Devórame otra vez

Lo lamento por los cursis pero los cuentos y las novelas de Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 22 de mayo de 1859-Crowborough, 7 de julio de 1930) se devoran más que se leen porque, efectivamente, uno cuando las lee más que leer lo que hace es masticarlas primero, procesarlas después y, por último, que se quede con ganas de devorar otro libro de Conan Doyle.

Dejó una obra escrita más que suficiente para satisfacer todo tipo de estómagos por muy exigentes que estos sean, así que devorar es el verbo adecuado para describir mis impresiones sobre la obra de un autor al que, prácticamente, he devorado desde mi más tierna infancia, mi adolescencia furiosa, mis intentos de juventud rebelde y una madurez que no termina por traicionar el espíritu de Peter Pan, una criatura que como todo el mundo sabe, aunque no sé los cursis, no es una creación de Arthur Conan Doyle.

Escritor de series, a él le debemos Sherlock Holmes y su doctor Watson que pasan los años y los siglos y siguen disfrutando de inmejorable salud, a mi sin embargo siempre me gustaron más las novelas que dedicó al profesor Challenger como al brigadier Gerard, ese soldado que “tiene la cabeza muy dura” como lo reconoce el mismísimo Napoleón Bonaparte en la primera entrega de lo que sería una trilogía.

Devoré (otra vez con el verbo) muchas de sus otras novelas y disfruté no hace mucho con un relectura de La tragedia del Korosko porque sigo pensando que es una de las grandes novelas de aventuras de un escritor que estuvo dotado para el género como otros muchos compañeros de generación. Y sí, en estos textos, inyecta algo, no demasiado, de lo grande que fue el imperio británico. Grande por extensión y según lo que escribe –sin excesiva épica sino más bien un curioso sentido de la ironía que debe traducirse a veces como de humor– de lo que un grupo de británicos puede hacer si se encuentran en territorio hostil.

Dotado para la novela como para el cuento (en la noche de los tiempo Nosotromo reunió sus relatos según oficios o géneros: de boxeo, de médicos, de militares, de terror, de aventuras…) si hay una novela entre las muchas novelas que he devorado del escritor se encuentra El mundo perdido que quizá no sea de lo mejor que salió de su cabeza pero sí que se trata de un libro de los que me marcó después de haberlo leído y releído en varias ocasiones. En ella el profesor Challenger va en busca de criaturas antediluvianas en compañía de un excéntrico grupo de secundarios que volverían a aparecer en otras historias del escritor como en la fallida pero muy reveladora La tierra de la niebla ya que en ella vuelca sus creencias en lo sobrenatural porque como saben unos y ahora sabrán otros, Conan Doyle creía en el más allá y en las hadas y otros seres invisibles que, según él, poblaban la campiña inglesa.

No vamos a recordar su personaje más famoso porque de él se ha escrito hasta la saciedad y Holmes es un investigador que no deja de aparecer en cine y televisión porque como se dijo más arriba para el caballero que reside en Baker Street no pasa el tiempo aunque Arthur Conan Doyle se cansara de su popularidad y de que sus lectores devoradores le exigiera que lo resucitase cuando, presuntamente, lo arrojó al abismo en una pelea con su mejor enemigo, el doctor Moriarty.

Lo bueno, porque un escritor como Conan Doyle no tiene, y si lo tiene es escaso, malo, es que no solo vivió del éxito del sagaz investigador pese a que fuera su criatura más popular sino de otras novelas y cuentos donde los engranajes están perfectamente dispuestos. Se movió además muy bien en géneros como la aventura, lo fantástico y el policíaco, entre otros. Y cultivó el ensayo más con ánimo periodístico que reflexivo.

Probablemente una de las razones de que su literatura todavía me siga haciendo tan feliz no es solo por la capacidad que tuvo y que tiene de abstraerme de la triste realidad que nos envuelve sino porque se trata de un escritor que, como dijo en cierta ocasión se preocupaba por evitar “ver” con el fin de “observar”. Y demasiados son ya los que escriben con buena vista sí, pero ciegos en cuanto a interpretar lo que observan. Y ahí, precisamente, ahí, en la cualidad de observar es donde se distingue un escritor cuya obra, no me cansaré de repetir pese al acoso de los cursis, se devora y no se lee.

Saludos, elemental, tan elemental como…, desde este lado del ordenador

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