Fernando Fernán Gómez cumple 100 años

En mi memoria cinéfila Fernando Fernández Gómez, conocido como Fernando Fernán Gómez (Lima, Perú, 28 de agosto de 1921-Madrid, España, 21 de noviembre de 2007), es aquel actor y cineasta al que conocí en blanco y negro. Ese tipo que se especializó en interpretar a españolitos que vienen al mundo aunque su apariencia física no fuera, precisamente, la de un celtíbero.

Alto para la época en la que hizo carrera en el teatro y cine español –la dura postguerra de una guerra que cargamos casi todos como una cruz–1,80 leo en alguna parte y con el pelo color zanahoria y una narizota que no envidiaría ni el mismo Karl Malden, si algo me llamó y me llama la atención de Fernán Gómezfue y es su vozarrón. El que tuvo de joven, extraño por cantarín y algo ingenuo si quieren y cavernario y hasta antipático cuando las sombras de la vejez se adueñaron de su cuerpo y de su cabeza.

Actor, director, escritor (estupendas sus memorias, también sus obras de teatro), la televisión nunca terminará de pagarle la contribución que hizo al medio, a esa pequeña caja que no resulta tan tonta, con series como El pícaro que, lo que no supo lograr ningún profesor de mi etapa de estudiante, alcanzó el sin par o simpar… que me adentrara en un universo literario que narra la vida del golfo, del truhán, del buscón, del que sale adelante cómo buenamente o malamente puede. Y todo ello narrado con burla, lo que genera risa, que te partas el estómago ante lo miserable que podemos llegar a ser las personas sin distinción de sexos.

Fue protagonista, además, de dos grandes películas de ese cine que llaman español: Domingo de carnaval y El último caballo, a las órdenes de Edgar Neville que fue el gran cineasta de un Madrid castizo que, dudo yo, se pueda uno encontrar actualmente en la capital de España; y de otro puñado de películas entre las que destacaría varias que dirigió el mismo Fernán Gómez como El mundo sigue, que adapta la novela del mismo título de Juan Antonio Zunzunegui, un autor olvidado pero que pide a gritos su recuperación, y filme que fue secuestrado por el régimen para rescatarse cuando falleció aquel general de cuyo nombre no quiero acordarme.

Y El extraño viaje o El viaje a ninguna parte (legendario ya su señoritoooo y su ¡me cago en la madre que pario a los Lumi’ere!) entre otras cintas que dirigió con olfato de cineasta, de tipo que, como el cineasta que interpreta en Vida en sombras (¡gracias Benito!), conoce pero sobre todo ama al cine. El cine como medio de expresión, como lenguaje a través del cual no solo articular historias sino retratar el alma humana. En fin, que no son horas para que me ponga poético pero es que son cien, 100, cien años del nacimiento de uno de los más grandes, si no el más grande, creadores de ese cine que llaman español. Y digo llaman porque durante un tiempo perdió el tino y solo rodaba en inglés.

Estén atentos a su poderosísima cinematografía y vuelvan a ver cualquiera de sus películas. Incluso las ñoñas y hoy políticamente incorrectas por el mensaje que transmiten. Si ven éstas, háganlo con la mirada de un espectador de nuestro tiempo y sean conscientes que aquello que observan es el retrato de otro mundo, de otra sociedad, de otro sistema que, concluyan que sí, existió. Yo, por eso, sigo disfrutando y hasta sonriendo con Balarrasa, la historia de un legionario que cambia el color de su uniforme por la sotana negra de un sacerdote, su maravillosa versión de El malvado Carabel y de La venganza de Don Mendo, la primera una novela de otro escritor a reivindicar, Wenceslao Fernández Flórez y la segunda una obra de teatro de Pedro Muñoz Seca, ese ya anciano dramaturgo de derechas al que fusilaron los milicianos en Paracuellos del Jarama y que, cuenta la leyenda, les dijo al pelotón antes de que lo ejecutaran que le podían quitar su dinero, su casa y hasta su familia pero no el miedo “que tengo”.

En fin, las cosas de esta España insólita, negra, que se acostumbró a convivir con el miedo y hasta echarse unas risas con lo que tanto teme.

No me interesa tanto la etapa madura de Fernando Fernán Gómez como actor. Ya no tiene la gracia que sí le percibo en las tanda de largometrajes que rodó durante la dictadura. Pasa, como les pasó a otros grandes del cine nacional como Berlanga, Barden, Paco Rabal, Fernando Rey, entre otros, que se quedaron descolocados. Recuerdo que en cierta ocasión y en una entrevista que mantuve con el director de Plácido éste me dijo que al menos cuando Franco se estrujaban el cerebro cuando escribían los guiones para eludir la censura y eso, digo yo, dio como resultado obras que todavía no me explico cómo dejaron estrenar como la misma Plácido o El verdugo. Fernán Gómez no tuvo esa suerte con El mundo sigue pero ya ven así eran las cosas en aquella España de pandereta que hoy es menos España pero sí algo más pandereta.

Entre las muchas cosas que lamento es no haber podido entrevistarlo. Así que no puedo imaginarme cómo pudo haber sido ese encuentro. Sobre todo cuando la mayoría si hoy lo recuerda no es por su aportación al cine ni al teatro ni a la literatura escrita en español sino por aquel ¡a la mierda! que espetó a un periodista que le tocó digamos que los bajos.

De un plumazo aquella imagen disolvió en el aire la trayectoria de un hombre que aportó tanto a la cultura malherida de este país. Fernán Gómez, el grande, se transformaba de pronto en Fernán Gómez el cabreado, el viejo con mala hostia.

No pensó el abuelo que su país ya no era el mismo que lo vio crecer como hombre y como artista. Que su tierra profunda había dejado de parir a los inolvidables pícaros y buscavidas del pasado para solo reproducir sinvergüenzas sin distinción de sexos. Que un hombre como él, con un corazón tan grande y generoso ya no tenía cabida en un país que se le quedó demasiado pequeño.

Un español con todas sus letras. O un ácrata, también con todas sus letras.

En las imágemes, el actor en El malvado Carabel (Fernando Fernán Gómez, 1956) y El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1965)

Saludos, ovación cerrada, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta