Las novelas del kiosco del barrio

La muerte de Francisco Gómez Ledesma hace recordar la relación que mantuve con las novelas que se vendían en los kioscos del barrio, todas aquellas que publicaban relatos del salvaje oeste, género al que contribuyó Ledesma como Silver Kane, de ciencia ficción, terror, policíacas, bélicas y románticas. 

Esas novelas, de apenas un centenar de páginas, se compraban en los kioscos del barrio –de ahí su nombre– pero también las cambiaba por otras en el taller del zapatero, al que iba para que me arreglara el tacón o la suela en una atmósfera cuajada de olor a cuero.

Recuerdo al zapatero como un hombre alto, aunque yo en aquel tiempo era un pibe,  de ojos azules tirando a grises y con un ronco vozarrón que salía de sus entrañas contaminado a veces con las toses que caracterizan a los fumadores. No me acuerdo de su nombre, pero sí que pasaba las horas muertas en aquel taller con olor, ya dije, a cuero.

Las novelas de kiosco que más me gustaban eran las de ciencia ficción y de terror, mucho menos las del oeste, las policíacas y las bélicas. A las románticas no me acercaba por extraño pudor, pensaba entonces que aquella literatura era solo para chicas así que no sé si me perdí algo extraordinario.

Un amigo reivindicaba hace unos meses la literatura de la emperatriz de aquel género, Corín Tellado, que vendía como rosquetes sus novelas populares antes de que irrumpiera en el mercado la anglosajona Barbara Cartland. Marcial Lafuente Estefanía era por aquel entonces el marshall de las del oeste pero en los territorios de la ciencia ficción –más ficción que ciencia– y el terror, recuerdo a escritores nacionales que firmaban con nombres como Curtis Garland y Clark Carrados.

Las novelas del kiosco del barrio eran fáciles de leer. La acción iba en función de la historia y de vez en cuando algunos de aquellos escritores se permitían incluso apuestas experimentales aptas para todos los públicos.

El formato resultaba además muy cómodo, ya que se amoldaba perfectamente al bolsillo. Yo solía llevar estas novelas en el de atrás de aquellos vaqueros a los que les perdí la pista hace años.

Estos libros con portada de cartón se doblaban y arrugaban y se cambiaban. Y las manos te quedaban igual de sucias que las del zapatero.

Las novelas contaban además con portadas que solo verlas te animaban a leer y al  estar mal vistas por gente con las manos limpias, parecía que formabas parte de una hermandad secreta en la que te reconocías no por misteriosas palabras, toques y señas sino por tener, precisamente, las manos sucias.

La afición, sin embargo, terminó un día. Uno de esos días de los que ya ni te acuerdas. Es probable que entonces triunfaran otras lecturas de evasión. Esas en las que buscaba un tesoro escondido en una isla o te iba de chuletada con el profesor Challenger o con Allan Quatermain…

Antes de firmar sus novelas policiales de verdad Francisco González Ledesma fue Silver Kane.

Un escritor con las manos sucias de tinta. La tinta de su máquina de escribir, esa máquina de la que brotaron sus relatos del salvaje oeste.

Todo a golpe de tecleo.

Me imagino a Kane/Ledesma reclinado en la silla mientras pulsa las teclas. Los dedos, ya se ha dicho, bastantes sucios.

En los últimos años se han publicado algunas de las novelas que González Ledesma publicó como Silver Kane, una de ellas es Rancho Drácula, en la que narra una historia del viejo oeste con vampiros vestidos de vaqueros.

A todas estas reediciones le faltó, sin embargo, lo fundamental: no se vendieron en los kioscos del barrio. 

Francisco González Ledesma ya era  un escritor respetado.

Un autor con las manos limpias.  

Saludos, ya nos conocen, desde este lado del ordenador.

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