Llevo dándole vueltas las últimas semanas a un escritor norteamericano que por las circunstancias se ha vuelto muy actual. Si usted es lector de novela policíaca y sobre todo de la novela policíaca que dignificó al género en los años 30, 40 y 50, le sonará el nombre de Horace McCoy, recientemente citado en algunos medios de comunicación tras la muerte repentina del cineasta Sydney Pollack, que trasladó a la pantalla grande una de sus novelas más conocidas, ¿Acaso no matan a los caballos? y que en España circuló como Danzad, danzad, malditos. A McCoy le debemos, sin embargo, otros tres títulos más: Luces de Hollywood, donde despedaza la industria del cine; Di adiós al mañana, una espléndida y potentísima novela de gánsgter y Los sudarios no tienen bolsillo, un canto apasionado pero también dramático en defensa de la libertad de expresión.
Con esta novela, McCoy nos cuenta la historia de un periodista encallecido que monta su propio periódico para denunciar las vergüenzas del villorrio donde se ha establecido. Como es natural, los poderes fácticos unirán fuerzas para callarle la boca, aunque nuestro personaje, un hombre honesto y de izquierdas, y también poco sensato, no hará caso de las recomendaciones y como en todo western que se precie, resistirá sólo y ante el peligro el acoso de esa pandilla de depredadores a los que les importa un pimiento que la verdad se sepa.
Seguro que algunos de ustedes piensan que McCoy era demasiado inocente, y es probable que tengan razón, pero tuvo valor a la hora de escribir estas historias y luchar por lo que creía. Además, si uno relee sus novelas (desafortunadamente descatalogadas hoy día) se dará cuenta que son extrañamente actuales y estará del lado del perdedor o el anti héroe, aunque para los que hemos consumido toneladas de historias de esta época, firmadas por gente como Gil Brewer, el gran Jim Thopmson, David Goodis y Burnett, entre otros, sabrá de lo que hablamos. Y es que la novela policíaca estadounidense se convirtió en una excelente plataforma donde cantarle las cuarenta al poder. No sé, quizá se deba a que la mayoría de sus escritores se nutrieron en las filas del periodismo de aquellos años.
Es verdad, no obstante, que también hubieron excelentes narradores del lado contrario, como Mike Spillane y su detective fascista Mike Hammer, embrión del futuro Harry el sucio, pero la mayoría de los escritores de signo derechista que cultivaron el género no han trascendido con la potencia de los que aprovecharon las claves del género para denunciar corrupciones inmobiliarias y ascensos a la fama a cambio de vender tu alma al diablo (o el poder), entre otros temas. Es significativo, además, que en la edad dorada de la novela policíaca estadounidense, la mayoría de los protagonistas de estas obras fueran personajes que se mueven al margen de la ley, y los que siguen ley, como el Spade de Hammett o el Marlowe de Chandler, por citar sólo a dos de los private eye más populares, no estén muy convencidos de estar haciendo lo correcto, aunque sepan que se trata de su trabajo.
Quizá sea este mensaje, hastiado pero consciente, el que ha condicionado el estado de confusión que ha ido dominando mi cabeza lo que llevamos de semana. Es decir, que leyendo los periódicos, escuchando la radio y viendo la televisión he tenido la sensación de vivir una novela policíaca porque la mayoría de sus protagonistas detentan el poder, mientras los perdedores siguen siendo los de siempre: el hombre de la calle ajeno a las extrañas fuerzas que se mueven a su alrededor. Claro que, como dejó escrito Horace McCoy en una de sus novelas, Los sudarios no tienen bolsillo.
(*) La fotografía que acompaña estas líneas es histórica: El segundo personaje que está sentado por la derecha es Horace McCoy. De pie, se encuentran, entre otros, Dashiell Hammet, primero por la derecha y Raymond Chandler, segundo por la izquierda.