Me quedo mirando fijamente la fotografía. La estudio, dedicándole todo el tiempo del mundo porque no deja de asombrarme la imagen. Se trata de un entierro, imagino que de alguien con nombre en aquel tiempo…
Lo curioso de la instantánea es que ahí está la casa familiar en la que viví hace mucho tiempo, demasiados ya, y que los que aparecen en esa ventana del primer piso deben de ser, entre otros, mi madre, que coge entre sus brazos a un bebé que debe ser uno de mis dos hermanos mayores…
No sé de que año es la foto, ni me interesa, lo que me deja pensativo un rato largo es que cuando se sacó yo no existía. No había venido al mundo. Que en ese momento era nada. Una nada perfecta. Como borrado del mapa que forma el pasado.
Amplio la imagen con la esperanza de ver si reconozco a mi madre y a las otras personas que están asomadas a esa ventana que daba a la consulta de mi padre pero no obtengo recompensa porque, a medida que hago más grande la fotografía, los rostros, las cosas, se desdibujan, se hacen borrosas como fantasmas.
Estoy, digamos, como en un estado de shock, y algo me dice muy adentro que cuando deje este mundo volveré a ser nada. Nada absoluta. Reflexiono entonces que quizá mejor, que quizá sea mejor que no haya ni cielo ni paraíso como se empeñó en meterme en la cabeza el cura que me dio Religión, una asignatura que aprendí a detestar no porque no la entendiera sino por aquel sacerdote que nos animaba a a ir a misa, a su misa, porque se cantaba y él tocaba la guitarra.
Santo, santo es el Señor. Dios del universo…
Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo… Danos la paz.
No fui nunca a la misa que daba aquel cafre con sotana. Aquel mismo cura que me condenó un día al infierno porque le planteaba preguntas que no sabía responder.
- Padre, ¿podría explicarme porque Jesús dice en los Evangelios que vino a impone la espada y no la…”
En fin. Quizá eso explique mi temprana afición por la literatura fantástica y de terror. Imaginarme otro mundo lleno de dolor y sufrimiento para irme acostumbrando en vida a la otra vida… Hasta que me di cuenta, leyendo Juliano, el apóstata, de Gore Vidal, que después de esto lo que hay es NADA.
Mejor así, ¿verdad?
Miro la fotografía y alucino con mi no existencia. Con la idea de que mi familia no supiera entonces que iba a nacer varios años después. No hay escalofríos sino una inmensa tranquilidad. Me da paz comprender que ya entonces todos, absolutamente todos somos polvo, y que en polvo nos convertiremos.
Los dedos de mis manos están cubiertos de cenizas de mis muertos y pronto las mías cubrirán las de los que vienen detrás.
Y me veo, ya adolescente algo solitario, en aquel confesionario de la iglesia del Pilar con aquel cura preguntándome “¿usted se toca?”, y yo tan terriblemente inocente preguntándome a qué demonios se refería aquel tipo. Vaya rato malo pasé.
Tras los padrenuestros y avemarías que me dijo que rezara para salvar mi alma decidí, allí de rodillas y con las manos pegadas, que no volvería a confesarme jamás.
La fotografía, la ventana del piso de ladrillo rojo donde viví con mi familia… entonces la avenida del general Mola y ahora de las islas Canarias. En esta pequeña capital de provincias que es y sigue siendo Santa Cruz de Tenerife. Frente del mismo teatro Baudet, aquel cine donde vi tanto cine. Muchas películas para mayores de 18 años. Y aquel cine en el que mangué tantos carteles que debo de tener en algún lado. Escondidos, quizás. O ya no me acuerdo con tanta mudanza donde los puse.
Veo la imagen y se me vienen a la cabeza muchas ideas, una de ellas es que ese Santa Cruz de Tenerife que recoge la fotografía no llegué a conocerlo aunque el que recuerdo de mi tierna infancia no tiene nada que ver con el actual. Y no solo porque casi todos los cines ya no existan, ni sus librerías… ni que la calles ya no estén bautizadas con nombres franquistas.
En mi imaginación aquel Santa Cruz es como el que me muestra la imagen, una capital de provincias en blanco y negro. Aunque más que blanco y negro, de grises.
Y recuerdo, aunque el recuerdo es en color, a ese otro cura recién salido del seminario que un día nos mostró (¿un streaptrease?) que no llevaba una camisa blanca detrás de su camisa negra sino un alzacuellos, aquel pedacito blanco era una cinta que rodeaba su cuello. Lástima que no se estrangulara con él… eso lo digo ahora que recapitulo con cierto rencor toda aquella miseria humana.
Ese mismo cura recién salido del seminario nos castigó varias semanas después porque la mayoría de la clase no se había estudiado las oraciones del Catecismo. En mi caso, solo me sabía de memoria el Padre nuestro y el Dios te salve María, el resto ni idea.
Reza el Credo…
Creo en Dios todopoderoso…- dije y me quedé en silencio. El resto de la clase mirándome con ojos de pescado muerto.
- Pues el Por mi culpa.- insistió aquel sacerdote recién salido del seminario.
- Por mi culpa…- comencé golpeándome el pecho porque era una oración en la que había que golpearse en el pecho pero no me sabía más que el inicio…
El cura recién salido del seminario dio un grito y le dijo a otro que rezara el Credo, pero tampoco. Ni el otro ni el otro alumno que estaba más allá.
Se puso colorado, rojo como un tomate y nos castigó a toda la clase a que formáramos una fila en el pasillo del colegio como castigo.
Allí, de pie, pasamos el recreo mientras los que entraban y salían del patio nos preguntaban qué habíamos hecho…
No sabernos las oraciones del Catecismo, le respondíamos la plebe, los castigados, los herniados a los que no nos entraba en la cabeza sentirnos culpable por aquel desconocimiento.
Cuando se acabó el recreo y pudimos entrar en clase el cura nos dijo que dos días después nos iba a preguntar lo mismo, las oraciones esas.
Y espero que se las sepan todas.- dijo. No sé si me miró cuando soltó la amenaza pero digamos que sí ya que soy yo quien escribe esto.
Sí que recuerdo que el pelota de la clase se comprometió, y así lo dijo en público, a aprenderse el Credo de misa y no el del Catecismo que, descubrí, vaya por Dios, que era algo diferente. Vamos, como el Padre nuestro que aprendí de memoria y el que ahora se canta en misa.
Estos recuerdos de infancia se me despiertan en la cabeza al observar la fotografía en la que se ve la ventana de casa de mis padres y unas personas asomadas a la ventana. Quiero creer que la que lleva un bebé en brazos en mi madre pero no lo sé. O no estoy seguro.
Otro pensamiento cruza mi cebero y es cuando murió Franco, y como el profesor, don Rafael, al que recuerdo con los hombros levantados, una vez pasado el luto por la ausencia de aquel militarote, colgó dos carteles en clase: uno con el último discurso del tipo al que ahora quieren quitarle la monumental estatua que tiene en la capital tinerfeña y el primero que pronunció ya como rey (¿o no lo era entonces todavía?) Juan Carlos I.
Sí que recuerdo que cuando el entierro de Franco, mi padre emocionado y feliz porque hubiera muerto aquel viejo casposo se lamentaba de no tener un vídeo para grabar aquel momento: el cadáver del dictador al que iba a ver un montón de personas.
Unos se santiguaban y se inclinaban en señal de respeto y otros imagino que para comprobar in situ que, efectivamente, el dictador había muerto.
Miro la foto, esa vieja fotografía que encuentro en un sitio de fotogarfías antiguas de mi ciudad en FaceBook, y pienso que pienso porque existo. Si no existiera, ¿verdad Descartes?, no pensaría porque no existiría.
Así que nada, nada es lo que fuimos antes de nacer y nada es lo que volveremos a ser cuando ya no estemos.
Nada.