Archive for Agosto, 2012

Ya digo, días extraños

Viernes, Agosto 31st, 2012

Agosto se muere.

Y muere demasiada gente conocida y reconocida en un mes en el que noticiosamente hubo devastadores incendios y la más que restauración, reinterpretación de un Ecce Homo que cada día que lo observo en la red hace que recupere una fe que ya creía perdida para enfrentarme al septiembre negro que nos espera.

Nunca, como hasta ahora, he asistido a un futuro tan incierto como el que dicen que nos aguarda.

Septiembre, ya digo, negro.

Es hora pues de desempolvar las cintas de catástrofes o la de esperar una invasión alienígena que logre lo que esta humanidad en peligro es incapaz de alcanzar cuando respira paz: unidad para acabar con un enemigo común.

En agosto emprendieron el extraño viaje Neil Amstrong, Chavela Vargas, Gore Vidal, Sancho Gracia, Harry Harrison, Carlos Larrañaga, Tony Scott, Joe Kubert y Bernardo Bonezzi, entre otros.

Con algunos mantuve buena sintonía. Los demás rostros que conocía por los papeles.

Mientras tanto se me rompen los pantalones. La cuenta en el banco mengua escandalosamente y pierdo el tiempo viendo películas en casa mientras soy consciente que me hago mayor porque últimamente me ha dado por leer todo lo que escribe John Le Carré.

Hablo el viernes con un amigo al que me encuentro subiendo una de las cuestas de la ciudad en la que vivo. Devora un helado que puede ser de fresa o de mora por su color sospechosamente rosado tirando a vino.

Palabras de salutación habituales.

La conversación gira a otros asuntos igual de pertinentes que el estado del tiempo –oh, qué verano más escandalosamente caluroso– como el de intercambiar nombres de amigos y conocidos a los que sus respectivas empresas han puesto en la puta calle.

- La Tati quiere irse ahora a Colombia a buscarse la vida.

- Hace bien, allí venden buena farlopa.

- Pero, pero ¿qué dices?

- Tonterías. ¿Qué libro estás leyendo?

- Uno que trata  de un viejo que acaba de cumplir cien años y que solo piensa en vivir su vida. ¿Y tú?

- A John Le Carré. Me estoy haciendo viejo.

De los libros pasamos a películas.

Me recomienda con la misma fe del converso que vea el montaje del director –como desteto eso de montaje del director– de El reino de los cielos, de Ridley Scott.

- No, gracias.- respondo.

- No tiene nada que ver con la versión que circuló en los cines.- me anima.

- No, thanks.

Ignoro si es por El reino de los cielos, pero la conversa gira ahora en torno a la muerte.

Le pregunto así si no sería mejor venir al mundo sabiendo tu fecha de caducidad.

Y cuando planteo la cuestión recuerdo La fuga de Logan, que fue una película que a la pibada de mi generación le volvió looooco. A mi, al menos, me hizo desarrollar esta idea.

Imaginen una sociedad formada por gente joven y atractiva que vive en cómodas ciudades encerradas en cúpulas. Una pequeña estrella que llevan en la mano les anuncia cuando es la fecha de su renacimiento, que es una forma elegante de hacerles pensar que no existe la nada. O el vacío.

Cuando se cumple treinta años participan en un extraño espectáculo en el que explotan mientras flotan en el aire siendo coreados por los gritos de los que aún tienen tiempo para seguir haciendo el imbécil.

Logan, un vigilante, escapa con una preciosa joven al mundo exterior donde conocen a un anciano que se comporta como un niño.

De esta película nació una serie de televisión que la pibada de mi generación siguió con generooosa atención.

Concluyo antes de que mi amigo diga nada que lo mejor que nos puede pasar es que no sepamos cuando será nuestro inevitable final.

¿Para qué saberlo?

Mejor vivir como estamos. Aunque sea condenadamente frustrante.

En este extraño viaje que inicié hace apenas unos días no he dejado de pensar en Ingrid Bergman.

Su vida es un paréntesis perfecto ya que nace y muere el mismo día: un 29 de agosto de 1915 y un 29 de agosto de 1982.

Ingrid Bergman fue la primera mujer con la que descubrí el sexo. La escena, de hecho, la recuerdo en mi cabeza como si fuera ayer. Corresponde a la película Stromboli, y en ella se muestra como conducen a la actriz en una lancha a la isla que da nombre a la película…

Creo que Bergman nunca fue tan tiernamente terrenal como en la película de Roberto Rossellini.

Alfred Hitchcock explotó con el vicio de un viejo voyeur su glamour de estrella. Lo mismo hizo Michael Curtiz en Casablanca. O George Cukor en Luz de gas o Sam Wood en ¿Por quién doblan las campanas?, a  mi juicio una de las peores novelas de Ernest Hemingway

Roberto Rossellini, que fue su afortunado marido, la hizo carne y mujer en Stromboli.

Ya digo, no he dejado de pensar en ella estos días de extraño viaje.

Y eso que no creo en apariciones pero…

Agosto se nos va con sus superficies de tierra calcinada, Ecce Homo chanantes y estrellas y estrellados hasta el año que viene.

Y aunque no sé si habrá un año que viene, ni tampoco me importa… Digamos que este mes que se nos va del calendario ha sido raro.

Raro porque aún mantiene las apariencias de que no pasa nada cuando todos sabemos que sí pasa algo.

Me pregunto así si septiembre, que tiene el dudoso honor de iniciar el próximo ejercicio que nos aguarda, será igual de extraño que este agosto que ya se me pierde en la memoria.

Leyendo los Diarios de Joseph Goebbels me asalta esa misma sensación.

El ministro de Propaganda del III Reich anota en las páginas que dedica a la primavera de 1943 situaciones en la que da la sensación de que no pasa nada cuando sí que estaba pasando algo.

Alemania comenzaba a perder la guerra.

Goebbels describe en su diario un emotivo encuentro con mi admirado Knut Hansum, escritor noruego, premio Nobel en 1920, que abrazó quiero pensar que por senilidad –tenía ochenta años– la causa del nacionalsocialismo.

Goebbels escribe en el diario que cuando ganen la guerra, Hamsun será reconocido como el gigantesco escritor que es.

Afortunadamente, Alemania perdió la guerra.

Desgraciadamente, salvo unos pocos, Hamsun no ha sido reivindicado como el gigantesco escritor que fue.

Ya digo, días extraños.

Saludos, blowing in the wind, desde este lado del ordenador.

Permanezcan en sintonía…

Lunes, Agosto 27th, 2012

Philip Marlowe, orgullo y prejuicio zombi

Domingo, Agosto 26th, 2012

El anuncio de que el escritor John Banville está trabajando en una nueva novela con Phillip Marlowe como protagonista ha alterado el pequeño mundillo de los aficionados al triste y solitario detective privado creado por Raymond Chandler.

Unos acusan a Banville, que firma sus historias negras como Benjamin Black, de sacrílego.

Otros, entre los que me encuentro, recibimos la noticia con un ligero encogimiento de hombros.

Un ¿y qué, qué pasa?, conscientes, como es consciente el señor Banville que su novela sobre Marlowe no será una de Chandler.

Imposible superar al maestro.

Basta con leer las dos novelas que el sólido escritor Robert B. Parker dedicó en su día al private eye que interpretó en pantalla grande Humphrey Bogart o Robert Mitchum, entre otros, aunque Raymond Chandler confesara en más de una ocasión que su Philip Marlowe perfecto para el cine fuera Cary Grant.

Se sabe de la nueva novela del detective privado aficionado a los gimlets que se desarrollará en los años cuarenta en la ciudad ficticia de Bay City, en California.

El título no será publicado hasta 2013, así que habrá que esperar al próximo año para ver como se ha desenvuelto Banville/Black con uno de los iconos de la literatura policíaca.

Para serles sinceros, no me muerdo las uñas.

Por norma general, el resultado final nunca sabe al original. Por mucho que el escritor intente imitar el inimitable estilo de un escritor, en este caso gigantesco como fue Raymond Chandler.

Confeso seguidor del universo Bond, he sentido esa misma frustración leyendo las historias que otros escritores, con el beneplácito de quienes tienen los derechos del personaje creado por Ian Fleming, han hecho con las novelas del agente secreto.

Pierden la sustancia original.

En el caso de las historias de 007, sobre todo su exquisito hedonismo, hoy tan deliciosamente incorrecto.

Lo mismo me ocurre con los numerosos títulos que han continuado –unos con fortuna– las aventuras de Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle.  No me irritan las que en su día escribió el también cineasta Nicholas Meyer, aunque le falta ese algo que solo Doyle supo imprimir a su criatura literaria.

Criatura, cabe destacar, a la que intentó eliminar harto de que sus lectores solo le demandaran historias del personaje que lo consagró e hizo mundialmente famoso.

Lo que no entiendo es el revuelo, insisto, que se ha suscitado en algunos foros de Internet la nueva novela sobre Marlowe.

Sobre todo el grito de alarma que han suscitado aficionados que profesan, o casi profesan, un encendido y devoto amor con olor a sacristía a ese mismo Philip Marlowe.

Imagino que a Chandler –por otra parte un buen amigo de Fleming– está situación le haría partir de la risa.

“Si tanto me quieren”, pensaría, “que vuelvan a leer mis novelas y dejen la de Banville/Back en paz.”

“Y recordad”, escupiría con la voz rota por el alcohol, “que ahora mismo duermo el sueño eterno. Las cosas de los vivos no quiero ni verlas.”

(*) La imagen que acompaña este post corresponde al cartel de la versión cinematográfica de Adíós, muñeca (Dick Richards, 1975).

 Saludos, dije y digo, desde este lado del ordenador.

La primera huella del hombre en la Luna

Sábado, Agosto 25th, 2012

Apenas había venido al mundo cuando el hombre dio un pequeño paso que sin embargo fue un gigantesco salto para la humanidad.

Ese hombre tuvo nombre y apellidos: Neil Armstrong, y aún recuerdo –porque lo tengo grabado al rojo vivo en el disco duro de mi memoria– verlo en blanco y negro cuando pisó, como primer astronauta, un suelo lunar que a partir de ese momento hizo pensar a los que estaban en la Tierra que el futuro, efectivamente, ya estaba aquí.

En aquel entonces aún se respiraba el enrarecido aire de la Guerra Fría y los gringos se habían adelantado, por fin, a los soviéticos en su empeño por alcanzar ese satélite con el que algunos sentimos una extraña comunión.

Fue un momento extraordinario, que viví siendo un niño al que el año 2000 le sonaba entonces a cosa de ciencia ficción.

Digamos así que el pequeño paso de Armstrong acercó un poco más una fecha que representaba en mi imaginario infantil un mundo en el que no existirían las guerras ni las enfermedades.

Un mundo en el que todos seríamos más felices porque habría oportunidades de conquistar otros planetas del universo…

La Luna solo era el principio de lo que prometía ser una aventura apasionante.

El paso de los años conspiró para triturarme aquellos sueños, sueños que durante una feliz época de mi vida alimenté leyendo y viendo películas de ciencia ficción que a medida que me iba haciendo mayor, se tornaron igual de oscuros que mi carácter.

La muerte de Neil Armstrong, probablemente uno de los hombres a los que más he envidiado en lo que llevo de vida por ser el primero que imprimió su huella en la Luna, me golpea así con un inquietante dolor en el almacén de los recuerdos felices que tengo guardado en algún lugar de mi centro de operaciones…

Y me produce escalofríos la tormenta de recuerdos que ha sacudido y que pensaba tenía  definitivamente perdidos al leer el anuncio de su fallecimiento.

Entiendan que fui de los que tuvo en su dormitorio el cartel del astronauta con la bandera de los Estados Unidos al lado.

Que fui un niño que se supo de memoria y como un mantra los apellidos de los tres protagonistas de la expedición Apolo XI. Nombres que repetía como un loro cuando un adulto para tomarme el pelo me pedía que los recitara: Armstrong, Collins y Aldrin.

Que fui un devoto consumidor durante un tiempo de todo lo que sonara a conquista del espacio.

Y es que seguía, como otros siguen la liga de fútbol, como los norteamericanos avanzaban casilleros en esa excéntrica carrera espacial contra los soviéticos en unos tiempos de Guerra Fría por fuera pero muy caliente por dentro.

En el fondo de mi alma, si existe eso que se conoce como alma, deseaba que ambos bloques hicieran las paces de una puñetera vez.

Y que Gagarin, el primer hombre en dar la vuelta al planeta azul, con aquel casco en el que se podía leer CCCP,  compartiera experiencia con los gringos mientras jugaba con la perrita Laika.

Espero ahora que lo hagan si existe otro universo más allá del nuestro. Y que ese pequeño paso para el hombre y gran salto para la humanidad sea realidad en un cosmos donde muchos se empeñan que deambulan las almas de quienes se nos fueron.

Ya dejé de creer en eso.

Pero por soñar que no quede.

Claro que estas cosas me pasan por ser un ateo gracias a Dios.

Con el paso del tiempo y a medida que iba haciéndome mayor me fui desvistiendo de mi entusiasmo por el espacio cuando un día comprendí que nunca sería astronauta. Y que los sueños, sueños son.

A partir de ese momento, me preocupé por cosas más mundanas aunque me molestaba en conversaciones informales que sostenía con fanáticos de la conspiración que continuaran empeñados en que todo aquello fue un montaje.

Que la misión del Apolo XI fue una burda mentira.

Mientras que otros, es probable que pagados por el oro de Moscú, aseguraran que una importante compañía multinacional de refrescos había tentado con millones de dólares a Armstrong para que promocionara su marca cuando pisara territorio lunar.

Todo esto erosionó mi entusiasmo por la conquista del espacio aunque de vez en cuando retomara mi entusiasmo cuando tras la Luna se anunciaba que el próximo destino sería Marte.

Marte dio origen a una interesantísima cinta para amantes de la conspiración como es Capricornio 1 (Peter Hyams, 1978).

Intento explicar con todo esto mi temprana afición, afición que aún perdura aunque a regañadientes, casi como si quisiera sacudirme de encima las pulgas de un mito con el que cada día que  avanza me siento más extrañamente identificado, por las películas –no novelas– con astronautas.

En este sentido, debo ser de los pocos que no se cansa de ver ese ladrillazo que es Apolo XIII (Ron Howard, 1995) y su “Houston, tenemos un problema” y la magnífica Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983), entre otras películas que se han empecinado en demostrar lo difícil y complejo que fue salir de este planeta que llamamos Tierra.

Y pienso resignado que la culpa de todo esto la tuvo Armstrong.

El primer hombre que dio un pequeño saltito con la esperanza que fuera un gigantesco salto para la humanidad.

Es verdad que tal y como hemos evolucionado su proeza no sirvió de mucho, pero al menos dejó impresa en la superficie lunar la huella del hombre.

Y eso, a mi juicio, todavía es un milagro de lo que podemos aspirar como especie. 

Saludos, las estrellas son mi destino, desde este lado del ordenador.

Gracias, Cecilia Giménez

Viernes, Agosto 24th, 2012

Más que con Mr. Bean, a mi Cecilia Giménez me recuerda a Peter Sellers en El Guateque. Ya saben, la famosa escena en el cuarto de baño donde el extra hindú invitado por equivocación a una fiesta de alto copete de Hollywood, hace algo así como la II Guerra Mundial con cuadro incluido.

Si no lo recuerdan, el cuadro se cae en la cisterna y el actor lo desdibuja con papel higiénico hasta transformar lo que era pintura figurativa en una borrosa abastración que se asemeja bastante a lo que ha hecho Giménez con el Ecce Homo del Santuario de la Misericordia en Borja obra de Elías García Martínez.

Pintura que graciasl al involuntario acto de buena fe de Giménez, ha puesto a  Borja en el mapa del mundo y que su particular y, digamoslo de una vez, peculiar restauración forme parte de las estrafalarias curiosidades de un país que, debe ser cosa de la prima de riesgo, regresa a sus orígenes con este desaguisado. 

Es decir, que vuelve a esa España profunda que  fue capaz solo con pan y con vino de hacer la Reconquista.

Esa España, en definitiva, que la literatura y el cine español de nuestro tiempo evita como si fuera la peste pero que está ahí, latiendo a golpe de esperpento porque semos diferentes.

Y en unos tiempos donde esa diferencia la marca la Iglesia –recordad el affaire Códice Calixtino– ¿por qué hacer mofa de la visión o reinterpretación, que dirían los especialistas, de un cuadro al que devoraba la húmedad?

Pensad que ese Cristo que recupera Cecilia Giménez, con permiso de don Elías, es como una de las caras de Bélmez, otro misterio mayúsculo de la España gótica en la que vivimos, solo que en el caso de Cecilia hay firma. Un autor.

Una señora, Cecilia Giménez, que si hubiera justicia en este mundo debería de reivindicarse como artista naïf garante de lo mejor y peor que guardamos los que aún nos consideramos –y con la voz bien alta– españoles.

Entiendo así el calvario al que está siendo sometida esta señora como una víctima de la incompresión de los cafres que hacen burla fácil de lo que no entienden aunque, por paradójico que resulte, ellos mismos formen parte de ese universo en el que habita una devota jubilada que por hacer el bien, con la aquiescencia del párroco, hoy es filón de chistes que resaltan su presunta torpeza en cuestiones de arte.

¿Arte?

Lo que me irrita, molesta de verdad en todo este linchamiento es que empiezo a ver a Cecilia como uno de esos toros a los que colocan fuego en su cornamenta o tiran al agua gentes igual de decentes que, como los mismos bromistas que explotan la poca ciencia de la señora en restaurar el Ecce Homo, no hubieran puesto el grito en el cielo ni crucificado con gracias si nadie antes les  hubiera convencido de cambiar de parecer.

Que no es lo mismo que perecer.  

Gracias a Cecilia, muchos seguimos sosteniendo que España es diferente. Y tal y como están las cosas, bastante diferente a lo que esa Unión Europea de mercaderes está empeñado en convertirnos.

Saludos, ¡Cecilia Giménez, veinte premios Nobel!, desde este lado del ordenador.

La visión de un sueño: Gene Kelly

Jueves, Agosto 23rd, 2012

Crecí con la televisión en blanco y negro. Una televisión además con un solo canal pero en la que se cuidaba con mimo y mucho esmero su programación cinematográfica.

Crecí imitando junto a los míos a Alfonso Sánchez, que fue el primer crítico de cine del que tuve conocimiento y al que nos gustaba escuchar no por lo que decía sino cómo lo decía.

- La pepepelícula que vavavamos a ver….

Aquel hombre, con pinta de simpático abuelete, siempre cigarrillo en mano, tenía un tartamudeo especial que hacía que dijera lo que dijera, invitaba a pensar que lo que íbamos a ver tenía que resultar rematadamente bueno.

Crecí también con José Luis Balbín y su mítico espacio La clave, donde tras la película, se suscitaba un apasionado debate en el que los contertulios además de fumar como chimeneas bebían y bebían lo que, sospechaba mi padre, tenía que resultar un excelente escocés.

En aquella televisión en blanco y negro se exhibían además ciclos dedicados a grandes directores.

Gracias a estos ciclos me acostumbré a ver buen cine.

Y a deslumbrarme con películas que poco o nada podían decirle, presuntamente, a un tierno infante que solo soñaba con un muñeco de Batman. Pienso en Stromboli (Roberto Rossellini, 1950) o En un lugar solitario (Nicholas Ray, 1950), entre otras grandes cintas que vistas en la pequeña pantalla forjaron de alguna manera mi temple como espectador.

Gracias a aquella caja que para nada era tonta e inmune a las patologías que hoy disemina ese rosa podrido que reivindica la prensa del corazón, descubrí a un cómico con el que aprendí a reírme bastante, Eddie Cantor, y a desear bailar con la elegancia de Fred Astaire check to check con Ginger Rogers

Cuando llegó el color a la televisión no recuerdo con tanta emocionada devoción la labor de aprendizaje que sí percibí y aún percibo de cuando se mostraban las cosas en blanco y negro.

Es  verdad que de tanto en tanto descubría algunas cosas nuevas, que atrapaban mi nerviosa capacidad de atención de adolescente, pero se había perdido algo de la magia original.

Cosas de la edad del pavo, supongo. Porque recuerdo con simpatía las memeces de la serie Carry on; alguna película de ciencia ficción, curiosamente en blanco y negro como La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954) y El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957), que todavía veo y que todavía me asombran por razones varias.

La primera de ellas  porque cuenta con uno de los inicios más inquietantes de la historia del género, con esa niña en estado de shock caminando por una carretera. La segunda porque me enseñó a entender la grandeza del infinito… Donde lo grande es pequeño y lo pequeño es grande.

El cine, en definitiva, se convirtió en un compañero con el que pasaba el tiempo y me enseñaba que, en contra de lo que anunciaba ese pequeño clásico en la cinematografía de Juan Antonio Bardem que es Nunca pasa nada, sí que podían pasar si te dejabas abducir por aquellas películas en las que la ecuación entretenimiento y mensaje alteraba tu forma de ver y entender el mundo.

Un mundo chiquito de provincias encerrado por todos los lados por las aguas del mar, pero que gracias al cine te hacía ir más allá de las fronteras insulares en las que te sentías –y te sientes– encadenado.

Gracias al cine, los libros, los cómics, la música empecé a darme cuenta de lo relativamente sencillo que resultaba fabricarme unas alas para evitar la penosa realidad en la que me encontraba –y me encuentro– convirtiéndome a partir de entonces en una especie de yonqui al que le gusta alcanzar sus nirvana  mientras le cuentan historias.

Este y no otro es el objeto de este post.

El relato de una enfermiza pasión que me devora por dentro y que hoy me obliga a escribir estas líneas en señal de agradecimiento, y van, en torno a un actor y director que tanto contribuyó a hacerme feliz y a que hiciera locas cabriolas llamado Gene Kelly, de quien se celebra hoy el centenario de su nacimiento.

Gracias a Kelly no de he dejado de cantar y hacer el payaso cuando cae la lluvia. De querer enamorarme en París y de creerme a pies y juntillas aquello de todos para unos, uno para todos, de Los tres mosqueteros en la que, probablemente, sea la mejor adaptación al cine de la inmortal novela de Alejandro Dumas (1).

Gracias primero a Astaire pero más tarde también a Kelly siempre quise bailar claqué. Y si bien hoy bailo claqué, digamos que fui mal alumno de tan venerables maestros.

Cosa curiosa, aún saco las uñas y me pongo bravo cuando comparan a los dos.

No se han dado cuenta que sus estilos no tenían nada que ver. Y que a su manera, ambos fueron avanzados de un tiempo que quiero pensar no ha sido aplastado por el peso de la Historia.

Astaire encarnó la refinada elegancia de una danza vestido casi siempre con su impecable frac y sombrero de copa.

Kelly socializó la coreografía.

Primero como marinero en Levando anclas (donde baila con el ratón Jerry, ¡¡¡el gato Tom estaba durmiendo la siesta!!!), más tarde en la deliciosa El pirata, Un día en Nueva York, una de las mejores tarjetas turísticas que se han rodado de la ciudad de los rascacielos, y en la hechizante, expresionista Un americano en París.

Después vino Bailando bajo la lluvia.

Y Kelly se hizo un clásico.

Un clásico que se atrevió con casi todo.

Ved Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954), su último gran musical.

Ved a Kelly y a la extraordinaria Cyd Charisse danzando en ese pueblo mágico que aparece un día después de cien años y que yo, desde entonces, ando buscando…

¿Fue Xanadú un pecado?

No, solo la visión de un sueño.

(1) Los tres  mosqueteros (George Sidney, 1948).

Saludos, Hello, Dolly!, desde este lado del ordenador.