John Le Carré, nuestro hombre en el Circus

Cuatro escritores forman el cuadrado perfecto de la novela de espías británica.

Con permiso de Eric Ambler, que es un poco el padre de todos ellos, arriba, en la cúspide, Graham Greene, un escritor que no fue exactamente un escritor de novelas de espías pero sí que tiene las mejores que he leído desde que sentí afición por el género. En la otra esquina se encuentra Ian Fleming, el creador de James Bond. Sin él, la novela de espías no habría tenido tanta repercusión popular. Estas novelas más que de espías eran relatos donde se enfrentaba un atractivo funcionario al servicio de su graciosa majestad con un multimillonario con ganas de comerse el mundo.

Partamos de la base que el James Bond literario no se parece al del cine. Es un excelente gourmet y jugador de cartas, como en las películas, pero también un sentimental y lector ocasional de Raymond Chandler además de un agente que en cada misión consume puñados de dexidrinas para engañar al cansancio.

En las dos esquinas inferiores (aunque al cuadrado le podemos dar la vuelta y serían entonces las esquinas superiores) están Len Deighton, creador de Harry Palmer, el espía anti Bond, aquel que lleva espejuelos y le da más a la cabeza que a los puños y un maestro, John Le Carré, David John Moore Cornwell (Poole, 19 de octubre de 1931 – Truro, 13 de diciembre de 2020), creador como Fleming y Deighton de otro agente secreto pero sin las características de 007 y Palmer.

John Le Carré bautizó a su criatura con el nombre de George Smiley y lo describió como un hombre corriente que trabaja en el juego más peligroso. Su contrincante en esa partida de ajedrez es Karla, su contrario en la KGB.

Smiley trabaja en una oficia gris, rodeado de compañeros igual de grises, todos ellos con sus pequeñas historias personales. El Circus lo llaman. En este ambiente se desarrollan las novelas que Le Carré le dedicó, algunas tan excelentes como El Topo, en la que mide sus fuerzas contra Karla y que continuó en El honorable colegial, demasiado larga y espesa, y que concluye con la mediana La gente de Smiley. El personaje aparece pero como secundario en la que entiendo es su mejor novela, El espía que surgió del frío.

John Le Carré no escribió sin embargo solo novelas de Smiley y continuó en el género con libros cada vez más sólidos y adaptados a la realidad de su tiempo y de nuestros tiempos. En algunas de estas obras se permite un extraño sentido del humor como sucede con El sastre de Panamá, una versión y así lo explica, de Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene solo que en el país que gobernó Noriega.

Otras de sus grandes novelas fueron Una pequeña ciudad de Alemania, muy lenta pero redonda para entender cómo pervivió el nazismo en la República Federal Alemana; El infiltrado, otra de sus obras redondas; Amigos absolutos, Un traidor como los nuestros, Una verdad delicada y La canción del misionero. Me dejo unas cuantas más.

Le Carré no fue sin embargo pese a ser un escritor de género un autor fácil. Sus historias suelen imbricarse demasiado, a veces se pierde uno en la madeja aunque tiene el gancho de lo que cuenta y cómo lo cuenta a través de sus protagonistas. Y sí, en sus novelas se reflexiona sobre la traición pero también sobre el fracaso y servir a una causa que no ta ha dado nada. Tuvo una mirada distante y amarga sobre el mundo que reflejaba en sus páginas y abarcó todos los palos cuando la Guerra Fría finalizó con el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y sus países satélites. El fin del comunismo (ahora dicen que vuelve) no significó el fin de John Le Carré como escritor de novelas de espías.

Publicó su último libro el año pasado y me pregunto si estaría mascando alguno nuevo relacionado con todo esto de la pandemia, esta especie de guerra silenciosa contra el virus que libran esas naciones que desconfían unas de otra.

Una post data, entre los libros de no ficción que escribió Le Carré cuenta con ¿El traidor del siglo?, en la que estudia las razones que llevaron al general suizo Jean-Louis Jeanmarie a convertirse en un traidor. Se lee con un suspiro, es una obra muy corta y precisa pero también densa. Se trata, resumamos, de un Le Carré en estado puro.

Con su desaparición, la novela de espías y la literatura pierde a uno de los más grandes. No hay, que piense ahora, nadie que lo sustituya. John Le Carré conocía demasiado bien cómo se la gasta esa otra realidad en la que se mueven hombres y mujeres que han hecho de la traición y la mentira un oficio. Todos, o casi todos, suelen terminar solos.

Observen a George Smiley que sigue siendo su personaje más popular. Un hombre casado y tan inglés que toma el té a las cinco de la tarde. Varias novelas después, su esposa lo engaña con uno de sus mejores amigos y lo abandona. Smiley, el cerebro capaz de destruir a Karla está solo. No eran lecturas fáciles. Te dejaban la mayor parte de las veces un poso de amargura que solo se curaba dejando reposar el libro unos días. Era inevitable sin embargo volver a él pasado un tiempo. Sí, no fue un escritor de acción a raudales pero sus lectores tampoco buscaban esto en sus novelas. Si buscaban algo era que nos mostrara las grandezas y miserias de hombres y mujeres que no son lo que aparentan. Los amigos se transforman en enemigos. La traición puede llegar incluso a las más altas esferas como sucede en El topo y como sucedió en la realidad en los servicios secretos británicos. La sombra de Kim Philby es alargada. Dicen que Philby obsesionó a Graham Greene como a John Le Carré. Probablemente también a Len Deighton, que escribe sobre el gran juego en su ciclo de novelas de Bernard Samson. Lástima que fuera tan prolífico y que decayera, éste sí, cuando la Guerra Fría declinó en favor de Occidente…

El caso es que ha muerto John Le Carré, nuestro hombre en el Circus.

Saludos, demasiadas ausencias, desde este lado del ordenador

(*) En la imagen John Le Carré junto a Richard Burton en una pausa del rodaje de El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965)

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