Un domingo de Rastro

El Rastro de la capital tinerfeña regresa a su espacio natural, los alrededores del muy colonial Mercado Nuestra Señora de África. Llevaba desde 2020 cerrado a cal y canto por la dichosa pandemia, y tras salir de aquella pesadilla de la que poco o nada ya nos acordamos, se instaló en uno de los aparcamiento del Puerto chicharrero con resultados catastróficos y no solo por la localización sino porque podías freírte como una croqueta cuando lucía el sol que ha sido casi siempre este año extraño, bélico, de crisis, de nos vamos al carajo aunque finjamos que aquí no passsa nada.

Digo que me doy una vuelta por el nuevo Rastro que recupera su espacio original y si bien no se ha extendido por toda la zona con la fuerza arrolladora del pasado, espero con el corazón en la mano que a medida que nos aproximamos a las fechas navideñas el Rastro se expanda como antaño, antes de aquel fatídico 2020 que nos cambió la vida.

Como era de esperar, busco libros y algún cachivache curioso. Entre los libros, un descubrimientos, Otra confesión. Maldiciones. Memorias del escritor venezolano Argenis Rodríguez (La Fontana Literaria, 1976), una obra con una fuerza poderosa. Me quedo de hecho muy extrañado que nadie, sobre todo los lectores de literatura venezolana que conozco, me haya recomendado antes los libros de un tipo que escribe con una sorprendente economía de medios y, al mismo tiempo, relata sin sombra de pudor los fracasos sentimentales que salpican su itinerario vital. En el libro también deja espacio a sus lecturas, profusas y más o menos idénticas a las que me marcaron durante una etapa de mi vida por lo que las simpatías y el entusiasmo por conseguir algún libro más del escritor me sacude como me sacuden las cosas que me son buenas.

En el mismo puesto me hago con una novela de Charles Dickens, Carlos en la versión que adquiero y que lleva por título El marqués de Saint Evremont, editorial Maucci, y ejemplar que su anterior propietario se hizo en la noche de los tiempos al módico precio de 10 pesetas. No sé calcular la fecha de edición, no aparece reproducida ni en las primeras ni en las últimas páginas del libro, pero tras ojearlas me doy cuenta que se trata de Historias de dos ciudades, solo que el volumen que tengo ahora en mis manos le cambió el título original por el de El marqués de Saint Evremont. En fin, cosas que pasan.

“Era la mejor y la peor de las épocas, el siglo de la locura y de la razón, era un periodo de luz y de tinieblas, de esperanza y de desesperación, en que se veía delante el horizonte más esplendente y la noche más profunda, en que se iba en línea recta al cielo y por el camino más corto al infierno; era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, según la opinión de autoridades muy respetables, sólo se puede hablar de él en superlativo, tanto en bien como en mal”.

Hay gente paseando por el Rastro de la capital tinerfeña pero no escucho como antaño la música que interpretaban unos sudamericanos que vendían sombreros y ponchos, ni oigo por encima del ladrido continuo de los pasesantes el grito de los vendedores gitanos, que están como estuvieron antes en el piojito instalado en uno de los aparcamientos del Puerto marítimo de la ciudad, justo el que está delante del edificio de la Hacienda.

Para ser el primer día del renovado Rastro no está mal y seguro que estará mejor cuando avancen los meses y la gente se de cuenta que vuelve a estar ahí para desespero de los vecinos que viven por esa zona de la capital tinerfeña. Una zona que apenas tiene nada que ver con lo que fue en el pasado, y que ya he relatado algunas veces en este mismo su blog. Es decir, que donde ahora se encuentra TEA Tenerife Espacio de las Artes era un barrio de chabolas, algunas de ellas habitaciones donde señoritas que se dedicaban al oficio más viejo del mundo hacían sus trabajos. La imponente fachada de TEA ha cambiado el dibujo aunque algunos de los que trabajan en sus instalaciones recuerden a algunas de aquellas esforzadas señoritas que explotaban su cuerpo para darle de comer a los suyos solo que los señoritos que ahora hacen que trabajan en ese espacio chuli pandi se dedican a joder a los demás, y se escribe joder en el peor sentido que tiene esta palabra.

Pero dejemos las batallitas de ese centro de arte que no termina de levantar cabeza y volvamos al Rastro que regresa, como un resucitado, a los alrededores del Mercado de Nuestra Señora de África.

En mi deambular me encuentro con un libro que firma Tito Expósito, Cuentos del barrio, que debe ser del pleistoceno y más allá me topo con un puesto de antigüedades. Casi me llevo una plancha de hierro, de las de antes, solo que no. Quizá otro domingo si aún nadie se la ha llevado. La idea era cogerla, meterme hoy lunes en TEA y ver si estaba ese sindicalista de broma para estampársela en la frente y aplastarle los cuernos y de paso y con esperanza espabilarlo, que golfo no se puede ser toda la vida. Una tarea de titanes.

En fin. Que doy una vuelta y que doy otra por el Rastro con la mosca detrás de la oreja porque no veo a nadie del Ayuntamiento dejándose ver ya que el año próximo son de elecciones… Quizá sí que estuvieron y fue antes o después de que me marchara del Rastro con la bolsa bien pertrechada de libros en los que se encuentra, se repite para navegantes, Otras confesiones. Maldiciones, de Argenis Rodríguez. Tomo nota de su nombre… y ahí les dejo, para terminar, una máxima que se reproduce en este libro:

“Hay una sola verdad: la mentira”.

Un domingo de Rastro que me supo pero no lo suficiente al de hace ya cuatro años.

Saludos, sube y baja, baja y sube, desde este lado del ordenador

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