Cuando la ecuación funciona: Una de western + Vampiros = Grupo salvaje según John Carpenter

Martes, Junio 24th, 2008

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Como espectador de provincias recuerdo con cariño casi todas aquellas sesiones que me ayudaron a querer un poquito más al cine. La que hoy rememoro tuvo lugar en el cine Greco, sólo que tiempo después de que el cine Greco dejó de ser solo un cine para convertirse en multicines Greco. La película en cuestión: Vampiros de John Carpenter. Porque el filme se titula así, Vampiros de John Carpetenter. Lo que ya nos avisa de que va ir la cosa: una de vampiros pero de John Carpenter.

No conozco aficionado al cine fantástico que no sienta debilidad por este cineasta, amante confeso de Howard Hawks (recomiendo la edición especial de Río Bravo, con comentarios del mismo Carpenter, entre otras interesante sorpresas) y hombre de profundas ideas progresista que ha ido revelando en su cine. Desde su clásico 1997: Rescate en Nueva York a la revolucuionaria Están vivos, donde propone en clave de cine de bajo presupuesto una rebelión de pobres contra ricos porque los ricos (que ya no lloran) son ¡extraterrestres o colaboradores de extraterrestres!

Vampiros de John Carpenter está basada en una irregular novela de John Steakley y nos cuenta la historia de un grupo salvaje que se dedica a recorrer los Estados Unidos en busca de… vampiros, precisamente. Esta banda de ¿asesinos? está liderada por un antihéroe pasado de vuelta que interpreta con su habitual convicción James Woods, y cuentan con la bendición de la Santa Iglesia Católica. El grupo salvaje, tras exterminar literalmente una guarida de chupasangres, y mientras lo celebra en un motel apartado con toneladas de tequila y mujeres de mala vida, es asaltado por otros no muertos y se arma la de Dios. Porque a partir de ese momento la película es una marcha hacia adelante con aroma de espaguti western y código de honor a lo Peckimpah sólo que triturado por la visión de un Carpenter en estado de gracia.

Vampiros no deja de ser, en este sentido, una más que estimable película del oeste. Sólo que los forajidos o los indios han sido sustituidos por hombres y mujeres a los que le gustan salir de noche y odian los símbolos religiosos y el ajo. Jack Crow, que así se llama el personaje que interpreta James Woods, se transforma así en una especie de justiciero o mejor de caza recompensas. Y los camiones y furgonetas en caballos mecánicos. El director aprovecha la ocasión, además, para criticar con tremebunda acidez a la jerarquía de la Iglesia Católica, a la que revienta con insólito desprecio en una de las mejores escenas de la película. Crow apunta a la cabeza de un sacerdote y le pregunta si quiere vivir o ir al paraíso con su buen Dios. El cura prefiere vivir.

No es Vampiros de John Carpenter una película a la que el paso del tiempo le haga daño. La he vuelto a ver recientemente y conserva esa frescura original que todavía estremece los huesos del aficionado al género. De terror y del oeste. Cuenta también con uno de esos finales que emocionan y que recuerdan vagamente al de cualquiera de los grandes western de su maestro Hawks. Es una lástima, de todas formas, que Carpenter no haya imitado a las mujeres del universo hawksiano, aunque sí se haya quedado con ese sentimiento de camaradería que empapa las relaciones de sus personajes masculinos.

Vampiros sigue siendo una de las mejores películas del director, junto a la potente 1997: rescate en Nueva York, Asalto a la comisaría del distrito 13, Están vivos, La cosa (el enigma de otro mundo), La niebla, Golpe en la pequeña China, y la surrealista En la boca del miedo, probablemente una de las mejores adaptaciones de las geografías delirantes pobladas por criaturas abominables de otro maestro: H. P. Lovecraft.

Sueños para unos, pesadillas para otros…

Miércoles, Mayo 14th, 2008

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En los territorios de la fantasía heroica, término que alguno acuñó para aglutinar toda esa serie de novelas y cuentos que transcurren en un mundo legendario poblado por bárbaros al estilo de Conan, el cimerio, o Kull, rey de Atlantis, también están los que optan por las épicas con aroma medieval que nacen, fundamentalmente, del círculo artúrico. Tema, por cierto, que ha dado origen a numerosas adaptaciones cinematográficas entre las que se encuentra la que considero, personalemente, la mejor o al menos una de las mejores, Excalibur (EEUU, Gran Bretaña, 1981) del casi siempre interesante John Boorman.

El filme, en una ambiciosa e inteligente labor de condensación,  ofrece un excelente resumen del mito artúrico, narrando el origen de la leyenda, su lucha por conquistar un reino y, finalmente, la busca del Grial, a través de la espada del rey, Excalibur, una metáfora hábilmente empleada por Boorman para reflejar la idea de orden y casi de nación primigenia que, según su visión, tiene del rey Arturo.

La leyenda está narrada (sueños para unos, pesadillas para otros, como exclama Merlín) en clave de realismo si me permiten mágico, mostrando con toda su crudeza las batallas y combates de la época en que se desarrolla la acción, aunque también dando espacio a la magia y a una escenografía de pop tardío que confiere a su todo fílmico un añadido estético que me sigue sorprendiendo.

En contra del salvajismo que representa Conan, el cimerio, cuyos excelentes relatos escritos por Robert E. Howard fueron también inteligentemente llevados a la pantalla grande por mi admirado John Milius, el mundo de espada y brujería de Excalibur se caracteriza por su amor galante, su en ocasiones insultante código entre caballeros de plateada armadura y la lealtad al rey (que significa la patria, la unidad) como meta en la vida de su pueblo. Perceval representa en este sentido el ideal no sé si de la película pero sí al menos de ese mundo también ideal que significa Camelot, una ciudad que resplandece en el bosque.

Excalibur obtuvo en su momento un relativo éxito de público, claro que su estreno coincidió en su momento (la pude ver, recuerdo todavía, en los inolvidables Multicines Oscar de la capital tinerfeña) con Blade Runner y en plena efervescencia de continuaicones de La Guerra de las Galaxias y de las correrías arqueológicas de Indiana Jones. Recuerdo todavía que casi me daba vergüenza reconocer entre amigos y enemigos que la cinta de Boorman me gustaba más que la película de Ridley Scott, un cineasta cuyo esteticismo postmoderno casi siempre me ha sacado de las casillas, salvo, quizá, en la postmoderna y delirante Hannibal.

Excalibur, cuyos ecos al Lancelot du Lac  (Robert Bresson) me temo que son solamente estéticos, probablemente no sea cine de barrio por su inquietante mensaje, subrayados musicalmente por compositores como Richard Wagner, Carl Orff, pero si dota largometraje de una extraña y misteriosa fuerza que no deja aún de fascinarme, lo que transforma en mi imaginario cinéfilo a esta película en uno de esos títulos que de tanto en tanto reviso para (mi sorpresa) descubrir nuevas cosas nuevas.
    

En busca del ‘grial’ cinematográfico

Miércoles, Abril 23rd, 2008

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Todo aficionado al cine que se precie tiene su peculiar grial cinematográfico. O esa película que conoce sólo de oídas o por referencias y que por una u otra razón cuando está a punto de verla se le escapa. No la ve, se queda con un palmo en las narices. Pasa el dichoso tiempo y no hay manera de encontrar ese título, no lo estrenan. No se edita en dvd, y como es uno de esos trogloditas que desconoce las millones de posibilidades de la red, es incapaz de bajarla para satisfacer sus expectativas cinematográficas.

Hay un puñado de películas que considero grial en mi memoria cinéfila, pero entre todas ellas la copa dorada de mi imaginación la colma Matar o no matar: Éste es el problema (Theater of Blood, 1973), de Douglas Hickox (director de la más que estimable Amanecer zulú) y protagonizada por una leyenda del cine fantástico y de terror de todos los tiempos: Vincent Price.

Era muy pequeño cuando Matar o no matar llegó a las salas de un Santa Cruz de Tenerife setentero y poco bullanguero. Han cambiado mucho las cosas desde entonces, aunque la ciudad sigue  igual de tranquila y provinciana por mucho que se empeñen unos cuantos. Como era lo que se dice un renacuajo e iba con los dichosos pantalones cortos a todos sitios, los porteros de las salas de estreno no me dejaban ver ésta y otras películas porque eran rigurosamente para mayores de 18 años y yo en aquel tiempo tendría tres menos o algo así. Después de su estreno, la película circuló por varias salas de cine de barrio pero por una u otra razón no se dieron las circunstancias para que pudiera verla lo que fue alimentando mi obsesión, así que cual caballero de la mesa redonda (o retonta) del tres al cuarto, cuando me enteré que la reponían en el Cine Somosierra no me cansé de darle la lata a uno de mis hermanos mayores para que me acompañara a verla.

Y así, tras años de infatigable batallar contra los porteros que me negaron el paso al paraíso, en aquel inolvidable Cine Somosierra se me abrió las puertas del cielo y disfruté de un espectáculo grotesco orquestado a la mayor gloria del gran Vincet Price.

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Para muchos Price es el actor de Corman, para otros el delicioso Doctor Phibes pero para mi siempre será el torturado actor Edward Lionheart de Matar o no matar. No he vuelto a ver la película desde entonces, y es poco probable que la vuelva a ver tras leer críticas incendiarias sobre este título que ocupa tan alto lugar en mi panteón de filmes que me dejaron huella. O que me marcaron. Sí que recuerdo, sin embargo, fragmentos muy aislados, como el toque británico y 70 que destila la cinta y un excelente secundario, Robert Morley como uno de los críticos que condena a la perdición a la vieja gloria shakesperiana que protagoniza Price. Porque el meollo del asunto, lo que dispara la trama de esta película estrambótica y poco recordada es que Vicent Price en el filme, tras desaparecer misteriosamente en las aguas del Támesis cuando una serie de críticos pulveriza su carrera, renace de la tumba para irlos eliminando uno a uno según cómo Shakespeare asesina en sus obras más conocidas a sus héroes y villanos.

Admito que la película sea ramplona, poco creíble y todas esas cosas que escriben los críticos con y sin caspa, pero junto a otras naderías de mi más tierna adolescencia reitero que es uno de mis griales cinematográficos y que como tal lo reivindico. Esa es la principal razón por la que no quiero verla de nuevo. Soy consciente que la edad te hace más sabio pero también más idiota y que no tendré la cabeza para disfrutar con lo que antaño me quitó el aliento. Algún día, espero, hablaré casi de lo mismo con respecto (y mucho respeto) de  la serie Godzilla. La original japonesa, no al refrito norteamericano que se estrenó hace unos años.

La carne es vida

Jueves, Marzo 13th, 2008

  ravenous.jpgNo es una película de barrio porque no la vi en un cine de barrio. Además, es relativamente reciente, 1999, pero me causó estupor y una náusea sartraiana de la que todavía no me he recuperado. Como pasa casi siempre con todas esas películas que se graban al rojo vivo en el disco duro de mi memoria, la cinta fue descuartizada por cierto sector de la crítica que todavía no se ha quitado la caspa de los hombros pero fue bien recibida por un puñado de aficionados al cine fantástico por lo arriesgado de su propuesta. Es decir, que recibió positivamente que su realizadora pretendiera contarnos una historia de terror con cierto barniz intelectual. Y como todo el mundo sabe, o debería saber, los legionarios del género pese a que no somos muy dados a que nos rompan la cabeza con lecturas y sublecturas, agradecimos esa aguda reflexión sobre la carne que es Ravenous.

Dirigida por Antonia Bird, Ravenous comienza siendo un western fantástico para terminar siendo una película gore. Ambientada en 1847, su protagonista, el actor australiano Guy Pearce, termina con sus huesos tras una traumática experiencia militar en México, en un apartado fortín de una sierra nevada rodeado de oficiales y soldados psicópatas.

Aislados por la nieve y el frío, un buen día rescatan a un colono que les cuenta una extraña historia sobre canibalismo al ser poseído por el espíritu de un ser legendario: el wendigo.

(Un inciso: La primera vez que leí algo sobre el wendigo fue en un extraordinario relato de un extraordinario aunque hoy olvidado escritor norteamericano: Ambroce Bierse. Bierse combatió en la guerra de secesión norteamericana, fue un sagaz periodista y un delicioso observador de la realidad de su tiempo, a la que miró con sorna y toneladas de cinismo. Nadie sabe exactamente los por qué, pero Bierse desapareció en México para entrar en la leyenda).

El wendigo en Ravenous es una excusa, no obstante, para estudiar el lado salvaje del hombre en situaciones extremas y si bien resulta grosera en algunas momentos, en especial por el regodeo casi pornográfico que emplea su directora para mostrarnos lo obsceno que resultamos cuando devoramos platos y más platos de carne, no deja de ser una de esas películas raras que de tanto en tanto llegan a nuestras pantallas.

El reparto es prometedor, y hace creíble lo increíble. Ahí están además de Pearce, Robert Carlyle, mi admirado Jeffrey Jones y Jeremy Davis, entre otros.

La película está editada en dvd y garantizo a la tropa de aficionados al cine raro, raro, raro, que resiste otro visionado. 

El beso entre dos extrañas

Viernes, Febrero 15th, 2008

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La campaña publicitaria que se ha organizado en torno al beso de Victoria Abril y Emma Suárez en Óscar. Una pasión surrealista me ha hecho recordar otro beso en la pantalla grande dado entre otras dos grandes estrellas del cine español, sólo que del que se llamó de destape, me refiero al de la indómita Bárbara Rey y la angelical Rocío Dúrcal en Me siento extraña, título menor de Enrique Martí Maqueda pero que le hizo la vida algo más agradable a un puñado de chiquillos que tuvo la suerte de verla en mis tan queridos y añorados años de cine de barrio.

La película, la verdad, no vale lo que se dice un pimiento, pero su éxito se debe sobre todo a la polémica relación que mantienen la Rey y la Dúrcal en unos momentos en los que en España no estaba bien vistas esas cosas. Me refiero a una tierna historia de amor entre dos mujeres (como es el caso) o entre dos hombres, como reflejó con descarnado lirismo Eloy de la Iglesia en títulos como El diputado, entre otros.

Me siento extraña se rodó dos años después de la muerte del dictador y en plena fiebre del destape, un subgénero muy español que no ha dejado obras dignas de mención en la cinematografía nacional que no racional pero sí que son trabajos de indudable interés sociocultural para estudiar aquella época de tensiones extremas que fueron los primeros años de la democracia española.

El destape generó además un pequeño universo de estrellas femeninas que se popularizaron en carteles que más tarde empapelaron las paredes de destartalados garajes, carpinterías y dormitorios de aquel entonces, por lo que en el imaginario de mi generación todas aquellas bellezas como Susana y Blanca Estrada, Agatha Lys, Victoria Vera, Nadiuska, Ana Belén, Esperanza RoyPaca Gabaldón y las ya mencionadas Bárbara Rey y Rocío Dúrcal, entre otras, han pasado a la historia como las pin-up de unos tiempos felices por lo que se estaba construyendo pero también infelices por el número de muertos que costó.

Me siento extraña es una película clave en la historia del destape por el morbo que suscitó entre los españolitos de entonces el beso amoroso que se daban las dos actrices en pantalla grande. Claro que además de besos había algo más, las suficientes caricias para levantar las temperaturas del españolito de a pie, demasiado tibia gracias a la feroz censura franquista. Por ello, había ganas de liberarse, de salir a la calle y de reivindicar el amor libre con un entusiasmo y una inocencia que todavía conmueve.

Rocío Dúrcal, que fue una mujer valiente toda su vida, aprovechó su intervención en este filme menor y obviamente clasificado S, para romper su imagen de niña buena y renacer en el nuevo escenario que se dibujaba en España como una mujer hecha y derecha, mientras que consolidó aunque también encasilló la carrera cinematográfica de Bárbara Rey en estrella del destape y en habitual invitada en programas de corazón.

Vista hoy, la película no deja de ser un aburrido entretenimiento al que sólo estimula el componente sáfico de su historia, dirigido sobre todo para despertar el morbo y la libido de los espectadores masculinos. Pero así eran las cosas en aquel entonces, y la verdad es que no hemos cambiado tanto. Pongo como ejemplo el “famoso”, “escándaloso” e “histórico” beso entre la Abril y la Suárez en las cumbres de Anaga. 

El deporte es perjudicial para la salud

Sábado, Febrero 9th, 2008

deathrace2000to7.jpg En mi más tierna adolescencia había una serie de dibujos animados que seguía con devoción casi religiosa, se llamaba los Autos Locos y estaba producida por los hoy ya míticos Hanna & Barbera. En aquella serie estaban los buenos y también los malos, que encarnaba un villano fracasado que respondía en español al nombre de Pierre No Doy Una, acompañado siempre de su perro Pulgoso. ¿O quizá no era Pulgoso? Lo que tengo claro es que todavía recuerdo con una sonrisa la risilla perruna que exhalaba más que lanzaba cuando su patrón no dada ni una… A la sombra de esta serie se cocería años más tarde una de esas películas que permanecen imborrables en la memoria de todo cinéfilo curtido en los cines de barrio: La carrera de la muerte del año 2000, dirigida por Paul Bartel, un cineasta curioso y yo diría que hasta extraño en el Hollywood de todos los tiempos.

La cinta, como la serie de dibujos, está ambientada en una gran competición automovilística que recorre de costa a costa el mapa de los Estados Unidos, país sacudido por una grave crisis económica que respira gracias a esa carrera en la que no basta con llegar el primero a la meta sino también en puntuar a lo largo del recorrido atropellando a peatones. Los de la tercera edad son los que puntúan menos por fáciles, nos informa el locutor de la competición, mientras los adultos y los niños reparten puntos millonarios a los cafres del volante.

Producida por Roger Corman con dos euros y protagonizada por el hoy felizmente recuperado David Carradine como protagonista principal, la cinta cuenta también con su peculiar Pierre No Doy Una, un Sylvester Stallone que en aquellos tiempos (1975) no pensaba todavía ni en Rocky ni en Rambo.

Carradine es Frankestein, un siniestro conductor que lleva una granada pegada en una de sus manos. Nadie sabe muy bien por qué lleva esa dichosa granada pegada en una de sus manos aunque al final lo sabremos los entusiasmados espectadores que tuvimos la suerte de disfrutar de esta película cuando el cine todavía era cine.

Ignoro si la cinta de Bartel ha sido editada en dvd o si los piratas consumistas culturales la pueden bajar de Internet, pero es un título que recomiendo sobre todo a los aficionados al cine con imaginación. Es más que probable, de todas formas, que la película haya quedado muy envejecida por el paso del tiempo (el título del filme ya lo anuncia) pero tiene una mirada agradecida, sobre todo porque derrama toneladas de mala guasa y una visión cínica y me atrevería incluso a escribir descarnada del mundo que nos rodea. Entonces y ahora.

La película es en este sentido bastante actual, ya que se rodó en plena crisis de los años 70 cuando comenzó a escasear el petróleo, panorama que no se diferencia del actual, donde los sabios que no son sabios nos advierten de los malos tiempos que nos van a tocar vivir precisamente por lo mismo. Espero, de todas formas, que el futuro delirante que proponía esta película no se reproduzca en la realidad aunque quién sabe: a veces la vida imita al arte.