Adiós al rey

Me dices que Bowie, David Bowie ha muerto y no sé por qué, lo primero que recuerdo es aquel tipo que cantaba muy desafinado sus canciones por toda la casa, intentando imitar al maestro con resultados patéticos y no aptos para la salud de tus propios oídos…

Veo al tipo paseando por el pasillo, con las manos que levanta y con las manos que te baja mientras un Mayor Tom (Space Oddity) de pena sale de su boca. Luego introduces el casete y le das a todo volumen para que la voz del auténtico, del irrepetible Bowie suene por toda la casa y silencie a ese remedo que, pese a todo, insiste y pone voz de falsete mientras la música inunda todos los rincones de un piso de Madrid que es probable que ya no vuelva a ver con estos mismos ojos…

Tuve la suerte de ver a Bowie en un directo. La gira no fue la mejor del artista, The Glass Spider Tour, pero era verlo actuar y moverse en el escenario y comprobar que la elegancia se lleva por dentro, que es imposible enseñarla –y si se enseña, se queda en simple barniz de buenas maneras– porque nace en las entrañas… Apenas guardo imágenes de aquel concierto salvo que terminé con una amiga reventándonos el cerebro y el estómago con Larios mezclados con tónica… Luego si pienso en aquel directo, me viene a la cabeza una inevitable y dolorosísima resaca…

Bowie seguía sonando mientras tanto en el transistor. Y el conocido del principio, ese personaje que describía brevemente en las primeras líneas, continuaba empeñado en cantar sus canciones aunque lo suyo no era lo de dedicarse a la canción.

Como actor, me gusta ver a David Bowie como Poncio Pilatos en la estimable La última tentación de Cristo, una película dirigida por Martin Scorsese que adapta muy por encima la novela de Nikos Kazantzakis. También como ambiguo mayor australiano en la intensa y filogay Feliz Navidad, Míster Lawrence, de Nagisa Oshima, un cineasta nipón que a mi generación le partió el alma y si se me permite el corazón; y de amanerado vampiro post moderno en El ansia, de Tony Scott, cinta que si por algo se recuerda es por el polvazo que Catherine Deneuve y Susan Sarandon se montan a lo largo de una cinta que resume el estético hedonismo de los años ochenta, una década en la que David Bowie se creyó que podía ser actor y al que evoco en Laberinto donde mide sus fuerzas contra una tierna y siempre inquietantemente bella Jennifer Connelly.

Hay más películas, y muchísimos discos, en los que Bowie sacó la cabeza del agujero y se empeñó en demostrarnos que no era gratuito que lo conocieran como el camaleón del rock… Aunque me atrevería a proclamarlo también como el camaleón a secas porque lo suyo es una historia de continua adaptación al medio y a los elementos que lo rodean. Una suerte prodigiosa por reinventarse una y otra vez…

Tanto, que incluso me hizo sospechar que podía ser posible. Me refiero a lo de reinventarse, aunque en unas islas tan pequeñas como en las que vivo eso sea tareas de titanes…

Una última imagen, uno de esos retales con forma de recuerdo que conservo en mi cada día más dispersa memoria: Un Honda Civic blanco que recorre las calles de una capital de provincias con la música a todo trapo.

Suena Heroes… Y canta David Bowie.

We can be Heroes

Just for one day

Repìto todavía como si de un mantra se tratara….

Saludos, sirenas, desde este lado del ordenador.

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