Cuando era un adolescente me gustaba matar el tiempo recorriendo los cines de la capital tinerfeña para ver los carteles de las películas de estreno. Me encantaba observar aquellas fotografías congeladas que se exhibían en el Baudet, el Price, El Víctor, el Rex, el Cinema Victoria, el Teatro San Martín, el Royal Victoria antes de que se transfigurara en subterránea sala X, y otros tantos cines que había repartidos por Santa Cruz de Tenerife.
Pensaba cuando observaba los carteles de qué trataría aquella película. Y disfrutaba bastante al recrear con la imaginación el argumento de los largometraje para mayores de 18 años, cintas que en aquel tiempo estaban vedadas para mis ojos.
Les aseguro, no obstante, que cuando me hice lo que se suele decir mayor sí que tuve la oportunidad de ver muchas de esas películas pero la verdad es que la mayoría me resultaron auténticos tostonazos, por lo que permítanme que les diga que desde ese entonces le estoy muy agradecido a mi imaginación, que para mí consiste en el acto de fundirme los plomos de la cabeza para reconstruir cosas absolutamente (in)útiles. Al final me he acostumbrado a vivir con esta dependencia: la de abstraerme en mi propio universo mientras lo real (¿?) gira distorsionado y enloquecidamente a mi alrededor.
El caso es que, siendo aún un adolescente, un día me armé de valor y le pregunté a uno de los acomodadores de aquellas salas si había la posibilidad de que me dejaran algunas de aquellas imágenes cuando la película se retirara de cartel. El acomodador, que en mi imaginario todavía lo veo como una especie de cancerbero uniformado del palacio de los sueños, o no me hacía caso o me señala con el dedo la puerta, de la cual salía terriblemente humillado y, naturalmente, con la manos vacías.
A pesar de aquel muro (uno de los primeros con los que me tropecé a lo largo de esta existencia) continué con la misma petición a los acomodadores de todas las salas a las que iba (en especial las sesiones de los domingos a las 4 de la tarde y los sábado a las 18.30 horas) con la esperanza de saltar aquella barrera. La respuesta, sin embargo, solía ser la misma: silencio. Aunque en cierta ocasión uno de aquellos hombres tuvo la gentileza de decirme que no podía dármelos porque no eran suyos.
Harto de las negativas, un buen día le di de alimentar a mi escaso coraje y en una sala cuyo nombre no voy a revelar, y sin que nadie se diera cuenta, zas, sisé una de aquellas imágenes. Todavía la conservo en casa y debidamente enmarcada: King Kong, la versión de 1933, of course. En el cartel se ve al rey de los gorilas en la cima del Empire State machacando con sus manazas uno de aquellos malditos biplanos de la fuerza aérea estadounidense.
Aquel primer éxito hizo germinar la semilla de la maldad en mi corazón. Así que dando de comer un poco más a mi coraje, estuve un tiempo dedicándolo al inocente acto delictivo de llevarme por la cara los carteles de los cines de la capital tinerfeña. Me creía una especie de Fantomas cinéfilo y de provincias. Un Fantomas de chiste.
Lo mejor del caso es que a través de aquellos actos, ahora pienso que delirantemente fetichistas, comencé a ser conocido en aquellas salas porque descubría emocionado y también mosqueado –la verdad sea dicha– que cada vez me lo ponían más difícil para conseguir mi objetivo. A pesar de ello, este desafío en vez de apagar aquella fiebre estimuló, si cabe, mis cazas furtivas. Por un lado, me volví más cauto e incluso llegué a elaborar rudimentarias herramientas para hacerme con más carteles… Más carteles, independientemente de que me gustara o no la película.
Ahora sé que lo que había comenzado como una inocente travesura adolescente se estaba convirtiendo en una compulsión enfermiza. Lo mejor del caso, sin embargo, es que una mañana supongo que de domingo porque no había nadie en los alrededores de aquel histórico cine, me topé por casualidad con otro compañero de fatigas.
No. No nos conocíamos pero ya que íbamos a lo mismo acordamos repartirnos equitativamente el botín como buenos miembros de la hermandad de la costa. Hicimos nuestro trabajo, cada uno se llevó lo que quería y sin darnos la mano ni nada que se le pareciera, nos fuimos por caminos separados. Nunca volví a ver aquel personaje, que creo tenía más o menos mi misma edad. Pero pienso muchas veces en él. No sé si se fue de la isla, si se hizo abogado o cocinero. Si hoy está en el paro o se ha convertido en barrendero. Igual hasta ha muerto. La verdad es que no lo sé. El caso es que tengo la sensación de que aquel encuentro forma parte de una de las alianzas más extrañas y también fructíferas de mí, ya les digo, fatigada existencia.
Años más tarde, y superada aquella fase, viendo los 400 golpes de Truffaut descubrí que su joven protagonista también sisaba un cartel de cine, hecho que, obviamente, hizo que a partir de entonces sus trabajos pasasen a formar parte de mi selecto y bizarro club de filmes favoritos. Truffaut es otro hermano de la costa, otro pirata sin barco… Otro loco, loco (in)útil.
Infectado así desde edad muy temprana con el virus –yo diría más que del coleccionista con el del compilador compulsivo de todas aquellas cosas que me hacen un poco más grata la vida– me inicié años más tarde en ese submundo conociendo a verdaderos amantes de los objetos. Y en el caso al que me refiero, de todo lo que estuviera relacionado con el cine.
Admito, no obstante, que no me hizo mucha gracia pertenecer a esa (supongo) honorable sociedad. Ya no estaba para monomanías ni para caprichos obsesivos. De esa manera, el virus coleccionista se fue escapando silenciosamente de mi cabeza como una de esas malas gripes que te atonta los días.
En estos días de estupideces varias, observo todos los trastos que he acumulado y me entran ganas de mandarlo todo a paseo. De desembarazarme de aquellos carteles, volúmenes, discos, películas y tebeos porque no está en mi ánimo que me entierren como a un faraón rodeado de todos estos cachivaches. No creo que me sirvan si me voy al otro mundo o termino reducido a la nada. Así que espero que todos estos objetos antes de ser incinerados acaben en una biblioteca pública o privada. O en el Rastro. O Rastros.
Ahora que lo pienso, esta sí que sería la mejor manera de dejar rastro de mi paso por este mundo que cada día entiendo menos.
Saludos, de un Fantomas de chiste, desde este lado del ordenador.