Archive for Marzo, 2015

Continuamos dando las notas

Martes, Marzo 31st, 2015

* Robo en Sao Paulo (Editorial Oveja Negra) es el título de la primera novela que publica Dulce Xerach Pérez, así como la primera entrega de una trilogía que protagoniza María Anchieta, una investigadora de la Policía Nacional, así como abogada y doctora en Historia. Leemos la noticia en la edición del pasado domingo, 29 de marzo, del Diario de Avisos en una entrevista en la que la actual presidente del Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife explica algunos de los contenidos de un libro que se encuadra en las claves de la literatura policiaca. Las aventuras de María Anchieta continuarán en otras dos obras, La Playa de Londres y Bon Jour Hong Kong, y todo hace suponer que se publicarán en la editorial colombina La oveja negra. Dulce Xerach es abogada y doctora en arquitectura y fue responsable de Cultura en diversas instituciones públicas, siendo Consejera de los Gobiernos de Tenerife y de Canarias desde 1995 hasta el año 2007, y parlamentaria hasta el año 2011 en que decidió dejar la política.

* Una buena noticia es la próxima apertura de El Libro en Blanco, una librería que mezcla su espacio con el de una cafetería y que nace para acoger y difundir manifestaciones culturales. El Libro en Blanco se ubica en la calle de Juan Pablo II, número 35, en Santa Cruz de Tenerife. Y esperamos informar pronto de su apertura.

* Ya se ha editado la novela La leyenda del oro de Acentejo, de Carlos Santamaría, título que se publica en la colección G21. Narrativa Canaria Actual.

* El escritor Sinesio Domínguez Suria regresa al terreno de la novela con El síndrome de Tarzán, título que presentará a finales de abril en la capital tinerfeña. Sinesio Domínguez utiliza en esta ocasión al legendario personaje creado por Edgar Rice Burroughs para contar una historia de anhelos en la que su protagonista, Alfonso Blasco, procura “no darse a significar y hace su elaborado ejercicio en el mayor de los silencios.” El síndrome de Tarzán está publicado en la colección Narrativas de Ediciones Idea.

Saludos, a la espera, desde este lado del ordenador.

Morir bajo tu cielo, una novela de Juan Manuel de Prada

Lunes, Marzo 30th, 2015

“- Yo creo, mi capitán –intervino con mucha prosopopeya–, que hablo en nombre de la guarnición si le digo que debemos resistir mientras nos quede un cargador en las cartucheras y un grano de arroz que llevar a la boca. Más aún, el día en que ya las municiones se hayan agotado, deberíamos morir defendiéndonos a la bayoneta.

A Las Morenas se le antojó una fanfarronada aquella apelación a un heroísmo desesperado; y se prometió vigilar las proclividades un tanto suicidas y bravuconas del teniente. Pero, misteriosamente, cuando Martín Cerezo repitió casi al dedillo aquellas mismas palabras a la tropa, después de que en la sacristía se decidiera aguantar el cerco,  la mayoría de los soldados prorrumpieron en vítores y aplausos. Las Morenas se acercó, entre perplejo y admirado de la bizarría de sus hombres, a una de las troneras del baptisterio y desde allí habló a Novicio:

- Nos damos por enterados de su propuesta, pero no nos rendimos. Puede usted retirarse.

Novicio se quedó paralizado por el estupor, incapaz de asimilar tanto cerrilismo.

Escupió en el suelo y dijo con despecho antes de darse la vuelta:

- Y ustedes pueden irse al infierno, jodidos castilas.”

(Morir bajo tu cielo, Juan Manuel de Prada, Espasa, 2014)

Tras la irrupción de las aventuras del capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte la novela que reinterpreta y reivindica la Historia de España está viviendo un momento muy dulce en una geografía que no gana para sustos.

No termina, sin embargo, por instalarse con solidez el género aunque llama la atención que su discurso para revisar los hechos que han forjado su pasado como nación sean tan proclives a exaltarlo, moldeando la Historia –así, con mayúsculas– de un país tan poco acostumbrado a contemplar sus edades y que cuando lo hace, se atreva a expresarlo con el mismo entusiasmo con el que lo manipulan los grandes maestros del relato histórico: los británicos.

¿Ya era hora?

¿Hemos perdido el miedo a narrar en clave de ficción nuestra Historia?

España es uno de los proyectos nacionales más viejos de la vieja Europa e historias e Historia tiene para dar origen a novelas que cuenten sus hechos para dar consistencia, precisamente, a su complejo y plural carácter. Que esa misma Historia se manipule en muchas ocasiones es una de las apuestas a través de la cual se sustenta este tipo de literatura, que cuenta como precedente con ilustres autores como Benito Pérez Galdós y sus Episodios Nacionales y Ramón María del Valle Inclán y Pío Baroja con sus novelas en torno a las guerras carlistas, entre otros.

En los últimos años la novela histórica con acento español está ocupando el espacio que se merece ejerciendo una labor aún silenciosa frente a otros géneros actualmente más populares como la novela policiaca. En este sentido, los intentos que están realizando algunos escritores es más que notable, en especial si entendemos que a través de sus libros se puede leer un agradecido pero también enojoso intento por reescribirla, sobre todo cuando lo que se pretende es asegurar que lo que allí se relata está basado en sucesos reales y que se trata, por lo tanto, de un escenario histórico recreado por un novelista que no fue contemporáneo de aquellos acontecimientos que conmovieron país tan caprichoso y dado al garrotazo entre unos y otros.

Hace unas semanas nos hacíamos eco de la aparición de la primera entrega que el escritor Pedro Herrasti dedica al militar español Jorge Blanco en Capitán Franco, elogiable intento por, más que desmitificar, observar con distanciada y polémica ironía la convulsa historia española de la primera mitad del siglo XX; en Televisión Española se emite, mientras tanto, la divertida y atractiva El ministerio del tiempo sin olvidar, claro está, Isabel, pero ante esta avalancha de títulos y series, tenemos la sensación de que el género todavía está dando sus primeros pasos para atreverse a reinterpretar su pasado con el desparpajo y el entusiasmo con que lo hacen, ya se ha dicho, los británicos, auténticos especialistas en bucear en su Historia para elevarla en ocasiones a cotas de un heroísmo que sonroja y en otras a dibujarlo con una crítica feroz y tremendamente ácida.

La obstinada resistencia que un grupo de soldados españoles realizaron a finales del siglo XIX en Baler (Filipinas) es la columna a través de la cual el escritor Juan Manuel de Prada construye Morir bajo tu cielo, novela en la que mezcla personajes reales con ficticios en un ambicioso fresco que supera las setecientas páginas y en el que el lector iniciado puede encontrar un notable retrato de cómo tuvo que ser aquella Filipinas bajo soberanía española antes de que fuera ocupada por los Estados Unidos de Norteamérica.

También el infierno que padeció aquel grupo de militares empeñados en resistir hasta la última bala contra las guerrillas cuando desconfiaron de las noticias que desde el exterior se les transmitían para que pusieran fin a la resistencia: que el archipiélago llevaba más de un año en otras manos que no eran, precisamente, españolas.

Juan Manuel de Prada asume esta tarea, este titánico esfuerzo del que ya en su día escribieron Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March en sus Episodios nacionales contemporáneos, prestando más atención a sus protagonistas que al escenario histórico en el que se desarrollaron los hechos, aunque el exótico paisaje filipino se funde muy bien con unos personajes que, al margen de su episódico discurso patriota y romances folletinescos, sabe más a novela de aventura que a novela histórica.

Se agradece, en este sentido, la intención del escritor por desmitificar el heroísmo de algunos de sus héroes, como Saturnino Martín Cerezo, que asocia más a un rapto de locura, y la humanización del enemigo a través del líder revolucionario filipino Teodorico Luna y Novicio, lo que reduce la grandeza de otros de los protagonistas de ese intenso drama humano y bélico como fue el capitán Enrique de las Morenas y Fossi, entre otros personajes ficticios y reales.

Curiosamente, son precisamente los personajes ficticios los que menos sustancia tienen en esta novela. Algunos son, de hecho, bastante maniqueos como el traficante de armas de origen holandés Rutger Van Houten a quien de Prada describe como al actor Rutger Hahuer. Un hombre, este holandés errante, que detesta España y a los españoles por una serie de razones peregrinas que el escritor disfraza por su origen calvinista.

“Allá en la niñez remota, su madre lo asustaba antes de acostarse, diciéndole que si no se dormía pronto vendría el duque de Alba a sacarle las mantecas, como tantas madres holandesas hacían con sus hijos; pero esta fruslería no bastaba para explicar el odio minucioso, bituminoso y espeso como la brea que profesaba a los españoles.”

No es una novela, novelón mejor dicho, regular Morir bajo tu cielo aunque se lee con comodidad pese a que la obra reclamase un recorte urgente en el número de páginas.

Con todo y pese a sus deficiencias, que las tiene por excesivamente maniqueas –Morir bajo tu cielo no deja de ser un relato de buenos y malos– la novela es un eficaz y en ocasiones bronco relato de aventuras sobre un grupo de bravos españoles que combatieron en un territorio que fue España.

Una España que no se portó nada bien, y así lo escribe Juan Manuel de Prada en la novela, con los supervivientes de aquella gesta tan heroica como estúpida. Tan épica como innecesaria.

Saludos, yo te diré…, desde este lado del ordenador.

Canciones de amor a quemarropa, una novela de Nickolas Butler

Sábado, Marzo 28th, 2015

“América, diría yo, consiste en gente pobre tocando música y en gente pobre compartiendo comida y en gente pobre bailando aun cuando llevan una vida tan desesperante y tan deprimente que ya ni debería haber sitio para la música o para algo de comida extra, cuando no deberían quedarles energías para bailar. Y ya me pueden venir con que no tengo razón, con que somos un pueblo puritano, un pueblo evangélico o un pueblo egoísta, pero yo no lo creo. No quiero creerlo.”

(Canciones de amor a quemarropa, Nickolas Butler. Traducción: Marta Alcaraz. Libros del Asteroide, 2014)

La historia de cuatro amigos que crecieron juntos en un remoto pueblo de Wisconsin es el tema central a través del cual gira la novela Canciones de amor a quemarropa, de Nickolas Butler, uno de esos títulos que la crítica de su país elogia sin que lector que vive en las colonias entienda muy bien las razones.

No es una novela demasiado larga, apenas supera las trescientas páginas, pero sí un relato que pese a su apuesta narrativa digamos que arriesgada, termina por hartar a quien busca que le cuenten una historia, o varias, sin recordarle todo el tiempo que lo que lee va más allá, que se trata de un libro que habla de lo grande que es la amistad.

Narrada a través de monólogos interiores de sus cuatro protagonistas y de algunas de las mujeres con las que comparten su vida, Canciones de amor a quemarropa se salva ocasionalmente por alguna chispa de humor, pero a la postre resulta un continuo pasar de páginas que se caracterizan por no contar con demasiada sustancia. O igual es que sus contenidos resultan demasiado norteamericanos. Un retrato amable sobre un país que todavía conserva sus esencias, reflexiona Butler, en sus pueblos pequeños, microcosmo donde todo el mundo se conoce y ayuda.

Se tiene la sensación mientras se lee Canciones de amor a quemarropa que se trata de una de esas películas independientes norteamericanas en las que se proponen ideas, sí, pero en la mayoría de las ocasiones esbozadas, a trazos, sin hurgar en la llaga. Casi ajena al fascinante escenario natural en el que se desarrolla y que aún conserva su estado salvaje. Un paisaje que, a mi juicio, está muy por encima de esas relaciones que se han forjado, precisamente, para vencer su hostilidad.

Cuenta la novela con una reflexión universal que si bien apenas explora da que pensar: la necesidad de abandonar el entorno en el que te criaste y la paradójica necesidad de volver a él para reencontrarte como persona. Es un elemento que plantea Butler pero que apenas explora como fuente original de los conflictos interiores que genera.

Canciones de amor a quemarropa resulta, en este sentido, una novela muy fría. Tan fría como el tiempo que la mitad del año toma ese lugar remoto de Wisconsin.

Una frialdad que hace que el lector no comulgue con sus protagonistas, aunque haya alguno que sí que decante sus simpatías.

Los cuatro amigos de la novela son:

Henry, un granjero que se quedó en el pueblo y se caso con la mujer de su vida, y de la vida de algunos de la pandilla.

Lee, una estrella de rock.

Ronny, el más libertario de todos y un vaquero retirado del rodeo tras sufrir un accidente de trabajo

y Kip, un agente de bolsa.

Los amigos se reencuentran. Y… y eso, que se reencuentran. Poco más, salvo confesiones que ponen a prueba la inquebrantable amistad que mantienen Lee y Henry y crítica, aunque no muy ácida, al exitoso tiburón de las finanzas que encasrna Kip, aunque al final no tenga los colmillos tan largos como pretendía hacernos ver.

Treintañeros, en definitiva, a los que les cuesta mucho madurar pese a que Henry, el granjero, sea el tipo más cuerdo de esta banda de cuerdos aburridos de lo que son y del lugar que ocupan en el mundo.

El tema principal, mientras tanto, queda soterrado por las juergas que se cogen y por las bromas que se gastan. De fondo, cómo no, suena mucho rock. Casi como si el escritor pretendiera orientar musicalmente al futuro director de cine independiente que se encargue de dirigir su novela sobre la amistad de cuatro amigos que dejan de serlo cuando cruzan la frontera de su Estado.

Me ha resultado, confieso, titánico el esfuerzo por terminar esta novela. Y eso que estuve tentado varias veces de dejarla cuando iba por la mitad y alojarla en algún rincón de las estanterías de mi caótica biblioteca. Al final ganó el interés por conocer qué camino tomaría Canciones de amor a quemarropa.

¿Mereció la pena tal curiosidad?

Mucho me temo que no.

Y eso que Butler intenta encender en sus últimas páginas los leños de una hoguera que dé calor a tanto frío.

Saludos, caminemos, caminemos, caminemos, desde este lado del ordenador.

Cecilia Domínguez Luis, Premio Canarias de Literatura 2015

Jueves, Marzo 26th, 2015

El Premio Canarias de Literatura 2015 ha recaído en la escritora y poeta Cecilia Domínguez Luis, una noticia que celebramos con fuegos voladores desde este su blog El Escobillón porque conocemos su alta calidad humana así como de creadora literaria.

Cecilia Domínguez Luis es, además, la segunda mujer que alcanza este reconocimiento  tras recibirlo en 1987 María Rosa Alonso. Un pequeño paso adelante en unos premios que en su hasta ahora 19 ediciones ha resultado marcadamente masculino.

El presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, fue el encargado de comunicarle la noticia a Cecilia Domínguez Luis, y nosotros un poco más tarde los que la llamamos para darle personalmente la enhorabuena al sentirnos muy satisfechos con el fallo del jurado, quien con este galardón reconoce su intensa trayectoria literaria.

Cecilia Domínguez Luis nació en La Orotava, Tenerife, en 1948 y en licenciada en Filología Hispánica. Es autora de libros de poemas –el último de ellos Cuaderno del orate, publicado por Ediciones La Palma en 2014– novelas y cuentos.

En su producción narrativa destacaríamos Si hubieras estado Aquí (colección G21. Narrativa Canaria Actual, Ediciones Aguere/Idea, 2013); Los niños de la lata de tomate (colección Seria Roja, Editorial Alfaguara, 2010) y Mientras maduran las naranjas (Cam-PDS Editores, 2009), en la que propone una mirada sin ira sobre la Guerra Civil a través de los ojos de su joven protagonista, Sara.

En poesía cuenta con títulos como El libro de la duda (colección Atlántica, Ediciones Idea, 2006); Azogue (Editorial Bailes del sol, 2005), Para cruzar los puentes (Ediciones Ka, 2002)  y Doce lunas de Eros (colección La Caja Literaria, Ediciones La Palma, 2000), entre otros.

También ha tanteado la literatura para jóvenes y forma parte del comité de redacción de la revista Cuadernos Ateneo, editada por el Ateneo de La Laguna, sociedad de la que fue presidenta. También ha participado como ponente en varios congresos nacionales e internacionales de lengua y literatura, así como en encuentros de poesía, dentro y fuera de las Islas.

Desde 2011 es académica de número de la Academia Canaria de la Lengua.

El jurado del Premio Canarias de Literatura 2015 estuvo formado por Justo Jorge Padrón, Juan Cruz Ruiz, Juan Manuel García Ramos, Luis Alemany Colomé, Aurelio González González, Elica Ramos Hernández y Teresa Acosta Tejera.

Por otro lado, Luis Millares Sall (Totoyo Millares) y Antonio Ramos Gordillo han obtenido el Premio Canarias de Cultura Popular y Deportes, respectivamente.

PREMIOS CANARIAS DE LITERATURA

(1984): Domingo Pérez Minik (1903-1989), crítico y ensayista

(1985): Agustín Millares Sall (1917-1989), poeta

(1986): Ventura Doreste (1923-1987), poeta

(1987): María Rosa Alonso (1909-2011), ensayista

(1987): Juan Marichal (1922-2010), historiador

(1988): Isaac de Vega (1920-2014), escritor

(1988): Rafael Arozarena (1923-2009), escritor

(1989): Pedro Lezcano (1920-2002), poeta

(1990): Manuel Padorno (1933-2002), poeta

(1991): Carlos Pinto Grote (1923), poeta

(1993): Luis Feria (1927-1998), poeta

(1995): Sebastián de la Nuez (1917-2007), ensayista

(1997): Justo Jorge Padrón (1943 ), poeta

(2000): Juan Cruz (1948 ), periodista

(2003): Arturo Maccanti (1934-2014), poeta

(2006): Juan Manuel García Ramos (1949), ensayista

(2009): José María Millares Sall (1921-2009), poeta

(2012): Luis Alemany (1944), escritor y periodista

(2015): Cecilia Domínguez Luis (1948), poeta y escritora

Saludos, muchas felicidades, Cecilia, desde este lado del ordenador.

Steve McQueen, el errante

Martes, Marzo 24th, 2015

Uno de los actores que ocupa un lugar muy destacado en mi educación sentimental es Steve McQueen. McQueen, que tal día como hoy hubiera cumplido 85 años si un cáncer de pulmón no siega su vida en noviembre de 1980, se convirtió en uno de mis referentes favoritos en las sesiones de cine de a las cuatro de la tarde, domingos en los que no me cansaba de ver Los siete magníficos (John Sturgess, 1960).

No obstante, la película definitiva, la que me hizo desde ese entonces miembro del club de seguidores de Steve McQueen fue La gran evasión (John Sturgess, 1963), que es una de esas películas que veo una vez al año y en la que –y me la sé de memoria– todavía sufro con los militares aliados que se han fugado de un campo de prisioneros alemán durante la II Guerra Mundial.

La carrera de Steve McQueen está salpicada de grandes títulos y otros que no lo son tanto pero es que incluso en esos casos si algo las salvan es, precisamente, que anda por ahí un actor al que la vida no le trató demasiado bien, sobre todo en su niñez y adolescencia, tiempos en los que solía visitar el reformatorio.

Y parte de este involuntario aprendizaje en las calles se grabó en su persona. A mi me parece un fantástico actor aunque otros piensen lo contrario.

Me encanta su trabajo como el chico de Cincinnati en El rey del juego (Norman Jewison, 1965) pero es que también me encanta El rey del juego, título en el que mantiene un duelo con grandes pesos pesados como Edward G. Robinson y Karl Malden.

Cuenta la leyenda que la película iba a ser dirigida por Sam Peckinpah, pero retiraron del proyecto al viejo Sam por protestón y acabó asumiéndolo un convencional pero en esta ocasión muy inspirado Jewison.

El paso del tiempo no le ha hecho daño a El rey del juego y aunque deteste la palabra se ha convertido en un clásico del cine norteamericano de aquellos años.

A las órdenes de Peckinpah, Steve McQueen protagonizaría dos películas: La huida y Junior Bonner.

La primera es una adaptación bastante libre de la novela de Jim Thompson, lo que explica que el escritor la detestara con cierta cordialidad y la segunda es, a mi juicio, uno de los grandes filmes del viejo Sam. Una película de vaqueros que, absorbidos por los cambios que imponen los nuevos tiempos, se dedican a ganarse unos dólares arriesgando su vida en los rodeos.

Repetiría a las órdenes de Jewison en El caso de Thomas Crown (1968), título por el que fue renocido como el rey de lo cool pese a que una extraordinaria Faye Dunaway pretendiera destronarlo y otro título clave en mi imaginario es Bullit (Peter Yates, 1968), que en parte contribuyó a popularizar en todo el mundo algunas de las empinadas calles de San Francisco, o Frisco como dirían los Beat.

También trabajó en la bélica El Yang-Tsé en llamas (Robert Wise, 1966) donde compartió protagonismo con, entre otros, un viejo conocido del reparto de La gran evasión, Richard Attenborough.

Seductor nato en la vida real y en la pantalla, Steve McQueen convenció a los idiotas que desconfiaban que fuera actor en Los rateros (Mark Rydell, 1969), que adapta una novela de William Faulkner y Papillon (Franklin J. Schaffner, 1973) donde ensombrece a un pese a todo brillante Dustin Hoffman.

Años más tarde acabaría incluso ejerciendo de jefe de bomberos en El coloso en llamas (John Guillermin, 1974) que es una de las grandes películas de catástrofe de todos los tiempos y uno de esos largometrajes que se me grabaron en la cabeza cuando lo contemplé arrobado y por primera vez en el fantástico Cine Greco en Santa Cruz de Tenerife.

No he vuelto a verlo otra vez, más que por miedo a la decepción por respeto a las sensaciones que recibí en aquel entonces.

Las últimas películas de Steve McQueen las vi acompañado de mi padre y en el Cine Víctor, sala que afortunadamente continúa abierta como el cine que siempre fue, y las recuerdo vagamente con tristeza por aquello de la ausencia.

En Tom Horn (William Willard, 1980) y Cazador a sueldo (Buzz Kulik, 1980) se nota ya la huella del cáncer en el envejecido rostro del actor, aunque la enfermedad poco o nada pudo hacer para borrarle el brillo en sus formidables ojos azules.

Su mirada, quiero creer, continuaba igual de cristalina que siempre.

Era la de Steve McQueen.

Saludos, viva el rey del cool, desde este lado del ordenador.

Mi amigo Guy de Mauppasant

Lunes, Marzo 23rd, 2015

Si hay dos tipos a los que les soporto que me cuenten todas sus alegrías y penas son Anton Chéjov y Guy de Maupassant. Al primero lo descubrí con edad ya tardía y al segundo en una adolescencia por la que asomaba en ese entonces la casi siempre incierta juventud. 

Alianza Editorial publicó hace años la mayoría de los relatos de Maupassant agrupados por temáticas diversas: fantásticos, de terror, bélicos, eróticos… El escritor tanteó casi todos los géneros y supo imprimirle a cada uno de esos géneros su firma. Una personalidad que lo hace único e inquietantemente actual aunque pasen los años y el mundo esté un poco más loco de lo que acostumbra a estar.

En estos días salpicados de pequeñas traiciones y egos más que revueltos volver a Maupassant ha supuesto como encontrarme con un viejo y apreciado amigo que siempre está ahí. Para las duras y para las maduras.

Su relatos, descarnados y agudos sobre la sociedad de su tiempo, son magistrales lecciones de vida y literatura –en apenas unas pocas páginas– mayúscula.

Releo Bola de sebo, El horla, La chica de Paul, La casa Tellier, Una partida de campo, Mademoiselle Fifi, entre otros y me percato que su efecto continúa siendo el mismo. Que me conmueve igual o más que cuando descubrí esas historias por primera vez.

Releeo cuentos que había olvidado y otros a los que regreso como quien regresa a la casa del amigo.

Y Maupassant ocupa ahora el espacio de una biblioteca de la que nunca tuvo que marcharse…

Claro que ¿por qué lo dejé irse?

Lo dejé marchar para que despertara en otros sus adormecidas conciencias. Pero esa es otra historia y su final… su final no tiene nada que ver con Maupassant.

Solo sé que releerlo hace que recupere la sonrisa y otras que me asalte una desconcertante tristeza. E inquietud pero también gozo por la plenitud de sensaciones que me invaden a través de sus relatos.

Siento una vez más ese temblor que, a veces, te recorre cuando repasas a uno de esos escritores que, con independencia del momento en que existieron, continúan estando vivos dentro de tu cabeza.

Y uno de ellos es mi amigo.

Mi bello amigo Guy de Maupassant.

Saludos, imposible dar más, desde este lado del ordenador.