Cine de verano

Viernes, Mayo 10th, 2013

Recuerdo a Manolo paseando por el patio de colegio mientras recoge firmas para que Televisión Española exhiba El planeta de los simios. También Godzilla, porque a él las que le gustan son las de monstruos antediluvianos a los que despiertan de su letargo por culpa de una bomba nuclear detonada en el océano.

Y recuerdo a Paquito, que trabaja como repartidor en un supermercado, mientras nos pone películas en súper 8mm en las que más que doblar, se inventa los diálogos que dice en inglés sus admirados Abbot and Costello y que proyecta en una sábana que hace de pantalla en el salón de la casa de su madre.

Y recuerdo a Diego, un tipo bajito de pelo rizado que llama a las mujeres andovas, que compra toda clase de revistas de cine y que es una enciclopedia viviente porque se sabe todo de actores, actrices, cineastas y la madre que los parió cuando recita con memoria fotográfica su filmografía al completo dejándonos a los que lo escuchamos con la boca literalmente abierta.

Recuerdos que hoy recupero repentinamente mientras leo la fascinante novela Graceland, del escritor Chris Abani, en la que narra la vida de un adolescente, Elvis, que se busca la vida en Lagos (Nigeria), y que para evadirse de la brutal realidad que lo rodea se refugia en libros y en cine.

Un cine que cuando lo describe me hace evocar un tiempo no sé si perdido pero que aún almaceno en el disco duro de mi memoria.

Un tiempo, explico, en el que estoy fabricando los primeros prejuicios para mi perjuicio.

Es decir, que hasta ese entonces conservo una mirada inocente y ansiosa que más tarde me enseñará a distinguir lo que gusta de lo que disgusta.

Recuerdo así estar en el cine de verano de la hoy ruinosa Plaza de Toros de mi ciudad, donde contemplo, ya es habitual, que se queme la película en pantalla, lo que obliga a que se interrumpa la velada para, una vez lo arregle el proyeccionista, se reponga sin que nos importe al público que se hayan perdido cinco o más minutos del filme porque la gracia de esas sesiones de verano radica no ya en la película sino en el ambiente que se (des)organiza en el coso taurino en el que, afirmo, veo un murciélago volar por los cielos mientras Drácula negro, con unas patillazas de escándalo igual de grandes que sus colmillos, hace de las suyas…

Recuerdos –saben– de un tiempo en los que ir a cine resulta además de barato y divertido, algo así como una aventura.

Una aventura cuyo avituallamiento consiste en bolsas de pipas Churruca y una botella de Casera.

Y una aventura en la que la película puede comenzar por el final y terminar por el principio porque al proyeccionista, ¡Linternaaa!, se ha equivocado de rollo.

Ahí las risas, ahí los comentarios a gritos de un entusiasta con talento de entre el público; ahí el famoso Linternaaa que intenta poner orden en un caos que solo es aparente porque forma parte de una misma unidad: cine de verano en la Plaza de Toros.

Cine de verano que me enseña, como nadie jamás podrá enseñarme, a ver cine cuando la película se queda sin sonido dando paso a los silbidos del respetable para que el que hace de Linterna/acomodador avise al proyeccionista de : “rebenque, súbeme el puñetero volumen.”

- Linternaaa, mano, que no se oye…

- Linternaaa

Recuerdos de unos años en los que apenas tengo algo en el bolsillo, y cuando tengo algo en el bolsillo lo invierto en esos largos y cálidos veranos comprando La Casera y pipas Churruca para ver películas en casa de Paquito, que dobla y se inventa los diálogos que dicen Abbot y Costello, así como en ese cine de verano en la Plaza de Toros.

Sesiones a las que ya dediqué un post pero que hoy, reitero, vuelven a mi memoria mientras leo Graceland, de Abani, una novela que edita Baile del Sol Ediciones y a la que le dedicaré unas líneas cuando la termine…

… Aunque me cueste terminarla por lo que este libro me está mostrando, enseñando y sobre todo –creo que ésa es su mayor virtud– reconciliando con un pasado con el que hasta el día de ayer no deseaba identificarme.

Y pienso en todo eso mientras paseo por una capital en la cae un sol de justicia.

En la primera vez.

En las primeras experiencias lúdicas con el cine.

Es decir, en Paquito que exhibe películas en su proyector de súper 8mm; en Manolo que irrumpe un día en casa de Paquito con una versión de media hora del Frankenstein de James Whale doblada al alemán y como Paquito le asegura que “no hay problema, sé hablar alemán” aunque no tenga pajolera idea; así como de ese cine de verano en la Plaza de Toros que me foguea para mis posteriores incursiones en el Delta, el Somosierra o el Fraga porque allí reponen los estrenos que pasan en las elegantes salas del centro donde el portero no me deja entrar por menor de edad.

¿Echo de menos todo aquello?

La verdad es que no lo sé.

Pero sí que digiero aquel tiempo con una resignada y quiero pensar que irónica nostalgia.

El lastre que arrastro de ese pasado es que son ya demasiado los amigos que se quedaron por el camino por una u otra razón.

También que el paisaje de la ciudad en la que vivo olvida y abandona a su suerte un espacio como la Plaza de Toros porque actualmente no hay dinero.

Yo mismo incluso me he transformado en otra persona que a veces es incapaz de reconocerse cuando se contempla en fotografías en la que tenía apenas quince o dieciséis años…

Busco en todo caso mi particular Graceland, aunque me golpee desesperadamente la cabeza contra el muro como lo hace Francisco Rabal en La fuerza del silencio –una película que vi en un cine de Santa Cruz de La Palma mientras un ratón paseaba como Pedro por su casa por el pasillo que dividía la fila de butacas– para despertar de este letargo que me atrapa y que ahora entiendo es solo un reflejo para que abra los ojos como si fuera un hibernado Godzilla.

Saludos, con el sabor de las pipas Churruca en la boca, desde este lado del ordenador.

La Muerte Deseada: Ven y enloquece…

Jueves, Noviembre 8th, 2012

La primera vez que la vi solo me quedé con los tiros y con el gigantesco Charles Bronson –que es uno de esos actores que siempre hizo de sí mismo porque no sabía hacerlo de otra forma– titulada en España como El justiciero de la ciudad (Death Wish, Michael Winner, 1974).

A la sombra de su éxito, más si tenemos en cuenta que se trata de una producción de bajo presupuesto, se rodaron más entregas con Bronson siempre como hierático protagonista, aunque ninguna de ellas superara a la original.

Un título pues que puede considerarse como seminal en esa especie de subgénero del cine de acción como es el del justicieros. O el de un hombre –o una mujer– de aparente naturaleza pacífica que pierde los nervios cuando le arrebatan la razón de su vida.

Vuelta a ver el otro día, y por una afortunada casualidad mientras me encontraba zapeando canales, redescubro en El justiciero de la ciudad un filme de una fascinante tosquedad, pero también ambiguas y nihilistas lecturas que difumina la etiqueta de fascistoide con la que lo lapidó un sector de la crítica y de un público atontado desde el día de su estreno.

Partiendo de la base que El justiciero de la ciudad es cine de barrio del de verdad, revisionarla en estos tiempos que corren le ha conferido una siniestra actualidad y un aire de tragedia que la convierten a mis ojos en una pieza que, pese a su ruda violencia, merece reivindicarse como la gran pequeña película es.

La historia, imagino, ya la saben.

Tras sufrir una brutal agresión su mujer y su hija, Paul Kersey, un ciudadano liberal y objetor de conciencia –renunció servir a su país en la guerra de Corea– decide vengarse acosando y eliminando a todos los delincuentes de Nueva York que actúan por la noche…

El justiciero, como lo bautiza la prensa sensacionalista, comienza a generar admiradores mientras los índices de delincuencia en la ciudad que nunca duerme descienden escandalosamente mientras la policía se pregunta quién coño es ese individuo que le está quitando su papel de vigilantes…

A lo que responde Kersey/Bronson: “Si la policía no nos defiende ¿por qué no defendernos nosotros mismos?

Contada así las cosas, El justiciero de la ciudad puede entenderse como  una película de objetivo signo ultraderechista pero no se queden solo en la superficie…

Porque esta película se merece un nuevo vistazo en este siglo XXI empeñado en hacernos más pobres y resignadamente cretinos.

Descubran, o redescubran además, el trabajo de quien fue el puto amo: Charles Bronson.  Un actor que si bien no se caracterizó por su variedad de registros fue capaz de hacer un género.

O subgénero.

Pero de género va la cosa.

Observad a Paul Kersey.

Un tipo que, probablemente, podrías ser tú.

Ha dejado su disfraz de Jekyll para transformarte en su Mr. Hyde.

Un psicópata.

Un psicópata desencadenado.  

En el Justiciero de la noche las ejecuciones que realiza Kersey/Bronson son claras provocaciones de un ciudadano normal y corriente –ahora trastornado– que se mete en la boca del lobo para limpiar de “mugre” la gran ciudad.

Asesina a los delincuentes, a la mayoría por la espalda, con una frialdad y un placer cobarde que desarma.

Y a medida que va regando de cadáveres la gran ciudad, Kersey/Bronson disfruta, digo, un poquito más de su trabajo.

Cambia la decoración de su casa, pinta las paredes con colores vivos. Acto que le recrimina su hijo.

Bronson responde: “¿Y qué quieres que haga?” antes de preguntarle cómo desea el hígado que van a cenar…

“Medio crudo”, dice Bronson antes de esperar la respuesta mientras se mete en la cocina.

A medida que avanza la película Bronson se vuelve más loco, aunque le parezca más cuerdo a sus compañeros de trabajo.

Almorzando con ellos en un restaurante que tiene la televisión encendida y en la que pasan las noticias en la que se informa de las últimas ejecuciones de El justiciero, uno comenta que la ciudad parece más tranquila desde que patrulla las calles esa especie de Batman de clase media.

Kersey/Bronson le invita entonces a que lo compruebe paseando esa noche por la avenida Columbus, que debe ser la peor de la ciudad.

El otro sonríe nervioso y responde algo así que ni loco…

Filme de una ruda esquizofrenia, y rodado con un frío distanciamiento que hace imposible que uno se identifique con ese hombre corriente que se ha pasado al otro lado, El justiciero de la ciudad es una película que advierte que nadie debe está por encima de la ley.

Y mucho menos alguien normal y corriente que ha perdido su razón de existir.

No quiero destripar lo que pasa con este asesino psicópata de clase media venido a menos.

Un asesino psicópata que, por otro lado, es el protagonista absoluto del filme… Un filme que raya la perfección de absurdo esquizofrénico cuando el protagonista justifica al Justiciero reivindicando el espíritu de los pionero que forjaron lo que hoy son los Estados Unidos…

Claro que a puntito de llegar al final, digamos que el peso de la Ley que rige la ciudad le recomienda con buenas palabras que se marche tras descubrir su identidad…

Es decir, que no le quite el trabajo sucio a esa policía en la que él ya no cree.

Policía en la que no cree Kersey/Bronson no porque fuera incapaz de evitar el brutal asesinato de su esposa y que dejara a su hija en estado catatónico, sino porque al fin ha enloquecido. Se ha transformado en un lobo solitario sediento de sangre al que se insiste que siga vistiendo una ridícula piel de cordero…

Su pasado está hecho trizas.

Y lo que ha renacido de entre esas trizas es un puto loco.

Un puto loco que en uno de los mejores y más despiadados finales de la historia del cine nos dice: “estoy en otra ciudad pero soy el justiciero.”

Me desarma, me acongoja, me deja k.o. esta revisión insólita, y afortunada, de esta pequeña gran obra de los setenta.

Cine sucio.

Cine de barrio.

Cine tabú.

Es decir, cine políticamente incorrecto.   

Saludos, grande, siempre grande Charles Bronson, desde este lado del ordenador.

Malditos roedores

Miércoles, Julio 18th, 2012

Hay escritores cuya obra permanece inalterable con el paso del tiempo. Casi como si hubieran hecho un pacto con el mismísimo diablo porque apenas noto en ellas el arañazo del tiempo en su lectura y relecturas y sí nuevas claves e intenciones que no han perdido una gozosa actualidad, lo que hace que las descubra y redescubra con asombrada mirada…

Y no, no son vaguedades para justificar las razones de porqué me siguen atrayendo determinados libros por mucho que estuvieran escritos a finales del siglo XIX y principios del XX. Este es el caso, entre otros, de H. G. Wells, a quienes algunos consideran el padre de la ciencia ficción, aunque otros reclaman ese mismo derecho a Julio Verne.

Ya dediqué en cierta ocasión un post a Wells, autor al que llegué por fortuna siendo adolescente y desde entonces continúa acompañándome en el camino y emocionándome cuando me encuentro con algunos de sus libros. Por ello, quiero centrar mi atención en una adaptación cinematográfica dedicada a uno de sus títulos menos conocidos pero para quien les escribe uno de los más inquietantes y puntuales para entender su talento y agradecer el filme que me lo dio a conocer cuando solo había devorado La isla del doctor Moreau, La guerra de los mundos y El hombre invisible.

Me refiero a El alimento de los dioses, película de los años setenta dirigida por Bert I. Gordon, un cineasta fogueado en cintas de bajo presupuesto y con cierta querencia al gigantismo. Las iniciales del director son, de hecho, BIG, que en español se traduce como grande.

Gordon es responsable, entre otras cintas, de El increíble hombre creciente (The Amazing Colossal Man); Earth versus the Spider y The Empire of the Ants, entre otras, aunque la película por la que más lo recuerdo es por El alimento de los dioses (1976), basada en la novela de Wells y material literario que también inspiró una cinta precedente del director, Village of the Giants, estrenada en 1965.

Al cineasta y productor, también co-guionista de muchas de sus películas, no le interesaba demasiado lo actores como a otro grande del cine de serie B estadounidense, George Pal, pero sí se preocupaba por la historia y de dotarlas de efectos especiales que resultaran creíbles e impactantes al menos para su época.

Como otras tantas películas, entré a ver El alimento de los dioses en el cine Price de la capital tinerfeña atraído por su cartel, el mismo cartel que ilustra ahora este post sentimental y de espectador autodidacta curtido en cines de reestreno donde solían dejarme entrar pese a la edad y de los que no me cansaré nunca de repetir que en aquel entonces era lo más parecido a una aventura no ya por lo que contemplabas en pantalla sino por la gente que tenías sentada a tu alrededor.

Mi recuerdo de El alimento de los dioses de Gordon es algo así como un esplendoroso subidón de azúcar porque el filme reunía todos los elementos que me atraen del género: un grupo de personajes debe de enfrentarse en un entorno hostil a una amenaza misteriosa que parece que les supera en todas sus fuerzas…

Protagonizada por los veteranos Ralph Meeker (el mejor Mike Hammer en la mejor adaptación de una novela de Mike Spillane, El beso de la muerte) e Ida Lupino (El último refugio y Junior Bonner), Jon Cypher, Pamela Franklin, Marjoe Gortner y John McLiam, y coproducido por Samuel Z. Arkoff, El alimento de los dioses se desarrolla en una isla perdida de Canadá en la que una extraña sustancia química creada por el hombre hace crecer a los animales domésticos con el único propósito de resolver el problema del hambre en el mundo. Con lo que no cuenta el empresario que espera sacar tajada del invento, Ralph Meeker, es que también se alimentan de esta sustancia bichos tan repugnantes como avispas y ratas.

Contemplar cómo se las apañan las dos parejas protagonistas, que están rodeados en una casa por estas criaturas, durante la mayor parte de la segunda mitad de la película es uno de los atractivos que todavía hacen que esta cinta esté grabada en el disco duro de mi memoria. Es probable porque mi yo como espectador se identificaba con su desesperada lucha por sobrevivir. Especialmente ante el ataque que sufren de las ratas, lideradas todas ellas por un ratón blanco de perversos ojos escarlatas.

Vista de nuevo, es verdad que el paso del tiempo ha sido digamos que implacable con El alimento de los dioses, pero aún conserva un festivo espíritu gore que no decepcionará al aficionado y al despistado que tenga la suerte de encontrarse con ella. No cuenta la cinta, sin embargo, con el irónico pero terrible mensaje final de la novela original, aunque el the end sugiere la misma e inteligente conclusión que el título original de Wells…

Otras adaptaciones cinematográficas dedicadas al escritor para cuya obra lo que el viento se llevó carece de sentido son la excelente El hombre invisible (James Whale, 1933), La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932), que ha dado origen a otras tantas adaptaciones donde el doctor fue interpretado por Burt Lancaster y Marlon Brando; La guerra de los mundos (que además de la célebre alocución radiofónica capitaneada por Orson Welles dio origen a los filmes dirigidos por Byron Haskin, 1952  y Steven Spielberg, 2005) así como una novela de las muchas de no anticipación que escribió Wells, como es el delicioso musical camp La mitad de seis peniques (George Sidney, 1967), interpretado, entre otros actores, por el cantante Tommy Steele.

Saludos, me está gustando del cine de barrio, desde este lado del ordenador.

¡Basta de que te amarguen la vida!

Sábado, Diciembre 5th, 2009

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¿Dónde me llevas, Julie Andrews?

Tengo películas que no me canso de ver cuando se acercan y también cuando ya estamos en esas fechas marcadas al rojo en los calendarios del que dicen es Mundo Libre. El visionado de esas cintas, que como escribo se han convertido para mi en objeto de culto, me sirve para recuperar historias que por alguna razón me hicieron feliz o simplemente me emocionaron.

A su manera entiendo que esta costumbre –no sé si mala o buena– me sirve como de válvula de escape y es una forma como otra cualquiera de combatir el aburrimiento apostando por las que sé que me van a gustar siempre. Gusto, como verán, relativamente conservador. El caso es que pese a que me las sé de memoria y saberme escenas y diálogos casi completos, consiguen siempre que me sorprendan.

En esta pequeña lista de películas que yo llamo de comodín y que sólo veo en fiestas, se encuentra el clásico King Kong y Freaks, de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack y Tod Browning, respectivamante. Títulos que ocupan los primeros puestos en mi particular lista de la 10 mejores películas de la Historia del Cine. También recupero filmes como Lawrence de Arabia y El puente sobre el río Kwai, ambas de David Lean. Largos largometrajes que me dejaron atontado cuando aún era un infante que creía en mundos mágicos y de colores. Últimamente, porque desde hace unos diez años han pasado a formar parte de este peculiar registro, la trilogía de los dólares de Sergio Leone, así como sus operísticas Érase una vez en América y Érase una vez en el oeste (o Hasta que llegó su hora para no iniciados). Y cuando estoy triste de verdad porque no hay manera humana que me sume a la algarabía impostada de los Carnavales: Con faldas y a lo loco, El apartamento y, cómo no, Sopa de ganso o Una noche en la ópera, de los hermanos Marx. Le estoy muy agradecido a los cabrones de Billy Wilder, Chico, Harpo y Groucho por hacerme olvidar las frustraciones del universo mundo provinciano en el que me muevo como tiburón sin mandíbula.

¡Azúcaaaaaaar!

Otra de esas películas que me taladra el corazón y que suelo repescar cuando se aproximan fechas navideñas es Sonrisas y lágrimas, un musical familiar no apto para diabéticos dirigido por Robert Wise.

Les cuento todo esto porque la noche de ayer, viernes, me la pasé en casa revisando una vez más Sonrisas y lágrimas, un filme que, la verdad, me pone los pelos de punta. ¡A mí!, precisamente ¡a mí! Lo que me hace preguntar ¿por qué? No he encontrado respuesta todavía, luego sigue siendo un misterio que probablemente nunca resolveré.

Confieso ante notario que ayer, mientras veía la película con una nube de lágrimas enturbiando mis ojos, me hacía ésta y otras preguntas mientras intentaba racionalizar por qué disfruto tanto con esta película.

Más calorías, necesito más calorías…

Y no acierto a comprender, diablos, el porqué. Sonrisas y lágrimas es un musical, un género que pese a tolerar tampoco es santo de mi devoción. Aparecen siete niños bastante cursis, Julie Andrews hace como de Mary Poppins pero con fulgor uterino; el capitán Trapp (interpretado por mi admirado Cristopher Plummer) es un maltratador de infantes que se rehabilita gracias a la música mientras que los dos únicos personajes interesantes del filme: la glamorosa baronesa que protagoniza Eleanor Parker –probablemente una de las actrices más emotivamente sexuales de la Historia del Cine– y el canalla pero simpático tío Max son dos golfos encantadores que dan galantemente un paso atrás cuando se dan cuenta que su ingenio no puede contra ese muro de aplastante e idiota felicidad que encarna tan extraña familia.

No sé si lo saben, pero la famita Trapp existió realmente. Hay una película alemana de los años 50 que ya reproducía sus aventuras. Mucho tiempo antes de que esa excelente pareja de compositores que fueron Rodgers and Hammerstein escribieran las deliciosas canciones del musical que más tarde podríamos escuchar en todo el mundo gracias a la película. La versión española circuló con las canciones dobladas, circunstancia que siempre me ha hecho preguntar ¿quién fue el ingenioso que escribió la letra española de aquellas estupendas melodías?

¡Otro bienmesabe!, haga usted el favor.

En este mundo de dualismos tengo un amigo que detesta con toda la cordialidad del mundo Sonrisas y lágrimas pero que adora Mary Poppins. A mí por el contrario Mary Poppins me parece bonita pero sin la perfección de un bienmesabe que tiene Sonrisas y lágrimas. Y viendo la película nuevamente, mientras me hacía las dichosas interrogaciones, ya les digo, volvió una vez más a desarmarme.

Esta mañana, hablando con una buena amiga, le expliqué que quizá mi rendida fascinación a Sonrisas y lágrimas se deba a que la película habla además de la familia, la música, ser tontorronamente feliz y el amor como ariete para romper cualquier tipo de intolerancia (en el filme encarnada por los nazis, aquellos que agitaron la bandera con la araña negra), la de ser aceptado. O formar parte de un grupo. Ser reconocido y apreciado por otros. La película está repleta de canciones que animan a esta suerte de unión basada férreamente en la familia sin necesidad de que pertenezcas al mismo clan.

La deliciosa y reivindicable tripa de la felicidad.

No sé si esta es la clave que ando buscando. Sospecho que no, pero su visionado me sirve a modo de catarsis en estos tiempos siniestros que vivimos.

Lo único que tengo claro es que a mí este potente musical me sigue pareciendo una película idónea para calmar al león resentido que llevamos dentro. Alguno me podrá contestar que en todo caso te vuelve más gilipollas y si bien pudiera estar de acuerdo, saben qué les contesto, qué me importa un bledo.

Es más, pensándolo bien me encanta Sonrisas y lágrimas.

A paseo pues con lo de buscar razones con las que justificar mis emociones. Si están ahí es para que se queden.

Saludos, reivindicando el azúcar, desde este lado del ordenador.

As time goes bye

Sábado, Noviembre 28th, 2009

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- “¿Sabes?, si vas a guiar a la gente, tienes que tener adónde ir.”

Todos tenemos películas que por una razón u otra supieron sacudirnos. Películas que desde ese entonces te acompañan y que te mostraron sin ironías los fantasmas que se agarran a tu espíritu. Esos espectros empeñados en quedarse contigo hasta el final de tu existencia. La edad te va liberando de algunos de ellos, es verdad, pero también se te cuelan otros nuevos. Vampiros que te piden permiso con una sonrisa en los labios antes de que los dejes entrar. Y una vez instalados, los miedos más retorcidos se ramifican hasta atontarte un poquito más de lo que estás.

Afortunadamente, les digo, hay películas, conversaciones, libros, pinturas, músicas, tebeos, que por arte de magia te enseñan a combatirlos, a defenderte de sus garras invisibles. No sé a ustedes, pero cuando me refugio en la cómoda y placentera soledad que me he construido si hay algo que le exijo a un cuadro, a una fotografía, a una película, a un libro, a un tebeo o a una canción es que me libere de esos fantasmas caprichosos. O lo que es lo mismo, que contribuya a que sea mejor persona o al menos que sirva para enseñarme a soportarme.

- “Hasta las sociedades más primitivas sienten un respeto innato por los locos.”

Hay una larga lista de películas que me ayudaron a seguir caminando con la mente algo despejada y un corazón si cabe un poco más grande. Entre esas películas se encuentra un título de Francis Ford Coppola que apenas ha sido reivindicado por los seguidores del maestro. Director de dos obras imprescindibles de la historia del cine como son Apocalypse Now! y la trilogía de El Padrino, Coppola cuenta también con una de esas películas que guardo en mi rincón secreto y que suelo ver cuando intuyo que los espectros de los que hablaba comienzan a conspirar, contaminando mi cabeza con ideas raras.

Esa película es Rumble Fish, títulada delirantemente en nuestro país que es España como El chico de la moto.

Supongo que tuve la suerte de que me pegara tan fuerte porque tenía la edad apropiada. A veces tener la edad apropiada te hace descubrir cosas maravillosas. El guardián entre el centeno, Batman año 1 o Rumble Fish.

- “Cielos ¿cuánto tiempo me queda?, me quedan 35 veranos, piénsalo: 35 veranos.”

La vi en Madrid en uno de esos cines gigantescos que tenía Madrid antes de que las multisalas se empeñaran en trocearlos. El cine estaba ubicado próximo a la Gran Vía y adornaba su fachada uno de aquellos cartelones dibujados con el cartel de la película. Fui con un grupo de amigos y como me sucede a veces, creo que yo quería ver otra cinta antes que la de Coppola. Miraba con recelo aquella nueva apuesta juvenil del cineasta porque no guardaba buen recuerdo de su Rebeldes, también basada en una novela de la interesante escritora Susan E. Hinton. Supongo que al final me convencieron a que entrara con ellos porque no me apetecía meterme solo en otro cine. Así que siempre les estaré agradecido a esa gente que se empeñara en que la viera con ellos porque Rumble Fish fue para aquel estudiante de provincias una revelación.

Los ojos abiertos. Devorando la pantalla. Entregado a una historia tan sencilla que por eso se hace compleja y con la extraña sensación de que Coppola estaba contando mi historia a través de otros. Identificándome con un Mickey Rourke en estado de gracia que ya no quiere ser líder de nada. Asqueado de su pasado y presente, de ser un mito hecho carne para su hermano, interpretado por un Matt Dillon también en estado de gracia. Me enamoré, como es natural, de la caprichosa novia de Rusty James, una Diana Lane que corroboró una vez más que los caballeros las prefieren rubias aunque se casen con las morenas, y me conmoví con aquel padre borracho con cara de Dennis Hopper; el camarero filósofo con jeta de Tom Waits (cuyo personaje Benny dice: “El tiempo es una cosa muy curiosa. Un elemento muy curioso. Cuando eres joven, eres un niño, tienes tiempo para todo. Luego pasas un par de años de aquí para allá y no es importante. Pero cuanto más viejo eres, más te preguntas: ¿Cuánto tiempo me queda?”) o ese policía canalla con pinta de William Smith (el odiado Falconetti de la serie Hombre rico, hombre pobre).

Y el paso del tiempo, loco y veloz, que Coppola plasma con relojes. Relojes que no paran de andar. Y un blanco y negro poderoso que es como debe de ver la vida el daltónico Chico de la moto aunque haya color cuando aparecen los famosos peces de Siam, esos que viven atacándose entre ellos toda su existencia. Incluso a su propio reflejo cuando ya no queda ningún semejante en la pecera.

- “Una percepción aguda puede volverte loco.”

He visto Rumble Fish lo que se dice un montón de veces después. Embriagado por esa banda sonora escrita por el batería de The Police, Stewart Copeland, y descubro siempre cosas nuevas pese a que me la sepa casi de memoria. Claro que eso pasa siempre con las películas, los tebeos, los cuadros, las canciones, las fotografías que te han marcado al rojo vivo.

- “Tu hermano no pertenece a este mundo. Nació en la orilla equivocada.”

La vuelves a ver y sientes que los fantasmas que se agarran desesperadamente a tu cabeza desaparecen como enloquecidos, casi heridos de muerte. Te sientes así mucho mejor cuando llega el The End, y te quedas noqueado viendo los títulos de créditos finales preguntándote una vez más qué grande es el cine.

Qué grandes, demonios, es el cine.

NOTA: Todos los diálogos corresponden, obviamente, a Rumble Fish.

Saludos, mientras el tiempo pasa, desde este lado del ordenador.

Hazme reír y cántame una canción

Miércoles, Octubre 14th, 2009

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Resulta curioso como cambia uno con la edad. Cuando era pequeño no me gustaban los macarrones ni el gazpacho, platos que años más tarde se convertirían en indispensables en mi irregular dieta alimenticia. Detestaba, además, el olor de los cigarrillos hasta que un día y en un bar (¿dónde si no?) un amigo me enseñó lo fácil que era caer en las redes del vicio tragando, sencillamente, el humo. Me encantaban entonces las películas de la Toho sobre Godzilla y demás familia de monstruos japoneses hasta que un día, llevando ya pantalones largos y mientras veía una de ellas, me pregunté ¿cómo diablos te podía haber gustado eso? Afortunadamente con el paso de los años recobré mi ingenuo ojo infantil, por lo que he vuelto a disfrutar con las andanzas de aquel monstruo verde aplastando película sí película película no a la ciudad de Tokio.

Con los musicales siempre he mantenido una curiosa relación de amor y odio que no se me quita de la cabeza. No recuerdo, sin embargo, que me aburriera viendo las películas de Fred Astaire (en mayo pasado se cumplió el 110 aniversario de su nacimiento) y Ginger Rogers, y más tarde obras redondas del género como Cantando bajo la lluvia o Un americano en París, de Stanley Donen y Gene Kelly y Vincente Minelli, respectivamente, títulos que ocupan lugar en mi extraña –por kafkiana– deuvedeteca. Confieso que eso nunca me pasó con Siete novias para siete hermanos, película que por mucho que insistí en aquellas no tan inolvidables sesiones de cine a las 4, logró lo que parecía imposible, que me quedara dormido. Así que no sé muy bien cómo termina. Hay fragmentos de su celuloide que parpadean en mi memoria, pero por mucho que me esfuerzo no acabo por centrarlo y eso que, probablemente, la tuve que ver más de una vez.

Ahora que al género musical le pasa como al del oeste porque no termina de cuajar en esta postmoderneces que vivimos pese a que se haya colado sin tanta discreción en el corazón de los más jóvenes a través de marcianadas como High School y de tanto en tanto en las de dibujos animados de Walt Disney, debo de confesar que uno de los momentos más cargantes como espectador cinematográfico se producía cuando en aquellas tragedias animadas disfrazadas de ingenuo relato infantil por el demoníaco tío Walt los protagonistas se ponían… a cantar. Lo mismo me ocurría cuando en las comedias de los hermanos Marx, Harpo o Chico descubrían un arpa o un piano y le daban a las cuerdas o a las teclas. Y eso pese a que siendo un niño el mejor que me caía de los tres era Harpo, o el mudito como le llamábamos. Tuvo que pasar un tiempo para que me riera de las salvajes salidas de Groucho, y más pero mucho más tiempo del inclasificable apoyo humorístico que le prestaba su hermano Chico-lini.

Siendo todavía un zagal, y en una de mis primeras salidas al cine solo que es algo así como el recuerdo de tu primer amor, me metí en el Cinema Victoria a ver El mago de Oz, de Victor Fleming y con Judy Garland haciendo de la pequeña Dorothy (¿les suena lo de golpea tus talones juntos y repite las palabras: “Se está mejor en casa que en ningún sitio”?).

Allí estaba en aquel cine que parecía un garaje (de hecho terminó convirtiéndose en eso: un garaje) cuando se apagan las luces. Y entonces siento como la rabia reprimida sube por el estómago hasta mi boca cuando descubro que la película es… es… es ¡¡¡¡en blanco y negro!!!! Y ver una película en aquellos días donde la tele sólo te ofrecía blanco y negro sonaba a estafa cuando te metías en un cine porque ahí sí que se exhibía en poderosos y cinematográficos colores. Claro que más tarde me di cuenta de lo contrario, el día en que la tele sólo era en colores relegando el blanco y negro “al cine antiguo”.

Pero en fin, que se me pongan en situación. Ahí está el crío que ha salido por primera vez solo al cine, expulsando humo por la cabeza mientras resignado devora la clásica historia de la pobre Dorothy y su perrito Totó a los que arrastra un tornado hasta el mundo de Oz y ¡oh, sorpresa! aquel universo recreado en estudio es a todo COLOR.

A partir de ese día El mago de Oz es en uno de mis títulos de cabecera. Y eso que se trataba de un… musical. Pero tenía de todo un poco: un hombre de paja, un león y otro de hojalata; una bruja más fea que el Picio y el inquietante OZ que resulta que es… No, no voy a revelarles el secreto si no han visto la película. Eso sí,  que conste que desde entonces Over the raimbow se ha convertido en uno de mis himnos particulares. Canción que no me canso de tararear. Pase lo que pase. Me aplasten o no me aplasten. Sé mientras la tarareo que en algún lugar encontraré el camino de las baldosas amarillas…

Les contaba todo esto porque en esta rara relación que mantengo con los musicales norteamericanos, cuando antaño me aterraba que tras una conversación el chico y la chica protagonista se pusieran a cantar como si nada, con el paso del tiempo ese efecto es el que últimamente me cautiva más en estas películas.

Me imagino así paseando por las calles de la polvorienta Santa Cruz y subiéndome a los bancos de la rambla, viajando en el tranvía o recorriendo la avenida de Anaga o atravesando el Mercado cantando como un descocido. Y que la gente se pone a cantar conmigo.

No negarán que tiene algo de fantástico y si lo piensan casi de ciencia ficción. Lo escribo por lo de una presunta invasión extraterrestre que lanza un rayo sobre nuestro planeta para que dejemos por unos instantes de pensar en nosotros mismos entregándonos al mágico y placentero disfrute de cantar. Aunque sea mal.

La realidad, obviamente, no permite estas grandezas. Aunque para estimular la producción en algunas empresas están obligando últimamente a sus trabajadores a bailar mientras el público pasea por sus instalaciones. Pero no es lo mismo. No parece verdad porque es un baile impuesto. Otra manera que tienen los empresarios de humillar a sus obreros: “haced el ganso por cuatro euros porque si no: a la puta calle”. Todo lo contrario de un musical donde el chico es capaz de cantar bajo la lluvia porque está tontamente enamorado.

En fin, en estas idioteces es en las que piensa uno para no echarse a llorar todos los días.

Saludos, a lo supercalifrístico espialidoso, desde este lado del ordenador.