El grito
Domingo, Octubre 11th, 2009Allí por donde voy escucho siempre el grito. Es un grito que suena en silencio y que te rompe los tímpanos, y que te sume en una de esas conocidas depresiones que parecen que no pueden vivir sin ti. Compañera involuntaria en este devenir que es la vida.
Me llaman por teléfono, recibo mensajes en el correo electrónico, chateo un rato, me encuentro con alguien casualmente en la calle y no sé si darle la mano o un abrazo… Y siempre ese grito sin voz y terrible, casi igual de terrible como el que acompañó a Ramón Mercarder el resto de su vida tras clavarle el famoso piolet en la cabeza a León Trotsky.
De grito y de miedo es el asunto que trata El hombre que amaba a los perros, la última novela del escritor cubano Leonardo Padura. La finalicé esta mañana de domingo previo al Día de la Hispanidad, y confieso que me dejó un sabor amargo en la boca.
O esa sensación de que no termina de convencerme, pese a que está medida e históricamente resulte irreprochable. Pero no, me deja con un pesado vacío en la boca del estómago y no siento que sea la gran novela del escritor cubano. Quizá sea, pienso mientras coloco el volumen junto a las otras novelas del escritor que tengo en mi librería cada día más soñada, que pese a conocer la historia y fascinarme, en especial gracias al documental español Asaltar los cielos, reúne una serie de cosas que no me cuadran. Y una sensación abisal de que a Padura se le ha ido de las manos esta novela histórica con intenciones de denuncia.
No hace falta ser muy listo para darse cuenta de la metáfora que usa el escritor para arremeter a través de Trostsky, Mercader e Iván, el personaje cubano que encuentra en la playa al hombre que amaba a los perros, contra la ya decrépita Revolución Cubana.
Pero ¿y? me pregunto cuando cierro el libro. Nada. Y resulta durísimo escribir nada tras haberme leído sus casi 600 páginas.
Esto me pasa con algunos libros y sobre todo con algunos escritores de los que espero otra cosa. Y con Padura me pasa desde que me arrebató con sus inteligentes novelas policiales protagonizadas por Mario Conde y que se desarrollan en La Habana del periodo especial. “Son cosas tuyas” me dirán algunos. Y sí, me respondo, claro que son cosas mías, ¿de quién iban a ser?
El hombre que amaba a los perros es un relato terrible. Es el relato de una muerte anunciada. La orden la dio el que probablemente sea uno de los mayores hijos de la gran puta de los últimos tiempos: Stalin. Un personaje fascinante por diabólico. Encarna a la perfección el mal en la tierra. Un psicópata llevando las riendas de un país que fue capaz de hacerle sombra a los Estados Unidos. Me pregunto por qué nadie escribe una novela (la hay, pero es muy mala) sobre este demonio de bigotes de morsa. También por qué los dictadores más detestables de la historia llevan bigotes. Mussolini no llevaba bigotes pero es que además de ser un canalla fue un payaso.
El grito. Escucho el grito mientras escribo estas líneas. Con un sabor amargo en la boca. En las novelas describen esta sensación cuando uno de los personajes es envenenado con aquello de “sintió el sabor de almendras amargas en la boca”. Lo que siempre me ha hecho gracia porque alguna vez he comido almendras amargas y no tienen, para nada, sabor desagradable sino diferente…
Esta semana que muere ha sido una semana extraña. Muy rara. De esas en las que he sentido como un fantasma a la depresión intentando adueñarse de mi cabeza. Como soy perro viejo he logrado que se vaya pero la muy condenada que vuelve. Infatigable, lo que me llena de congoja porque cansa. Y si lo que leo, veo y escucho no me compensa, la muy cabrona vuelve a introducirse por la puerta trasera. Y me pongo triste. Y cuando me pongo triste no sé que hacer. Y cuando no sé que hacer escucho el maldito grito, y cuando escucho el maldito grito sé que algo no va bien. Y siento la sombra del miedo, sombra intangible que no ves pero que va ocupándolo todo. Pero me resisto.
Una buena amiga me dice que es signo de los tiempos y de cambio. Y puede tener tanta razón como no tenerla. Sólo sé que el maldito grito continúa. Y lo que es peor, que cuando no lo escucho tengo necesidad de volverlo a oír porque me he acostumbrado a su silencio.
No sé. Afortunadamente me quedan las novelas de Elmore Leonard. Con él, haya grito o no, ni me entero.
Saludos, ya no sé sin o con grito, desde este lado del ordenador.