La maldición del hombre lobo: muere Jacinto Molina. Vive Paul Naschy

Martes, Diciembre 1st, 2009

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No tenía un físico resultón. Ni siquiera una cara inquietante. Su cuerpo, forjado en la disciplina de la halterofilia, no era lo que se dice muy felino, más bien robusto, pero aquel que comenzó siendo Jacinto Molina y para todos nosotros Paul Naschy consiguió a base de tenacidad y un amor al fantástico desarmante lo que parecía imposible, que se codeara en vida, y desde hoy en el reino de los no muertos, con los más grandes actores y actrices del género de terror.

¿Escuchan el lamento de los lobos? Lloran mirando a la luna llena y plateada porque se les ha ido de juerga eterna uno de los hombres que más contribuyó a consolidar el mito del licántropo en el cine. Naschy fue Waldemar Daninsky, aquel personaje trágico que se transformaba en un hombre peludo y rabioso pese a que su otra mitad humana, encadenada y doliente, se esforzara por pasar el mono mientras era sacudido por la metamorfosis que nos aqueja a todos aquellos que hemos sido marcados por El Lobo.

Paul Naschy forma parte ya de la Historia del cine fantástico y no sólo del todavía subdesarrollado cine español. Si Naschy era su nombre artístico, Daninsky fue el personaje por el que muchos aficionados lo recordaremos cuando nos llame también la hora de la tumba.

Con graves problemas de alopecia en los últimos tiempos, pero siempre pinta de tipo simpático, Naschy se hizo querer entre los aficionados que crecimos con su cine. No daba miedo, o al menos a mí nunca me dio miedo, pero cada una de las películas que protagonizó e incluso dirigió, vistas hoy siguen siendo igual de audaces y delirantes que por aquel entonces, lo que pide a gritos urgentemente su recuperación.

Recuerdo la de sonrisas cuajadas de horror que me provocaron filmes como El jorobado de la morgue, una cinta con ecos lovecraftianos de una dureza loca irrepetible. También su estremecedora composición de Gilles de Lancre (una suerte de zombificado y retorcido Gilles de Ray) en la descacharrante y demoledora El mariscal del infierno. O en El espanto surge de la tumba y también en Exorcismo. Largometrajes todos ellos que no harán pestañear a los aficionados al cine serio –o ese que no sé yo si sus seguidores se toman tan en serio–, pero que conmueve porque forma parte de la memoria cinéfila de quienes nos curtimos sin sonrojo en las sesiones de cine de barrio.

Escucho el aullido triste de los lobos y comprendo que yo también soy de aquellos que tiene la marca del licántropo metida en el alma. Por eso, enterarme hoy por un frío mensaje telefónico que nos ha dejado el hombre pero no el mito, me llena de una tristeza extraña. Tristeza porque en este país que apoya la producción de películas que sólo ven familiares y amigos del director y sus actores, disfrazadas casi siempre de incomprensible comedia, Naschy se empeñó en hacer cine fantástico pese a que la ridícula Industria nacional lo mirara con desprecio y la crítica cegata se cebara en su contra acusándolo (en el mejor de los casos) de aficionado. Afortunadamente, Daninsky no les prestó mucha atención, aunque humillado y ofendido continuó haciendo su trabajo lo mejor que pudo: con loable entusiasmo e independencia. Y ese entusiasmo e independencia supo contagiárselo a espectadores de todo el mundo, donde para algunos es una leyenda venerada como en el insólito Japón.

Hace unas semanas leí un estupendo artículo de Juan Manuel de Prada en el suplemento cultural del ABCABCD de las artes y las letras, donde elogiaba El huerto del francés, la segunda película como director de Jacinto Molina. Impecablemente escrito, el autor de Las máscaras del héroe defendía un título de nuestro habitualmente aburrido y ombliguista cine español, dando a entender a quienes lapidaron a Naschy cuán equivocados estaban al no saber valorar el talento de nuestro peculiar fabricante de pesadillas nocturnas.

Claro que estas cosas pasan.

Así que será fruto de la casualidad, hermanas y hermanos licántropos, pero mañana miércoles tenemos luna llena.

Saludos, encadenado y aullando, desde este lado del ordenador.

Ha muerto José Antonio Vázquez Rial, una de las voces de Fyffes

Miércoles, Noviembre 18th, 2009

Me imagino que, como a muchos lectores, la única obra que he leído de José Antonio Rial, fallecido la tarde del lunes a los 98 años de edad en Caracas, Venezuela, fue su ya legendario La prisión de Fyffes. De hecho, creo que fue a raíz de esta ¿novela? ¿testimonio? cuando el infierno que pasaron los vencidos de la Guerra Civil en Canarias se fue materializando en mi imaginario pese a pertenecer a una familia cuya rama paterna resultó fatalmente herida por el conflicto, al contar con un abuelo que sufrió presidio por su pertenencia a la masonería y un tío abuelo anarquista que “desapareció” al ser arrojado al mar.

Escritor, periodista y dramaturgo, la vida de Rial –nacido en la bella ciudad de Cádiz en 1911 aunque canario de adopción al venir a vivir a estas ínsulas salvajes cuando apenas contaba con dos años– se me antoja sin embargo mucho más interesante que la irregular producción literaria que dejó atrás, si bien será recordado por el título que, imagino, muchos devoramos cuando España volvió a respirar democracia tras la muerte del general de cuyo nombre no quiero acordarme un, qué feroz ironía, 20 de noviembre de 1975.

Medalla de Oro de Canarias en 2007, miembro de Izquierda Republicana, y víctima de  dos consejos de guerra, el segundo por participar en conspiraciones en la cárcel, Rial se nos marchó al exilio en 1950, donde pese a las vicisitudes, supo prosperar y hacerse un nombre en Venezuela, primero como profesor en la Universidad Central y más tarde como catedrático en la Simón Bolívar. Su actividad periodística la desarrolló en el periódico El Universal y fue autor de Venezuela-Imán (1954), La muerte de García Lorca o Los últimos días del Libertador, entre otros libros.

Hace tiempo, y raíz de la publicación de Las nereydas del faro por el Centro de la Cultura Popular Canaria, mantuve una conversación telefónica con el escritor por motivos profesionales. De aquella charla, recuerdo muy bien que, pese a su edad, me sorprendió que mantuviera su cabeza relativamente despejada, y que pese a todos los avatares que padeció a causa de la guerra no guardara, confesó, ningún tipo de rencor por los que se empeñaron en destrozársela.

Me hizo entonces –y ahora también– concluir que los tuvo lo que se dice muy grandes.

Ya es hora de que aprendamos.

Saludos, de luto riguroso, desde este lado del ordenador.

¡Señoritaaaaa!

Martes, Noviembre 3rd, 2009

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El mejor cine español está contenido en los años cincuenta y principios de los sesenta. Este es mi juicio como espectador. Y gran parte de esa grandeza se debe a títulos que han terminado por convertirse en obra maestras del humor negro como El pisito, El cochecito, Los jueves, milagro y Plácido. También a retratos perversos y cómicos de la mediocridad celtibérica de la postguerra (Atraco a las tres) e incluso a entrañables y casposas historias familiares como La gran familia (y secuelas) que estuvieron protagonizadas todas ellas por un señor bajito, bigote facha y preocupante alopecia llamado José Luis López Vázquez. Probablemente el mejor actor que supo encarnar al españolito de a pie en pantalla grande.

Si me preguntan cómo imagino a los españoles de aquellos años, de aquella España que comenzaba a recuperarse de la pesadilla de la Guerra Civil, siempre tiene el rostro de López Vázquez. Un tipo que casi siempre hacía de señor cabreado, de chulo al que nadie le hacía caso y dotado de una voz prodigiosa cuyo timbre nunca jamás podrá ser imitado. Su “señoritaaaa…” pasará a la historia de nuestro cine con letras mayúsculas. Seña de identidad de un caballero profundo y algo rancio que se me antoja como una caricatura fina e inteligente de un tiempo que mi memoria cinéfila evoca en blanco y negro.

Recordando sus películas, y explorando en mis sentimientos como espectador los efectos que me generaba y seguirá generando, creo que López Vázquez, como casi todos los grandes actores y actrices de su tiempo, era consciente de su papel, personaje que fue modelando a su manera hasta transformalo, les contaba, en seña de identidad de quienes se abrían paso en aquel mundo complejo y difícil. Absurdamente reprimido y deprimente.

Fue además de un gran actor de comedias un profesional capaz de meterse en el drama, dando matices a sus personajes. A mí me encanta en esa película a redescubrir que es El bosque del lobo, del interesantísimo Pedro Olea; o en Mi querida señorita de Jaime de Armiñán, donde interpreta a una ¡mujer! y a un caballero. Aunque cuenta con más películas, muchas de ellas sonrojantes vistas en nuestros días donde nos venden pesadillas pseudos intelectuales llamadas, pongamos por ejemplo, Ágora, pero divertidas por sencillas y aparatosamente ingenuas como Sor Citröen, con la sin par Gracita Morales (actriz que estuvo casada con un familiar del actual alcalde de Santa Cruz de Tenerife).

Luis García Berlanga lo recuperó más tarde y en plena Transición para su serie de La escopeta nacional, donde repetía con más histrionismo si cabe su papel de siempre: español corajudo, pequeño pero matón. Facha de chiste. Pero si está presente en la memoria de la mayoría de los aficionados al cine de mi generación es por su papel de ciudadano perdido en la todavía estremecedora La cabina, de Antonio Mercero y con guión de un tal José Luis Garci antes de que se diera cuenta de qué grande es el cine.

A mi la imagen del pobre hombre encerrado en la cabina de teléfonos todavía me produce escalofríos, y me dio por reinterpretar, cuando habían cabinas de teléfono cerradas, aquella fascinante historia que, pasado el tiempo, comprendí que era metáfora de nuestra soledad como seres humanos moviéndonos en la jungla que es la ciudad. Grande o pequeña, que siempre es jungla.

Se ha muerto el genio. El maestro, el actorazo. Su señoritaaa me acompaña como un mantra mientras escribo estas líneas nerviosas. No sé si le rindo buen homenaje, de todas formas el mejor homenaje me lo ofreció él en pantalla. Grande y pequeña.

Y les dejo, Plácido me está llamando desde el televisor.

Saludos al maestro a este lado del ordenador.

K de Kaminsky

Domingo, Noviembre 1st, 2009

Me entero de forma casual que es una de las peores formas de enterarse de las cosas que hace tan solo unas semanas falleció el escritor norteamericano Stuart Kaminsky, creador del detective privado Toby Peters, entre otros.

En los años 80 la ya mítica editorial Júcar editó en España casi todas las novelas de su personaje más famoso, historias que transcurrían en la época dorada de Hollywood narradas con distante ironía. Entre otros títulos protagonizados por Peters, está Disparen sobre Errol Flynn, Los hermanos Marx en apuros, Movimientos inteligentes (con Albert Einstein compartiendo aventuras con el sagaz y divertido investigador privado); El factor Fala; Judy y Joe Louis, 10 y K.O.

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Es probable que si no está iniciado en el género policiaco, la desaparición de Kaminsky no le altere la conciencia pero si es uno de los muchos que disfrutó (y todavía disfruta) de las experiencias que narró sobre Peters, entenderá que se nos hacía necesario escribirle esta modesta referencia.

El abecedario de la novela negra y criminal ha perdido pues a una de sus letras más valiosas: la K de Kaminsky.

Saludos, plañideros, desde este lado del ordenador.

Rafael Arozarena, un pequeño recuerdo

Miércoles, Septiembre 30th, 2009

Me imagino que como muchos me entero del fallecimiento del escritor canario Rafael Arozarena por un mensaje en el móvil. Un mensaje sencillo, pero que te taladra por frío: “Ha muerto Arozarena”. A continuación me llama un amigo, uno de esos amigos alejados del mundo cultural y cultureta que nos rodea, para contarme que la novela Mararía forma parte de su vida porque en sus tiempos de estudiante la leyó por obligación, y que pese a ser de impuesta lectura, le marcó profundamente porque se le metió dentro esa excelente historia de amores trágicos que además se desarrollaba en Lanzarote. 

En alguna entrevista que le hice, Arozarena solía explicar que si bien no estaba harto del fenómeno Mararía, a él le daba cierta pena que el público obviara otra historia de la que sí se sentía más satisfecho como Cerveza de grano rojo, pero que más da, comentaba con cierta resignación guasona el escritor, a quien parecía no molestarle la sombra alargada de la de Femés.

Arozarena disfrutó a avanzada edad –la muerte se lo llevó con 86 años– esa liberadora sensación de que todo cuanto digas está más allá del bien y del mal. O la de hablar lo que quería y sobre lo que quería en un archipiélago poco dado escuchar  voces que se salen de tono. Además, y desde que tengo uso de razón, fue un personaje al que le rodeaba –como a otros compañeros de viaje– un halo de leyenda. Arozarena fue parte integrante del grupo fetasiano, grupo que ocupa por su trascendencia varios capítulos de esa historia todavía a medio escribir de la Literatura en Canarias junto a Isaac de Vega, Antonio Bermejo y José Antonio Padrón, cuyos textos, vueltos a leer, resultan radicalmente novedosos pero sobre todo valientes si uno piensa que cuando fueron escritos este país vivía sumido en la grisácea postguerra.

A finales de la década de los 90 del pasado siglo, el cineasta grancanario Antonio José Betancor llevó al cine Mararía, esa primera novela cuyo éxito opacó el resto de una intensa producción literaria cuyas obras completas, al cuidado del experto Juan José Delgado, publicó hace unos años Ediciones Idea. Respecto al irregular trabajo de Betancor, Arozarena nunca quiso pronunciarse aunque en cierta ocasión y a base de reiterarle la pregunta le reveló a este que les escribe quien sabe si cansado y ya muy hastiado que “esa Mararía es otra. Es una película, y una película nunca será una novela”.

Ha muerto Rafael Arozarena, escritor de cuentos, novelas y poesías.

Saludos tristes desde este lado del ordenador. 

Algo más que ‘Ghost’

Martes, Septiembre 15th, 2009

La primera imagen que tengo de Patrick Swayze empapelaba una carpeta de una compañera de estudios. Lo que significa que a su pesar, y a raíz de su muerte tal día como hoy, pasó de ser un objeto sexual a un mito cinematográfico de las dos últimas décadas del siglo pasado. En especial por el musical Diry Dancing y Ghost, filme este último que auguraba sin sonrojo alguno la moda nueva era que hoy más o menos nos rodea.

Como actor de aquellos años, Swayze nunca fue santo de mi devoción, aunque entiendo los numerosos recordatorios que se le están brindando en todo el planeta por ser el tipo que era. Y en especial por el combate que afrontó en el crepúsculo de su vida contra un cáncer de páncreas que no pudo borrar de sus ojos esa simpática franqueza que caracterizó su vida y su trabajo.

Resulta curioso que los héroes de nuestro tiempo ya no necesiten luchar contra los elementos externos sino contra lo que llevamos dentro, lo que entiendo como una especie de metáfora perversa que ataca nuestro sentido de la comodidad. Comodidad que se altera sobremanera cuando se le habla de muerte. Que son siempre dolorosas y terribles porque es un boleto cuyo gordo nos va a tocar a todos los que creemos existir.

No querría ponerme más pesimista de lo que habitualmente estoy, pero es que cuando compruebo que las leyendas de mi mocedad y juventud empiezan a desaparecer del mapa de la vida, siento un escalofrío porque noto que esa oscura señora de la que nos hablaba el viejo relato de Samarcanda, ha comenzado a llamar a nuestra puerta…

Pero no más oscuridades ni pensamientos negativos porque la vida es la forma más perfecta que conozco de asombro o perplejidad.

Los medios que han recordado hoy el fallecimiento del actor no han dejado de insistir que Swayze fue un actor guapo pero mediocre, también que tuvo la suerte de protagonizar esas dos películas anteriormente mencionadas que fueron auténticos fenómenos de taquilla de su tiempo.

A mi juicio, sin embargo, Patrick Swayze no fue un mal actor. En todo caso fue uno de tantos actores de su generación que se labró un porvenir en el cine gracias sobre todo a su físico agraciado. El problema que tuvo, como lo tuvieron la mayoría de sus compañeros de promoción, es que su paso por el cine norteamericano coincidió con una de las décadas (los 80) más olvidables de su generalmente brillante historia.

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Obviando en su filmografía los dos trabajos que tanto han celebrado los plumillas de medio mundo, si tuviera que escoger en la filmografía del actor me quedaría con Rebeldes (un Coppola menor, sin la altura de su Rumble Fish) y Amanecer Rojo, del ultraconservador John Milius, una película que confieso que tengo en mi dvdteca y que por delirante y mostrar los peores fantasmas de la era Reagan, como una hipotética invasión de Estados Unidos por fuerzas militares combinadas de la Unión Soviética, Nicaragua y Cuba, es de esas que a medida que pasa el tiempo terminará por convertirse en pieza de culto.

Swayze también protagonizó un delicioso policíaco surfero titulado Le llamaban Bodhi, una película interesante si se ve con distancia, no ya por las acrobacias de aquel grupo de maleantes sobre las olas sino por su aliento hippie y rebelde. ¿Recuerdan que aquellos chicos atracaban bancos con caretas de los presidentes de los Estados Unidos? ¿Se imaginan una película así en este país que llamamos España? ¿Con un grupo de pistoleros robando sucursales escondiendo sus rostros tras la imagen de Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero…?

Los cronistas de los telediarios han olvidado, además, su participación en la buenista La ciudad de la alegría; y en una de las más desarmantes películas de cine fantástico de los últimos tiempos: la extravagante Donnie Darko. Hizo más películas, en una de ellas incluso se divirtió travistiéndose como en A Wong Foo, gracias por todo, Julie Newmar, así que creo que por las cintas que he rememorado, Swayze ocupa un lugar privilegiado en mi memoria de espectador de los 80 y 90.

Se fue. Se ha ido. Otro pedacito de nuestra vida que pasa hacia el otro lado. Me pregunto si tras exhalar el último suspiro vio esa luz blanca que al final encontró en Ghost.

Saludos, una vez más perplejos, desde este lado del ordenador.