El mundo está loco, loco, loco en ‘Loquilandia’

Jueves, Noviembre 27th, 2008

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Esta película la vi cuando era muy pequeño y fue todo un flash, uno de esos títulos que no sabes bien por qué, pero que se te mete dentro y forma parte del lado agradable del disco duro de la memoria. Así que el otro día cuando descubrí en el kiosco de la plaza Militar en Santa Cruz de Tenerife, ese donde tienen cantidad de dvd colgados como si se tratara de un árbol de Navidad cinematográfico, el filme que a continuación voy a reseñarles, no lo dudé ni en un instante, y rascándome el bolsillo en unos tiempos donde no estoy para racarme el bolsillo, me hice con la película.

Y la experiencia valió la pena. Vaya si valió la pena.

El filme se titula Loquilandia (Hellzapoppin, 1941) y lo dirige H. C. Potter. Está protagonizado por una pareja de actores cómicos de aquellos años, los hoy olvidados Ole Olsen y Chic Johnson y basta decir que es como una comedia de los hermanos Marx pero sólo que más bestia. Es decir, absurda total, sin pies ni cabeza y con irreverentes juegos metalingüísticos que, aún en esto tiempos donde pensamos que lo sabemos todo, continúan descolocando. 

La película no es una obra maestra, vale, pero va más allá del universo enloquecido de los Marx en las que fueron sus mejores cintas como son Una noche en la Ópera y Sopa de ganso. Así que mientras que en los filmes de los Marx el absurdo se provoca cuando aparecen ellos en escena (numeritos musicales incluidos), en esta cinta desquiciada, el absurdo forma parte de toda la película. Una película loca donde los personajes serios también caen en la trampa del absurdo para sorpresa del espectador. Uno le perdona por eso incluso los numeritos musicales que riegan el metraje de esta película sin pies ni cabeza, repleta de dialogos para besugos y de situaciones delirantes. La pareja protagonista no se corta, y habla a los espectadores mirando a cámara. Las situaciones de disparatan hasta tres niveles de lectura: vamos, que está la película en sí, está el proyeccionista que exhibe la película en sí y una cursi historia de amor metida con calzador porque así lo exige el guión, le grita el director a la pareja de actores que, insisto, no provocan el caos por donde pasan porque precisamente es el caos el motivo de este delicioso y adelantadísimo largometraje.

La película está escrita por Nat Perrin, el mismo ¿guionista? de Sopa de ganso, y uno se pregunta cómo se podían hacer esas cosas en aquellos tiempos. Y lo digo porque una película como ésta hoy sería completamente imposible de realizar. Ya se encargarían unos de desecharla porque no hay quien la entienda. Cuando, idiotas, no hay nada que entender sino entregarse al delicioso absurdo de sus situaciones. El filme comienza con el rodaje de Loquilandia con un fantástico número musical en el infierno poblado de demonios de carnaval que todavía me hace reír cuando lo recuerdo; luego continúa con uno de esos diálogos donde abajo es arriba y arriba es abajo entre el director y los cómicos, también del guionista. Aparece una señora gorda gritando por todos lados ¿dónde está Óscar? y un señor con una maceta más perdido que una pera en un cesto de manzanas. La cosa continúa con el director explicando a los actores cómo será la película mostrándosela en una pared del estudio y se corta porque le llama la atención a un espectador de la sala para que vuelva a su casa, que su mamá lo reclama… Contado así no tiene ni puñetera gracia, pero visto les aseguro que se partirán de la risa.

Yo al menos me partí de la risa.

Así que gracias Loquilandia. Gracias por recuperarme un pedazo de mi niñez a la luz parpadeante del televisor en blanco y negro y también por alegrarme la noche de ayer. No saben ustedes la necesidad que tenía de partirme el estómago a base de carcajadas.

Y ¡¡¡NO AL CIERRE DEL CINE VÍCTOR!!! 

Cuando el destino nos alcance…

Jueves, Noviembre 13th, 2008

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Hay dos películas de ciencia ficción que marcaron mi vida como rendido aficionado al género. Ninguna de estas películas es 2001: una odisea del espacio, pero sí están protagonizadas por el mismo actor: Charlton Heston. La primera de ellas es El planeta de los simios (y en un lugar muy secundario sus cuatro entregas posteriores) y la otra Soylent Green, que en España circuló con el inquientante título de Cuando el destino nos alcance. Y ahora, que tengo la sensación de que el destino por fin nos ha alcanzado, y tras visionarla no sé cuántas veces en mi fatigado dvd, me descoloco en el sofá de casa y me parto la cabeza pensando que hay películas que crecen con el paso del tiempo, y Soylent Green es una de ellas. En mi modestísima opinión.

La película está basada en una novela de Harry Harrison que Acervo publicó en España como Hagan sitio, hagan sitio. La novela no está mal pero la película mejora sus claves, lo que la hace un título más que atractivo en estos tiempos de crisis, con legiones de parados pululando por esos rincones de esta España mía cada día más parecida al funesto futuro que presenta la cinta, dirigida por Richard Fleischer en 1974. Es decir, en plena crisis del petróleo.

Cuando el destino nos alcance tiene un abanico de lecturas que puede servir a cualquier hijo de vecino para intentar explicar lo que nos pasa. Es una película policiaca, en la que Heston interpreta a un cínico policía que tiene que averiguar quén asesinó a un multimillonario miembro de la corproación Soylent; también es un retrato eficasísimo de un planeta Tierra en el que apenas hay sitio para todos por la superpoblación. El planeta se ha quedado sin recursos, y para controlar a la masa de desempleados que deambulan por ahí, esa misma corporación ha descubierto unas gelletitas elaborados con plactón con las que de momento han logrado poner freno al hambre en el mundo.

Heston es un hombre solitario, aunque comparte un cuchitril con un homber sabio y viejo, que interpreta con gigantesca majestuosidad un gigantesco actor llamado Edward G. Robinson. Robinson le cuenta cómo era la Tierra antes de que se quedara tan pobre por culpa de la codicia de unos pocos, y Heston escucha con una sonrisa incrédula las que piensa que son fantasías del viejo. En una de las mejores escenas de la cinta, Robinson se retira a un centro de eutanasia donde tras inyectarle una inyección letal, observa en una dulce agonía como era su viejo planeta antes del fin. Heston también observa esas imágenes y su cara es un poema. Para que luego digan que fue mal actor, patanes.

Todavía recuerdo cuando vi esta película, lo que no tengo muy claro en qué cine fue. No creo que fuera el Víctor y sí uno de barrio porque eran tiempos donde no te dejaban ver esta película si eras menor de edad. Más tarde la vi en la televisión hasta que me hice con una copia en dvd, y ahí está el disco, cansado de que lo ponga tanto cuando necesito ver algo que me grite a la cabeza que las cosas no me pueden ir tan mal como al protagonista de la película.

En el mundo de Soylent Green la policía es igual de corrupta que hoy, lo que pasa es que sisan en la casa del ricahón comida (un trozo de carne putrefacta que para ese universo es un lujo, o un bote mermelada de fresa). Los ricos de Soylent tienen derecho además a mobiliario. Y el mobiliario no es otra cosa que una atractiva chica cuya misión es hacerle más soportable la vida a los ancianos podridos de dinero. Heston se enamorará del mobiliario del hombre cuya muerte tiene que investigar. Y es esta relación, cuando pasan una noche juntos en el piso de la víctima, donde asistimos también a otras de esas inolvidables escenas de la película: el policía se da una ducha con agua caliente y come alimentos de verdad, no las dichosas galletitas.

Hay otras escenas que tengo grabadas en el disco duro de mi memoria: las manifestaciones multitudinarias en la calle y cómo son reprimidas por la policía (¡con tractores!); también cuando Edward G. Robinson acude a casa de unos amigos suyos igual de viejos y sabios que guardan celosamente libros cubiertos de polvo y la escena final, con un Heston malherido que alza el brazo mientras grita lo qué es el soylent green. No, no voy a revelar que es el maldito soylent, ved la película.

¿Qué por qué me acuerdo de esta fantástica obra maestra del cine de ciencia ficción? Pues porque no son tiempos tranquilos. Y el futuro que se percibe es igual de siniestro que el de la cinta. 

En fin, hagánse un favor y no se la pierdan.

Menos soylent y ¡¡¡NO AL CIERRE DEL CINE VÍCTOR!!!    

Dos apuntes…

Viernes, Octubre 31st, 2008

Un par de cositas. La primera que Santa Cruz de Tenerife se viste hoy de gala (viva el tópico) por la inauguración del TEA, que antes se llamaba algo así como Instituto Óscar Domínguez de Arte y Cultura Contemporáneo (IOADCC). Es una buena noticia, pese a que su apertura signifique la muerte anunciada del CINE VÍCTOR, porque la capital gana un espacio cultural con letras mayúsculas. No sé ya si por sus contenidos pero sí por el magnífico edificio donde se alojarán las colecciones del TEA.  Lo más cachondo del asunto es la fecha inaugural, esta noche es noche de Todos los Santos y mañana la de los muertos. Que nadie vea segundas intenciones a esta reflexión, aunque es probable que la tenga.

La otra cosita es un apunte, ya que pretendemos desarrollarla en un futuro post: Vuelven a sonar los tambores de la famosa Escuela de Cine. Y hasta aquí todo correcto, lo que nos parece incorrecto es quiénes están detrás de esa Escuela sean los de siempre. O lo que es lo mismo, los paniaguados del Gobierno regional. Mientras tanto, la Filmoteca triste y sola busca desesperadamente sede. Una sede, por al amor de Dios, porque al paso que van y tras su ya larga tradición de okupas (con k) es más que probabloe que veamos a los de la Filmo y a su equipo debajo del puente Zurita. También de okupas, claro…

Ah, gusanos, recordad ‘Quiero la cabeza de Alfredo García’

Martes, Octubre 21st, 2008

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Sam Peckinpah pasará a la historia del cine por un puñado de películas muy viriles y quizá por ello salvajes, también por proponer una nueva lectura de un género gastado como el western, y sobre todo porque fue un cineasta de cabecera para millones de aficionados en unos tiempos donde su nombre se convirtió en sinónimo de buen cine de acción.

Duelo en la alta sierra, Grupo salvaje y Pat Garret y Billy the Kid han terminado por ser títulos de referencia en su filmografía, a los que habría que añadir otras cintas que si bien ¿menores?, respiran el aliento épico de su director como son Mayor Dundee, La balada de Cable Hogue (para Peckinpah su mejor trabajo), Junior Booner y también La huida y Perros de paja. Lo que hizo después, La cruz de hierro, Los aristócratas del crimen, Convoy y Clave Omega son películas que no parecen suyas. Títulos de encargo que ponen de manifiesto, además, el mal momento que atravesaba, su deambular errático por la vida erosionado por el alcohol y las drogas.

El mejor Peckimpah está en las películas del oeste, sin embargo, universo cuyas claves manejaba a la perfección y donde se sentía cómodo. Por eso llevo años reivindicando (a quien quiera escucharme y a quien quiera leerme) que su mejor película es un western. Pero un western atípico, desubicado en el tiempo, donde los caballos han sido sustituidos por automóviles aunque permanezcan más o menos inalterables los grandes escenarios abiertos. Me refiero, claro está, a Quiero la cabeza de Alfredo García, que quizá se trate también de una de sus cintas más sucias y excéntricas. También delirante, y desconocida entre los aficionados. No es una película fácil de ver, y me atrevería a decir que es una de sus historias más violentas y desgarradas, un canto épico a los que fallan y yerran, a los que llevan una vida equivocada, camino (parece querer decirnos el cineasta, muy tocado por el mal vivir) que eligen los que ya no pueden elegir nada más.

Todo en Quiero la cabeza de Alfredo García hace de esta película una película diferente de Peckinpah pero también la más peckinpaniana de su filmografía. Recuerdo que vi la cinta por primera vez en el teatro Baudet, en aquellos tiempos donde era casi misión imposible que el portero de la sala te dejara acceder a ella si no tenían los 18 años reglamentarios. Y yo no tenía los 18 años reglamentarios sino 15 o 16. Ya ni me acuerdo. El caso, sin embargo, es que tuve suerte, tras prometerle al cancerbero que subiría a la parte de arriba y no me dejaría ver cuando tocara el descanso. Descanso que como todos los chicas/os de mi generación sabe, se ponía a mitad de la película (¡!).

Y vi Quiero la cabeza de Alfredo García. Y fue como un subidón de azúcar para un diabético. La cinta me produjo repulsión, miedo, asco y también una fascinación que desde ese día ha hecho historia en mis ideas. Warren Oates, su actor protagonista, se convirtió también en uno de mis actores favoritos (junto al gran Lee Marvin de A Quemarropa), a quien Peckinpah le ofreció la oportunidad de su vida con esta película tras una amplía carrera como secundario de lujo. Uno de esos grandes secundarios de lujo con los que contó (y quizá cuente ahora, aunque no estoy muy seguro) el cine americano.

Oates está que se sale, no obstante, en Quiero la cabeza de Alfredo García, y se sale porque resulta creíble en su papel de alcohólico asesino a sueldo, y en la extraña y necrófila relación que mantiene con la cabeza de Alfredo García, cabeza que lo acompaña en el asiento del pasajero del coche envuelta en harapos y sobre la que sobrevuela un ejército de moscas. En su itinerario existencial por tierra mejicanas y antes de entregar la cabeza a un rico hacendado interpretado con feroz realismo por el gran Indio Fernández, Oates se topa con una mejicana de la que se enamora y a la que violan y matan dos hippies a los que se encuentran en la carretera; una pareja de asesinos homosexuales que resulta de lo más siniestra y otros personajes que parecen salidos de una pesadilla con sabor a mezcal. No voy a contar como termina la cinta aunque sí que hay un acto de heroísmo inútil como en Grupo de salvaje, pero sí que la visión de esta película te deja una sensación de tristeza y vacío en la boca del estómago. Sensación que siempre me acompaña cuando veo las  grandes películas de este cineasta al que hoy casi nadie recuerda, y que según unos no ha sabido pasar la prueba del tiempo. Allá ellos. Porque guste o no guste, Peckinpah fue un autor, un director de CINE con mayúsculas, y por lo tanto un hacedor de clásicos que hacen su obra irrepetible.

¿Quién recuerda aquellas descacharrantes películas de los 70 sobre un hipotético mundo postnuclear?

Miércoles, Julio 16th, 2008

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En aquellos tiempos donde ir al cine era una aventura, sobre todo para los aficionados a géneros tan raros y por ello repleto de prosélitos como es el fantástico y el de ciencia ficción, uno hacía lo imposible por ver cualquier película del género que estrenaran (o reestrenaran) en los cines de su ciudad porque carecía de referencias y no conocía nada del filme en cuestión aunque sí de algunos de los actores que la protagonizaban. Recuerdo la sorpresa que nos llevamos un puñado de legionarios marcianos en los setenta cuando tuvimos la suerte de contemplar en el majestuoso cine Greco (probablemente la sala de cine más espectacular que mis ya no tiernos ojos han podido disfrutar en este sendero que es la vida) La fuga de Logan (1976). Años más tarde me pasó algo parecido, pero en el inevitable (y recordadísimo para este que les escribe) teatro San Martín con Scanners (1981) y así con otros muchos títulos cuyos carteles promocionales adornaban una de las paredes de la hoy polémica Plaza de Toros de Santa Cruz de Tenerife.

 

En aquellos tiempos donde hablar de ordernadores y teléfonos móviles no formaba parte de nuestro vocabulario y en los que las cintas de VHS era todsvía cosa de extraterrestres, una de las excursiones más entrañable que solíamos hacer los amigos era recorrernos todos los cines de la ciudad (que eran bastante incluso en mis tiempos de infante) para ver los carteles de las películas. Más tarde nos iniciaríamos en la cultura de “hacernos con los carteles” pero eso es otra historia.

 

Todavía enciende extrañas luces en mi recuerdo una de aquellas excursiones. Si no me falla la memoria la película se anunciaba en el Rex (hoy convertido en bolera) en plena calle de Méndez Núñez y su título El planeta de los buitres. Mirando los carteles y leyendo la breve psinopsis que publicaba el periódico, me enteré que se trataba de una cinta de ciencia ficción postapocalíptica, lo que envenenó mis neuronas y provocó ese ataque tan peculiar en todo cinéfilo y cinéfago que se precie que es el de verla cuanto antes.

 

Y la vi. Y pese a mi tierna edad, no la recuerdo con desagrado pero tampoco agrado. Sí, era una película cuya acción transcurría después del día después de que la civilización se hubiera ido a paseo, sobreviviendo algunos pocos que militaban en distintos bandos. Por un lado un grupo de saqueadores (que era los malos, obviamente) y por otro todos aquellos de viven y dejan vivir. Todos estos personajes se movían por las calles de una gran ciudad (imagino que Nueva York) abandonada y en muchos casos solitarias, pero le faltaba fuelle, un algo ominoso que te metiera en aquel fin del mundo que, oh pavor, y en contra de lo que vendían los carteles, resultó para todos los públicos. O lo que es peor, para telespectadores que consumen cualquier tipo de imágenes tóxicas.  El planeta de los buitres (1979) está dirigida por Richard Compton y protagonizada por Richard Harris.

 

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Ahora que me siento como el abuelito recordando batallitas, otra cinta postnucelar de andar por casa fue Callejón infernal (1977), largometraje que contemplé a medio camino entre la decepción y la fascinación en el cine Víctor (afortunadamente aún se conserva la sala, aunque ya no exhiben películas de esta clase que es lo que a mí y a Ángel Llanos nos gustaría).

 

Dirigida por Jack Smight, lo mejor de esta aventura futurista es que además de tener el dudoso honor de ver a su protagonista, George Peppard, con bigogón, aparece un vehículo  acorazado en el que los supervivientes recorren unos Estados Unidos de pena.

 

En mi cada día más confusa memoria hay una escena que aún está registrada, aunque bastante borrosa. La especie de tanqueta llega a una ciudad y son atacados por unas cucarachas mutantes que todavía hacen que vea a estos bichos con otros ojos. Ojos, precisamente, nada ecologistas.

 

Hay otro título, creo que también se estrenó en el Rex, como Nueva York, año 2012 (1975), en la que Yul Brynner protagoniza una historia postapocalítptica que debió de inspirar a George Miller cuando rodó su trilogía de Mad Max, sólo que la acción transcurre en calles abandonadas de la gran ciudad y no en planicies desérticas cruzadas por carreteras infinitas.

 

Todas estas cintas que planteaban aventuras descacharrantes sobre el fin del mundo están rodadas en una década, los 70, marcada fuertemente por la crisis del petróleo. Esto me hace pensar que es más que probable que el subgénero regrese. El subgénero postatómico es consecuencia de la crisis o desaceleración, pero también del género de catástrofe que se puso de moda en los setenta con películas como Aeropuerto (1970), La aventura del Poseidón (1972) y El coloso en llamas (1974), entre otras. Algunos de estos títulos han sido objeto de innecesarios remakes… Lo que me hace pensar que la crisis no sólo afecta a nuestros bolsillos sino también a nuestra creatividad.

 

Malos tiempos, en definitiva, para la lírica.

“Todas las épocas son iguales, sólo el amor las hace soportables”

Viernes, Junio 27th, 2008

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Cuanto menos es un caso curioso. Que no un fenómeno. Nicholas Meyer fue antes escritor que cineasta y guionista. A él le debemos varias reinterpretaciones de Sherlock Holmes que los seguidores del famoso detective creado por Arthur Conan Doyle (yo, que como siempre llevo la contraria más que holmaníaco soy challergemaníaco) no fueron muy bien recibidas. Me refiero a Elemental, doctor Freud, que más tarde llevó al cine Herbert Ross, y si mi memoria no me falla, una segunda novela con Holmes como protagonista en la que también aparece otro personaje famoso de su época, Oscar Wilde.

Será la época victoriana, curiosamente, la que marque la ambientación de su primera película como director y guionista, Los pasajeros del tiempo, un filme protagonizado por Malcom McDowell, David Warner y Mary Steenburgen.
La película enfrenta a H. G. Wells con el mismísimo Jack el destripador, pero no en el escenario conocido de un Londres cubierto por la niebla de finales del XIX; sino en una gran ciudad norteamericano de nuestro tiempo, tras viajar al futuro el destripador, a quien encarna con inquietante sentido pop Warner, y su perseguidor, Wells.

Es verdad que la cinta ha perdido fuelle con el paso de los años pero aún conserva una frescura y una originalidad que da fuerza a su estrambótica historia. La lectura que propone el director no está exenta de cierta ironía, aunque al final triunfe el amor por encima de todas las cosas. No obstante, las escenas más tractivas nos siguen pareciendo las que enfrentan al atolondrado escritor que interpreta con inocente gracia McDowell, con un destripador que le confiesa al confundido escritor que se encuentra muy cómodo viviendo en nuestro tiempo, mientras Wells frustrado descubre como desaparece su idea de un mundo futuro utópico.

Afortunadamente para el autor de La guerra de los mundos y La isla del doctor Moreau década tan desoladora como fueron los años 70 y 80 del pasado siglo XX también tienen luz cuando conoce a una mujer que en ese territorio de depredadores en el que ahora vive le tiende una mano para hacer posible una de las mejores (y posiblmente también una de las más cursis) frases de la película: “todas las épocas son iguales, sólo el amor las hace soportables”.

Los pasajeros del tiempo no rompió en taquilla pero disfrutó de un éxito meridiano, lo que permitió que Meyer continuará su carrera como director con títulos como El día después (1983), donde nos alertaba en clave de cine catastrofista de lo que podría pasar tras un bombardeo nuclear; y Star Trek II: La ira del Khan y Star Trek VI: Aquel país desconocido, en las que se limitó a cumplir el expediente, probablemente consciente de no poder alterar el universo trekie que celosamente guarda su amplísima legión de seguidores.

Meyer no ha vuelto a ponerse tras las cámaras en los últimos tiempos, aunque sí se ha convertido en un reputado guionista especializado en adaptar novelas del escritor norteamericano Phillip Roth, como La mancha humana y Elegy, dirigida por la española Isabel Coixet. También colaboró en el libreto de Los impostores, una de estafadores del cada día más devaluado Ridley Scott.