigas que seas feliz o te empape la tristeza con lo que lees, pero también es verdad que hay otros capítulos que dejan indiferente, que te parecen de relleno pese tratarse de un libro que apenas supera el centenar de páginas.

Pablo Martín Carbajal cuenta en La felicidad amarga la historia de un joven que busca desesperadamente su identidad. Reconocerse frente al espejo.

Tras pasar una larga estancia en el extranjero, su protagonista regresa a la isla, Tenerife, donde se da cuenta de la transformación que ha sufrido por dentro mientras intenta reencontrarse con esa felicidad inocente que da título a la novela para asumir finalmente que ya nada es lo que fue. O lo que era. Que todo cuanto vemos resulta efectivamente distinto cuando nos hacemos adultos y dejamos de ser niños. O nos obligan, mejor, a que dejemos de ser niños.

Planea así en La felicidad amarga un curioso e inquietante discurso en torno al fin del mito de Peter Pan, y de los distintos disfraces que a lo largo de nuestra existencia vamos asumiendo por imposición de cuanto nos rodea.

Martín Carbajal recurre para explicarlo con la metáfora de las muñecas rusas, objetos que ilustran estos procesos de cambio, un recurso literario legitimo pero que entiendo innecesario para dar grosor a esta historia de decepción resignada pese a su significado poético.

La decepción no es lo mismo que frustración. Y Rafael, el protagonista de la novela, no es un personaje frustrado sino un hombre resignadamente decepcionado consigo mismo. En este sentido, el escritor pone el dedo en la llaga aunque, paradójicamente, su protagonista asuma ese estado ante la vida para no decepcionar a los demás.

A mi me parece un discurso interesante, pero me resulta involuntariamente camuflado en el relato cuando –ese al menos ha sido mi caso– es con el que más me identifico y que el escritor solo recupera al final de la novela con el objetivo, presumo, de dar un giro no tan sorpresivo de 180 grados a lo que ha venido hasta ese momento desarrollando.

Donde se maneja muy bien Pablo Martín Carbajal es en el retrato de los miembros que componen su familia, personajes a los que observa con mirada teñida de nostalgia, y grupo que ha ejercido sobre su persona una cálida sensación de protección al educarlo entre algodones. Ello explica la obsesión de Rafael por salir de ese entorno e intentar ser él mismo en sus visitas a países castigados por la pobreza. No obstante, y sin que se explique, Rafael decide regresa a su hogar cargado de recuerdos y sensaciones. Materiales que han ido modelando un carácter que le hace entender que su pasado son un conjunto de recuerdos felices que ahora, y con la distancia de la edad, le resultan amargos.

Como lector me seduce la capacidad que tiene Martín Carbajal para retratar ese microcosmo familiar porque me reconozco en ese microcosmo familiar. También cuando Rafa se relaciona con sus viejos amigos y descubre que continúa cayendo en las mismas trampas en las que hemos caído todos los que de una y otra manera hemos vuelto al lugar en el que se encuentran nuestras raíces.

Hay un momento, especialmente revelador en la novela, en el que Pablo Martín Carbajal refleja esa sensación cuando su protagonista recuerda un juego de adolescentes como es el de verdad y consecuencia, pero es un destello que no repercute en el tono total de una novela que cuenta solo con destellos.

Se puede así entender que el protagonista esté harto de fingir antes los suyos porque tiene la necesidad de ser aceptado como es en sí mismo, pero desgasta que esa reacción natural alimentada por el miedo solo explote con accesos de rabia reprimida porque no salen del corazón sino de la cabeza. En este sentido, su personaje resulta demasiado cerebral lo que pone de manifiesto que le falte sustancia, cuerpo espiritual, eso que se llama alma.

En su aparente cripticismo, en su aparente intimismo, Martín Carbajal salpica la novela con pequeñas claves que al modo de llave quieren ser determinantes a la hora de explicar la supuesta reconciliación que finalmente alcanza Rafa consigo mismo, pero su tragedia interior, su tortura fruto más de la cobardía y el miedo a no ser reconocido, hace que apenas te identifiques no ya con su tragedia sino con su obsesión silenciosa.

Obsesión que lo acompaña tras conocer el suicidio a pronta edad de uno de sus compañeros de escuela. Pero esta muerte cruel solo es un añadido más al cáncer de la culpa que se reproduce en su personaje protagonista, y a larga no resulta tan determinante como a mi juicio se merecía.

Pese a todo, La felicidad amarga es una novela agradecida en la que su autor da un todavía tímido paso hacia adelante en su trayectoria como narrador. Un narrador que si encuentra finalmente su voz –esa voz con la que ha logrado a veces erizarme la piel pero que sin embargo reprime– promete un futuro en el que ofrecerá más de una sorpresa.

Saludos, luce el sol, desde este lado del ordenador.

José Luis Correa presenta hoy en Tenerife Blue Christmas, su última novela

Viernes, Marzo 15th, 2013

El escritor grancanario José Luis Correa presenta esta tarde, a las 19 horas, su última novela, Blue Christmas, sexto libro protagonizado por el detective privado Ricardo Blanco, quien en esta ocasión debe de investigar la misteriosa muerte de una anciana en su casa durante las fiestas de Navidad.

El lado más oscuro de Las Palmas de Gran Canaria, personajes consistentes y una trama negrocriminal hilada con mucho oficio son solo algunos de los elementos que Correa reúne en este volumen, editado por Alba Editorial.

El salón de actos de la Mutua de Accidentes de Canarias (MAC), en la capital tinerfeña, acogerá este acto, en el que intervendrá además de Correa, quien ahora mismo redacta estas apresuradas líneas.

Saludos, más vale tarde que nunca, desde este lado del ordenador.

Junio, una novela de Esther Terrón Montero

Viernes, Enero 4th, 2013

Tal vez como consecuencia de mi estado de sopor permanente ayer volví a perderme buscando el apartamento. Cuando me pierdo pienso: si encuentro la autopista estoy a salvo, si tomo la salida 78 llego a casa, pero temo que algún día me falle el truco. Cada vez es más difícil, cada vez es más difícil orientarse sobre un territorio en cambio continuo. “Debería hacerme con una carta celeste”, pienso a veces con una ironía no exenta de dramatismo. Hoy he visto un palmeral que ayer no estaba.”

(Junio, Esther Terrón Montero, colección Tid, Ediciones idea)

La rutinaria historia de una profesora que trabaja de lunes a viernes en un instituto localizado en el sur de una isla que podría ser cualquier isla aunque se sospeche que es Tenerife sirve de sustancia literaria para que Esther Terrón Montero debute con Junio en el panorama de las letras que se escribe en y desde Canarias.

Un título atípico, de todas formas, dentro de esa extraña república, porque en apenas unas doscientas páginas su autora ofrece una radiografía de la soledad y también de la resignación que descoloca, inquieta y también desarma. Un libro, Junio, que pese a sus irregularidades, tiene sello, autoría, así como un vigoro pulso narrativo que me hace sospechar el feliz nacimiento de una escritora cuya voz habrá que seguir atentamente en unos tiempos donde lo que se escribe carece, mayoritariamente, de voz.

Junio es una novela sobre el asombro y las apariencias, también la frustración en la que Terrón Montero explora en ocasiones con un notable y agudo sentido de la ironía, acerca de un individuo que observa una realidad cambiante, algo cínica y canalla también, desde dentro.

Se asiste así en Junio a un inquietante proceso de descomposición interna con mirada entomológica. Una mirada que, a mi juicio, compartimos muchos con independencia de cual sea nuestro sexo. Al mismo tiempo, se asiste al descubrimiento de una escritora a la que le interesa más indagar en la resignada metamorfosis que devora a su protagonista que a los elementos que giran como satélites a su alrededor.

Junio es una novela que cala por su inevitable desesperanza. También sobre el no movimiento. Una novela que si bien puede denunciar que vivimos en un mundo sin valores cuyo espectro se materializa en un paisaje en continúa transformación, como apunta la contraportada del libro, va más allá de estas señas de identidad que, más que orientar, quizá pudieran desorientar a un lector que llega a un texto en el que su protagonista termina finalmente disolviéndose con el entorno.

No hay redención en Junio sino un desesperado canto a la nada en el que habita una violencia soterrada donde su protagonista –voyeur, la mujer que mira pero que no interviene– asume su papel en un territorio en continua transformación y que termina por arrollarlo todo.

Las descripciones que Terrón Montero hace de esa autopista por la que transita casi parece como el itinerario diario hacia la antesala al infierno. O al menos a un purgatorio en el que solo se estimula la inutilidad y el fracaso. Ideas que la autora materializa en esa frustrante grieta que separa a dos mundos radicalmente opuestos: profesores y alumnos. Dos universos, curiosamente, tan parecidos pese a todo en su torcido y materialista sentido de la realidad.

Estos son solo algunos de los mejores momentos de un libro que, quien sabe si con intención de desdramatizar, añade también escenas con cierto aliento absurdo que en el relato, ignoro si voluntaria o involuntariamente, terminan por ser algo así como oasis, fuentes en la que parece que su protagonista se abastece para continuar con una existencia que solo brilla, y con destellos en blanco y negro, en la descripción –que incluye fotografías– de un viaje realizado a París, ciudad conocida paradójicamente como de La Luces.

Junio es una novela que genera desasosiego. Una novela donde la asfixia que sufre su protagonista araña también el ánimo del lector.

Una novela que transita por diferentes callejones –tiene algo de policíaco, pero que no determina el relato; tiene algo de fantasía absurda pero que tampoco determina el relato–  para confluir, finalmente, en un único camino, en una única autopista cuya ida y vuelta casi parece una condena existencial, un infierno en la tierra que el individuo asume con resignada soledad.

Entiendo así Junio como una novela sobre el pánico. Pero no tanto sobre el pánico ante la vida y sí ante lo que se ha convertido nuestra vida: una sucesión de rutinas que termina haciendo todos los días más o menos iguales.

Pese a que Junio sea una novela que no termina por encontrar su equilibrio y tampoco sus ambiciones, los momentos que contiene, la descripción valiente y sin pudor que hace de su protagonista y del miserable universo en el que se mueve, hace que estemos ante un título que va más allá del simple relato. Casi parece, en este sentido, un grito de alarma, un grito de advertencia. Un SOS que se pierde en esa autopista que parece que todos los días nos lleva al mismo sitio. Al mismo lugar. A repetir lo de siempre hasta el inevitable final.

A veces tengo la sensación de que el instituto es una imagen televisiva sin sonido. Desde luego no es porque no lo oiga, sino porque la temperatura, el olor a linóleo refrigerado y la visión de los chavales bamboleándose por los pasillos se me hacen piezas incongruentes.”

Saludos, todo cambia, nada permanece, desde este lado del ordenador.