Los Marías y yo, mismamente

Las redes se inundan de comentarios que lamentan la muerte del escritor español Javier Marías, que fallece, se nos va, demasiado pronto aunque uno tiene la sensaciòn que la muerte llega, nos llega, con prisas, sin que tengamos tiempo a meditar profundamente en qué consiste eso de volver a ser nada. Nada absoluta. En el caso de Marías nos quedan sus libros, un inmenso legado de páginas y páginas al que llegué hace ya unos años gracias al regalo de un amigo del alma, pero del alma, alma, que tuvo a bien regalarme Tu rostro mañana que, como saben algunos, se publicó originalmente en tres entregas (Fiebre y lanza, Baile y sueño y Veneno y sombra y adiós) entre 2002 a 2007.

El volumen que está en mis manos es generoso en páginas, supera las 1.300, y ocupa un lugar secreto en mi desordenada biblioteca. Pero no fue Javier sino Miguel el primer Marías que conocí en mi agitada existencia gracias a un programa de cine que se criticó mucho entonces y que ahora reivindican con nostalgia los cinéfilos de medio país: Qué grande es el cine, que dirigía y presentaba José Luis Garci y en la que tras la exhibición de un largometraje cuato o seis tertulianos hablaban de las grandezas de esa misma película.

Entre los habituales, se encontraba Miguel Marías, que era uno de los pocos que hablaba con seriedad de lo grande que a veces es el cine. Más tarde me enteré que eran familia por parte materna de una rama de ilustres e ilustardos cineastas como Jesús Franco, que fue un francotirador y al que tuve el honor de entrevistar sirviéndome de intermediaria quien fue su mujer: Lina Romay y con el que charlé de lo divino y de lo humano de, entre otros temas, sus innumerables pseudónimos, su afición a los desnudos, su capacidad para dirigir películas en tres días y, por último, cómo fue trabajar al lado de un monstruo. Un monstruo llamado Orson Welles. Marías era familia también de otro director de cine fundamental para comprender la historia del cine español como Ricardo Franco.

Pero digamos que mi gran encuentro con alguno de los Marías no fue ni con Javier ni con su hermano Miguel, sino con su padre, don Julián Marías, que escribía por aquel entonces unos interesantes artículos de opiniòn en la revista Blanco y negro que se vendía todos los domingos con el ABC.

Me encontraba por aquel tiempo en Madrid, y vivía por aquel tiempo también en una calle llamada de Isla de Oza, que se encontraba por Puerta de Hierro pero no en la zona noble sino en la pobre. Con todo, vivir tan alejado del centro y en un barrio donde todo el mundo trabajaba mucho para llevar el pan a su casa, hacía muy especial la convivencia porque allí, en aquella calle, nos conocíamos todos. De hecho, casi todos nos enciontrábamos de noche en un bar medio pub llamado El semáforo donde te preparaban, por cierto, unos bocadillos espectadulares de morcilla de Burgos y si no quiedaba de panceta con queso amarillo que devorabas en unos pocos segundos.

La parada de guagua (autobuses) que te llevaba al centro –recuerdo que la parada en el otro extremo de la ciudad era detrás del cine Callao– estaba prácticamente al lado de casa, donde vivía con otros dos compañeros y que siempre llevaba un libo (lo sigo haciendo, es algo que no se me ha ido con la edad) en las manos que por aquellos días se trataba de México insurgente, escrito por el periodista John Reed que ha sido siempre una especie de faro, de guía, y del que leí también su famoso Diez días que conmovieron al mundo y una serie de sobresalientes reportajes en un volumen titulado La guerra en Europa oriental. Esa guerra es la primera y para los que gustan de estos temas como quien les escribe, es un frente no demasiado conocido de un conflicto que al finalizar hizo pensar a muchos que sería la última de las guerras.

El caso es que estaba en la parada, apoyado en un murito que servía de parterre de plantas decorativas esperando pacientemente la guagua cuando un señor mayor me preguntó que qué estaba leyendo. Le mostré la portada y tras consultarla me dio unas palmaditas en los hombros y exclamó que estaba muy bien que un joven leyera (en aquellos tiempos todavía era joven).

Me dijo también pero sin decir su nombre ni el medio en el que colaboraba que el también escribía… Y me recomendó que leyesa el Quijote si no lo había hecho y El buscón de Quevedo cuando llegó la guagia y puso final a aquella extraña conversaciòn. Extraña porque entonces como ahora resulta raro eso de hablar de libros. Y más si se trata con un desconocido.

Solía sentarma al final de la guagua y vi como aquel simpático viejito lo hacía delante mientras le daba vueltas a la cabeza porque, diablos, algo me decía que conocía a aquel caballero.

Lo supe el domingo de esa misma semana o quizá fue el de la siguiente o siguiente que lo mismo da. Estaba leyendo la revista Blanco y negro cuando de pronto vi la fotografía del autor de un artículo de opinión, una sección fija entonces en aquella publicación… y el viejito no era otro que don Julián Marías. Más tarde leería su autobiografía Una vida presente y adquirí en un rastro su voluminosa Historia de la filosofía, dos obras que son como dos islas en una nutrida bibliografía…

Muere Javier Marías, su hijo y el hermano de Miguel y familia de los Franco, no del dictador sino de los que se dedicadon al cine… Y pienso en aquella anécdota con el padre y no con el hijo a quien creo que vi una vez (a Javier me refiero) sentado en una terraza más o menos próxima a la Plaza Mayor de Madrid con otro escritor, Arturo Pérez Reverte. Luego lo demás se difumina, y siento, lo siento de veras, la ausencia de un Marías que a sun manera y aunque sea de forma tan marginal, forma parte de mi vida. Un chispazo, un momento, un eco si así lo quieren… perio un recuerdo, un recuerdo que es siempre algo más que nada más.

Saludos, mañana en la batalla piensa en mi, desde este lado del ordenador

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