LLorad, malditos, la desaparición de “nuestro” cine Chimisay
Miércoles, Octubre 22nd, 2008La noticia ha pasado sin pena ni gloria por los medios de comunicación convencionales canarios pero soy consciente de que ha producido hondo fastidio y frustración entre los que hemos hecho del dicho de bien nacidos es ser agradecidos estandarte de nuestra existencia. En fin, que aún estoy tarumba (y somos demasiados) por la crónica de una muerte anunciada: el cierre del cine Chimisay del Puerto de la Cruz.
No soy natural de esta gran ciudad tinerfeña pero me une a ellas demasiados vínculos como para no sentir la rabia de que su único cine haya pronunciado the end ante el silencio cómplice de quienes deberían haber puesto el grito en el cielo.
Algunos de los mejores capítulos de mi vida transcurrieron en el Puerto de la Cruz, ciudad en la que pasé veranos donde descubrí el primer amor gracias a juegos tan tontos pero intensos en aquellos años inocentes como el verdad y consencuencia y el fosforito. Dios, se me eriza la piel ante este ejercicio obligatorio de nostalgia. En aquellos años donde era más feliz porque el futuro era algo lejano e improbable como en cualquier novela de ciencia ficción, repartíamos los momentos de ocio entre la playa, la piscina de los apartamentos y los juegos, en ir al cine de tanto en tanto. E ir al cine era ir al Chimisay, y en otras ocasiones al Timanfaya, aunque menos.
Tengo grabada al fuego algunas de las películas que disfruté en aquella sala, casi gemela de la legendaria el Greco cuando el Greco era sala de verdad antes de transformarse en multisalas (lo mismo pasó con el Chimisay) y luego fallecer para no ser nada, que es lo que es ahora: nada de nada.
Recuerdo en el Chimisay ver una versión británica y en colores de Cuento de Navidad, según el relato de Dickens, en la que uno de mis primos se escondió debajo de la butaca porque le daba pavor el fantasma del futuro que, como todo el mundo sabe o debería saber, es la dichosa muerte dichosa. También cantar las canciones, o más bien tararear su melodía, de ese extraordinario musical que fue Oliver, del gran Carol Reed, un cineasta al que debe de rendirse la justicia que se merece un día de estos; y películas de acción, comedia y dramas que me hicieron amar un poquito más lo que los cursis denominan como séptimo arte. El Chimisay se convirtió también en la sala donde estreché por primera vez la mano de una chica y en la que una vez salías del cine, veías la ciudad que lo acogía con ojos nuevos y más felices. Mirada que fruto de esa experiencias cinematlográficas siempre me asalta cuando la visito. Es decir, que gracias al Chimisay el Puerto de la Cruz es la ciudad que para mí representa lo mejor de Canarias, archipiélago desarticulado que allí se transforma en lugar cosmopolita, localidad donde se cruzan los idiomas y con rincones que la hacen única y totalmente diferente. En el Puerto de la Cruz tengo la sensación de que no estoy en estas islas desamparadas pero también que sí estoy en las islas que deberían de ser. Y eso, o por lo menos contribuyó grandemente a eso precisamente, lo hizo el cine Chimisay en mi desordenado itinerario existencial.
Más tarde y por razones de trabajo, visité un poquito más la ciudad turística (que le dicen, aunque hoy ha quedado un poco en desventaja, pero eso también forma parte de su peculiar encanto) con motivo de la celebración del Festival de Cine Ecológico del Puerto de la Cruz, y si bien el Festival aquel nació bichado, siempre sostuve y sostendré que si hay alguna ciudad de Canarias que merezca tener un festival de altura esa tenía (tiene) que ser el Puerto de la Cruz. Entonces era una ciudad relativamente pequeña, contaba con dos salas de cine y daba (da por fortuna todavía) a un mar sin domesticar que inunda sus calles y plazas de ese olor a sal que se nos sube a la cabeza a los que leímos novelas marineras (de capitanes y guerras pero también de pescadores).
El Puerto de la Cruz es una ciudad con glamour, y yo creo que gran parte de ese glamour se lo dio generosamente el cine Chimisay (no olvido tampoco a mi Timanfaya) a lo largo de su historia.
No he vuelto a la ciudad. No quiero volver a la ciudad por ahora y eso que me gusta recorrer sus callejuelas y perderme en la Ranilla porque me tranquiliza y calma en unos días donde necesito tanto tranquilidad y calma; pero es que sé que ya no será lo mismo. Que se me partirá el corazón y el alma cuando pase frente la fachada de un cine que me dio tanto en mi infancia, adolescencia y juventud perdida porque sabré entonces (como lo sé ahora aunque me engañe y lo evite como la peste) que todas las cosas buenas tienen su final. Y que ese final no fue precisamente feliz.
En fin, amigos y amigas, en algo tenían que equivocarse las películas.