Bye, bye, mister Parker

Miércoles, Febrero 3rd, 2010

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Es más que probable que a la mayoría no les suene el nombre de Robert B. Parker pero si les recuerdo que uno de sus personajes más famosos fue protagonista de una exitosa serie de televisión que se emitió en nuestro país en los años 80 con el título de Spencer, detective privado, es más que probable que alguno chasquee los dedos y se le ilumine la cabeza.

Les cuento todo esto porque me entero ahora que el escritor falleció a finales del mes pasado, y como soy de los que gustan de rendir particulares homenajes a todos aquellos autores que le animaron un poco la existencia, escribo estas líneas con el fin de ponerles en conocimiento que la novela policíaca (ese género que tanto buenos ratos me ha sabido regalar) se queda sin otro de sus no sé si grandes pero al menos sí meridiano contador de historias.

Su creación más famosa, Spencer, es un detective privado a la vieja usanza. Algunas de sus novelas fueron editadas en nuestro país coincidiendo con la emisión de la serie en televisión por Alianza Editorial, y merecen la pena leerse si tienen la suerte de encontrarlas en librerías de viejo y rastros.

En contra de otros investigadores, Spencer no solía trabajar en solitario ya que casi siempre contaba con la ayuda de su amigo Kawk, un negro de dos metros que vivía al margen de la ley. Además, compartía sus ratos libres con su novia, Susan.

Robert B. Parker tuvo además la difícil misión de terminar la novela inclusa que dejó Raymond Chandler a su muerte, Poodle Spring, también traducida al castellano. No es Poodle Spring sin embargo una buena novela de Phillip Marlowe, aunque se mastica con dulce nostalgia pese a todos sus inconvenientes. De esta cinta, se rodó una película con James Caan en el papel del ya icónico private eye.

Saludos, bang, bang, bang, desde este lado del ordenador.

A veces pienso que la gente conspira para hacerme ‘infeliz’

Jueves, Enero 28th, 2010

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Tuve la enorme suerte de leer El guardián entre el centeno con la edad adecuada para leer El guardián entre el centeno. Contaba entonces 17 años, y recuerdo todavía (como recuerdo alguno de los momentos más importantes de mi vida con sorprendente claridad) que la novela cayó en mis manos de manera casual.

Me encontraba buscando en la biblioteca de uno de mis hermanos algún libro que me absorbiera de la siniestra realidad que significa la adolescencia cuando me llamó la atención un libro editado en la colección de bolsillo de Alianza Editorial porque en su portada y contraportada no se daba noticia de qué iba ni quién era su autor.

Esa misma noche comencé a leerlo. Y el resto es una de las historias más hermosas en mi ya larga vida como lector. De hecho, fue de las primeras donde sentí la extraña sensación de que yo era su protagonista, Holden Caulfield, con todas sus contradicciones de adolescente que mira con recelo eso que llaman edad adulta. O el fin de los sueños o de la esperanza de que todavía haya cosas posibles y asombrosas por hacer en lo que te queda de existencia.

No he vuelto a releer El guardián entre el centeno desde entonces, pero sí que es un libro que consulto muchas veces para reconciliarme con mi espíritu. La edición que tengo está, de hecho, llena de subrayados gruesos y de signos de exclamación en algunos de sus párrafos. Volver a reencontrarme con esas señales me tranquiliza y calma. Y eso lo han conseguido muy pocos libros. La mayoría de ellos, los que devoré en mi primera etapa como lector desordenado. Para mí, duela o no a los ortodoxos, El guardián entre el centeno es una de esas obras que están a la misma altura que La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, una deliciosa y profunda historia de aventuras protagonizada también por un adolescente.

J. D. Salinger, el autor de esa obra maestra que es El guardián entre el centeno, ha muerto hoy con 91 años. Durante estos casi cien años de vida evitó protagonismos y estrellatos. Siempre se refugió en el anonimato ganándose una bien merecida fama de huraño. Que fuera tan huraño para los que intentaron entrar en su vida privada me parece otro rasgo de genio. Y un soberano corte de mangas a la industria que generan leyendas como la suya.

No necesito como lector saber quién fue realmente J. D. Salinger.

Como ser humano que fue estoy seguro que alimentaría vicios pero también generosidades. Su obra es lo que permanece. Me niego por ello a ilustrar este comentario con algunas de las escasas fotografías que le “robaron” a lo largo de su existencia. Hay una de ellas que me pone los pelos de punta, y que pienso que sólo pudo sacar un fotógrafo hijo de puta. En la imagen (tomada en los 80) se ve al escritor con el puño levantado a punto de golpear a la cámara. La expresión de miedo del autor es terrorífica. Es un viejo asustado de que le roben su intimidad.

Salinger escribió más cosas. Y esas cosas también fueron leídas por quien les escribe. Ninguna de ellas (Franny y Zoey, Levantad carpinteros la viga maestra y Seymour, una introducción, así como sus nueve cuentos) me dejaron tan descolocado como El guardián entre el centeno, una de cuyas frases me viene al pelo para concluir este modesto homenaje al narrador enclaustrado.

En este caso, me permito no obstante modificar su significado y donde él escribió feliz ahora  –y hoy más que nunca– discúlpenme que ponga: “a veces pienso que la gente conspira para hacerme infeliz”.

Saludos, muy tristes, desde este lado del ordenador

“Estoy donde siempre me encontrarás: el cine”

Sábado, Enero 23rd, 2010

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Vamos, que se me ha muerto otro de los mitos que pueblan mi desquiciada cabeza. A veces pienso que el tiempo conspira sólo para hacernos un poco más infelices. Y enterarme hoy de que ha dejado este mundo de vivos fantasmas una estrella rutilante y viva que forjó mi memoria como espectador me deja si cabe un poco más huérfano y aislado en la pesada realidad que nos rodea.

Ha muerto Jean Simmons. Dama de inquietante belleza. Unos la recordarán por Narcico Negro. Otros por La túnica sagrada y Desireé aunque quien les escribe confiesa que se enamoró perdidamente de ella por sus papeles en Horizontes de grandeza, gradioso western dirigido por el gigantesco William Wyler; la prodigiosa santa impostada que asumió en El fuego y la palabra del siempre reivindicable Richard Brooks y cómo no por la esclava romana que enamora a Espartaco con cuerpo y cara de Kirk Douglas en esa casi obra maestra que firmó Stanley Kubrick. Si me apuran, también me quedo con la ¿casta? protagonista que interpretó en ese delicioso musical que es Ellos y ellas del cínico  Joseph L. Mankiewicz.

Simmons cuenta con más películas. Una filmografía extensa que invito a los cinéfilos del mundo unidos en la congoja tras conocer su muerte a que investiguen en la red de redes. Yo sólo puedo quedarme con una imagen fija y obsesiva en mi cabeza, la extraordinaria escena de amor que mantiene con Douglas en Espartaco. Escena que subraya una de las más hermosas bandas sonoras escritas para el cine por Alex North, y que recuerda ahora quien les escribe con el corazón –una vez más– partido.

Así somos los tontos que crecimos viendo películas en televisión. Repitiendo los nombres de las estrellas que se anunciaban en los títulos de créditos. Más tarde, al volver a ver muchos de estos largometrajes no dejaba de quedar fascinado por la extraña, turbia y aparentemente gélida belleza de esta actriz de origen británico.

Demasiados recuerdos que toman forma de película de las de antes. Obras la mayoría de ellas redondas. Se casó con Stewart Granger (el protagonista de Las minas del rey salomón y Scaramouche) y el ya citado Richard Brooks, director de Los profesionales y A sangre fría, entre otros grandes títulos.

Me quedo con la mente en blanco mientras me pregunto: ¿de verdad que ya no volverá a estar entre nosotros, señora Simmons?

Y me contesta un conmovedor susurro que sopla con el viento: “estoy donde siempre me encontrarás: el cine.”

Saludos, una vez más fúnebres, desde este lado del ordenador.

Ha muerto Rohmer

Lunes, Enero 11th, 2010

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Ha muerto Eric Rohmer. Probablemente a las nuevas generaciones de cinéfilos y cinéfagos el nombre poco o nada les diga, pero basta recordar que el cineasta formó parte de lo que se conoció como nouvelle vague, movimiento que en los años 60 sacudió las estructuras narrativas del cine desde sus cimientos. Rohmer pertenece así a aquel grupo de genios desmelenados llamados Godard, Resnais, Truffaut, Chabrol, Rivette… puñado de airados que marcaron época, si bien el paso inevitable del tiempo acabó por ser implacable con la obra de algunos de ellos.

Resulta siniestramente curioso, pero ayer mismo, domingo, hablando de cine francés con un amigo salió en numerosas ocasiones el nombre de Rohmer en la conversación. Tuve la suerte de ver bastante de sus películas en unos años donde el cine todavía no se había devaluado, y coincidí con ese amigo en que entre tanto genio vague, Rohmer casi parecía un bicho raro.

Mis preferencias por esos bastardos siempre se decantaron por la mirada de Chabrol, también por la de Truffaut y por el loco de Resnais. Detestaba con cordialidad a Godard. Pero a Rohmer, a Rohmer no terminaba por ubicarlo. Su cine, francamente, me descolocaba. Porque el buen Rohmer, el Rohmer que lo hizo un gigante es el que hablaba de esa cosa que llamamos amor.

Si me quedo con algunas de sus películas es, pues, con Pauline en la playa. Una cinta aparentemente sencilla, donde parece que no pasa nada. Mi amigo prefiere Lancelot du Lac, filme cuya estética pastoril imitó John Boorman en su extravagante Excalibur. También me qudo con su La marquesa de O. Y probablemente con alguna otra más, pero mi gastada memoria no encuentra títulos en su fichero.

Rohmer fue jefe de redacción de la mítica Cahiers du cinéma, donde compartió pupitre con el padre de esa generación de animales intelectuales como fue la Nouvelle Vague, el hoy olvidado André Bazin. Ojeo uno de los libros traducidos al castellano de Bazin que encuentro en mi biblioteca… Y pienso que en aquellos años 60 y 70 esto del cine era algo más que pasión.

Invito a la Filmoteca Canaria a que organice un ciclo Rohmer.

El cine, hoy más que nunca, necesita de su mirada.

Saludos, fúnebres, desde este lado del ordenador.

Ese maldito cineasta maldito

Miércoles, Diciembre 30th, 2009

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LA MUERTE TIENE UN PRECIO

Si hay un cineasta español que marcó a toda una generación de futuros cineastas y que también contribuyó a forjar el temple de toda una generación de espectadores españoles durante los años 80 del pasado siglo fue Iván Zulueta. Director de no sé cuántos cortos y dos largos: Un, dos, tres, al escondite inglés y quizá su obra maestra Arebato, una película que marca un antes y un después en la agitada pero sobre todo meridianamente pasable historia oficial del cine español.

Recuerdo que en aquellos tiempos en los que todavía era un joven y despistado estudiante de provincias en la capital de España la pregunta de moda consitía en saber si habías visto o no habías visto Arrebato.

ÉRASE UNA VEZ EN…

Si no me falla la memoria, en aquel entonces los aún multicines Alphaville la exhibían en una de sus ya legendarias sesiones golfas, ya entrada la madrugada. Por obra y gracia de Arrebato, aquellas salas se transformaron en una improvisada Meca para una espontánea legión de ateos y agnósticos confesos, reconvertidos en postmodernos por cuya estética los reconocerán: pelos de puntas y pintas cadavéricas.

Con esto quiero decir que Arrebato se convirtió en una de las primeras películas de culto de nuestro pedigüeño y revoltoso cine español. Cine español cuyo brazo metropolitano se extiende a las Canarias.

POR UN PUÑADO DE DÓLARES

El filme generó así un boca oreja que sólo hacía crecer aquel título entre los que todavía no habíamos tenido el placer de descubrilo en pantalla. Además, y con la forma de leyendas, circulaban cantidad de rumores en torno al filme de Zulueta. Una afirmaba que  el cineasta japonés Akira Kurosawa había quedado deslumbrado con sus imágenes. Otra, que los protagonistas de la cinta (Eusebio Poncela, el gran Will More, Cecilia Roth) no experimentaban con drogas de pega precisamente en el largo e intenso rodaje.

Sean o no sean ciertos estos rumores, el caso es que también fui uno de tantos que marchó en peregrinación al cine a ver aquella película.

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA

Y fue tanto el impacto, que todavía lo mantiene muy fresco en el disco duro de su memoria. Impacto, sacudida, la sensación extraña de que pese a que estaba viendo una película española no era una película española. No podía ser española.

Arrebato es un cuento de terror, un cuento de amor y un cuento de vampiros que apenas ha sufrido arañazos por su audacia ante el avance inevitable de los años. Y todo ello pese a no ser una obra maestra, pero sí una obra que tiene alma. Un espíritu si quieren que supo retratar las pasiones que conmovían a los jóvenes de este país en la ya lejana década de los 80.

Ahí se percibe el miedo pero también las terribles ganas por el cambio. La fascinación por la imagen, la perfecta soledad que empapó a muchos cuando cayeron en los infiernos de  los paraísos artificiales que proporcionaba la heroína. Esa lucha por nada, consciente unos de que se avecinaba el fin de unos tiempos que nos cogía descolocados mientras nuestros hermanos mayores no se cansaban de contarnos lo que habían conseguido tras enfrentarse a los grises

Arrebato es, en definitiva, una gran película que sin ser redonda habla sobre el Miedo. O los miedos de muchos de nosotros. Pero sobre todo es un título valiente y rompedor en el cine español de aquellos años, muy preocupado todavía por los fantasmas de la guerra civil y encaprichado y seducido por la nefasta comedia madrileña. Hoy cine rancio, muerto.

Tras estas dos películas, el cineasta se retiró a sus cuarteles de invierno, donde siguió colaborando diseñando carteles para películas, entre otros, firmadas por Pedro Almodóvar o José Luis Garci. Son carteles de autor. Personales, obras de arte casi en la obra de un artista que sin llegar a lo sublime sí que rozó sus territorios para contaminarnos con su visión de la vida y de la muerte. Y del cine como el sueño de los vampiros.

Definitivamente, el cine español ya no fue el mismo. Y todo gracias a ese maldito cineasta maldito.

Saludos, negros, desde este lado del ordenador.

Un tipo incómodo: Antonio Bernal

Jueves, Diciembre 3rd, 2009

Me entero vía sms y más tarde lo corrobora un e-mail, que el periodista Antonio Bernal ha muerto. Tenía 53 años. No me resulta nada sencillo escribir sobre un compañero cuyos últimos años de vida estuvieron marcados por la fatalidad.

Y es que últimamente resultaba una presencia incómoda en su vagabundear por este Santa Cruz de Tenerife ante la indiferencia de todos. Es probable que ahora, que está muerto, muchos se lleven las manos a la cabeza, pero la verdad era que casi nadie quería encontrarse con él. Con ese reconocido periodista de Sucesos que cuando lo mandaron a la puta calle sólo encontró rumbo hacia la deriva.

Digámoslo con crudeza: Antonio Bernal no tenía un duro. Te pedía monedas para comprar un bocadillo o un pan, algo que llevarse a la boca, y te contaba entonces muy resentido lo mal que le iba. Acabó por convertirse en otro de esos fantasmas santacruceros, siempre con su eterno suéter rojo moteado de caspa o su gabardina azul marino si él tiempo amenazaba tormenta. Siempre con libros bajo el brazo. Y periódicos pasados de fechas, papeles…

Sin quererlo, porque estas cosas no las quiere nadie, Bernal encarnó a su manera el destino fatal de quien ha sido abandonado por la sociedad. Sin oficio ni beneficio, un tipo incómodo que algunos evitaban cruzando de acera. Un periodista de calle que acabó en  la calle. Un profesional de los de antes, cuando en las redacciones no existían computadoras y sí máquinas de escribir. Un periodista que se especializó en la siempre negra crónica de sucesos. Un tipo que llevaba a cuestas un porrón de años oliendo tinta y a quien, cuando lo mandaron a paseo, no se le valoró los años dedicados a la causa porque el periodismo es un trabajo que no valora virtudes como la veteranía. O los reflejos que le quedan al perro viejo pero aún con dientes.

En fin, que ha muerto Antonio Bernal.

Todos, absolutamente todos, dejamos que se hundiera en el lodazal. Así que espero que ahora pueda descansar en paz.

P.D.: Les invito a que lean este estupendo artículo de Carmen Ruano cuya conclusión resume a la perfección a quienes transmiten noticias: ”Los periodistas, decimos, no comemos carne de perro, pero no nos importa tratar a un colega como a un perro”. Mejor imposible.

Saludos, impregnados de tristeza rabiosa, desde este lado del ordenador.