Archive for Enero, 2014

9 horas para morir, una novela de Ángel Vallecillo

Martes, Enero 7th, 2014

Quien prohibió la entrada a los suicidas en el reino de los cielos, no tuvo piedad del hombre, no reconoció sus debilidades ni padeció su sufrimiento. ¿No se suicidó Jesucristo? ¿No fue un suicidio no defenderse? ¿Se condenó con un tú lo has dicho o como Bartleby: preferiría no hacerlo? ¿Qué he hecho yo sino dejarme morir lentamente?

(9 horas para morir, Ángel Vallecillo, colección: G21 Narrativa Canaria Actual. Ediciones Aguere/Idea)

La colección G21: Narrativa Canaria Actual dejó hace tiempo de ser un tímido fogonazo en el panorama editorial del archipiélago. Ahora, unos quince títulos avalan una trayectoria en la que se presenta, y en ocasiones se recupera, voces de autores que han contribuido a afianzar lo que, a mi juicio, es el producto más arriesgado pero también más interesante y atractivo de cuantos maneja su editor, Ánghel Morales.

La última novela de la colección que cae en mis manos, 9 horas para morir y que firma Ángel Vallecillo, supone a mi juicio uno de los mejores relatos que se han publicado hasta este momento en G21 Narrativa Canaria Actual no ya porque su lectura atrape nada más iniciado el libro sino también porque Vallecillo ofrece otra cosa, un texto radical y en ocasiones rabioso que resulta novedoso en la república de las letras que, actualmente, se publica a este lado siempre inconstante del océano Atlántico.

9 horas para morir me sabe así a una cuidada y calculada mezcla de géneros. También, a una curiosa e inquietante lectura que me hace evocar El fuego fatuo, la mejor novela de ese escritor iracundo y maldito que fue Pierre Drieu de La Rochelle, y texto en el que el escritor francés, que fue acusado de colaborar con los nazis, narra una historia bastante similar a la que propone Vallecillo: las últimas horas de un hombre antes de suicidarse.

Hay, como es natural, sobresalientes diferencias y objetivos que distinguen El fuego fatuo y 9 horas para morir aunque también encuentro semejanzas. Una de ellas es el largo monólogo que plantean ambos protagonistas pero si bien en Drieu de la Rochelle las últimas horas del personaje le sirve para narrar una búsqueda frustrada que evite que ponga fin a su vida; en la novela de Vallecillo su protagonista, Rodríguez, desea abandonar la existencia porque todo cuanto gira a su alrededor degenera y agrade. Carece de valores, explica.

No obstante, su Rodríguez es un personaje que carece de ubicación. Un tipo raro que se da cuenta que es incapaz de evadirse de la realidad que le circunscribe. Un personaje aparentemente débil y muy cansado de tantas mentiras y falsedades. La ciudad en la que vive, además, contribuye a acelerar su proceso de renuncia existencial.

En este sentido, Santa Cruz de Tenerife juega un papel revelador y protagónico en la historia. Una capital de provincias por la que deambula “como un kamikaze por las calles desiertas” y una ciudad, destaca, “a la que odio, a la que nunca he amado y que me ha llenado la vida de desgracias. ¡Qué suerte vivir aquí! Pues yo clamo: ¡Qué suerte matarme en ella!

O:

Santa Cruz es una ciudad sin estímulos, salpicada por dos decenas de edificios arquitectónicamente válidos pero el paroxismo del dinero ha generado aberraciones urbanísticas, como el conjunto de Cabo Llanos: fachadas sosas, repetitivas y baratas, volúmenes chatos y frustrados, un barrio nuevo cuya única emoción es la prepotencia del nuevo rascacielos y la silueta frágil e incómoda del auditorio, al que me resisto a recordar”.

Rodríguez es un hombre marcado, y parece recriminarle a esa geografía urbana y humana sus desgracias. Justifica así su pusilanimidad, que arrastra por un pasado terrible, así como por desempeñar un trabajo en el que todos sus compañeros de oficina parecen que conspiran para ver quién puede resultar peor persona.

Una pequeña jungla de cemento que en 9 horas para morir se transforma en una especie de antesala del infierno. Siempre según Rodríguez, un hombre demasiado cerebral y perdido dentro de sí mismo. Un aprendiz de Bartleby y su prefería no hacerlo cuando concluye que no le gusta nada lo que le rodea.

Ni siquiera, me temo, él mismo.

Tiene mucho de crónica existencial esta novela. De círculo inevitablemente cerrado. Ángel Vallecillo explica en su blog que la “musicalidad de sus repeticiones obsesivas” tiene eco de Thomas Bernhard. Y creo que con ello intenta explicar las motivaciones que mueven a un personaje que define como “agente naranja de la sociabilidad”, y razones no le faltan para calificarlo de esta manera, pero es que hay más de esa aparente misantropía en la que se refugia Rodríguez. Un hombre que solo cuenta con el devoto amor de su perro, Rothko, y libros y más libros amontonados por todos los rincones de su casa.

9 horas para morir es una novela cruel pero por cruel honesta. Cuenta con momentos que me saben a literatura de verdad y que son esos instantes en los que como lector siento que me quiebran el alma. Que lo leído conmueve por dentro y por fuera. Que te identificas con su grito desesperado y silencioso. Su protagonista, Rodríguez, resulta así humano, demasiado humano cuando asume sus flaquezas e incluso algunas paranoias porque todo cuanto vemos a veces no es tan distinto.

Junto a la inclasificable Cucarachas con Chanel, de Dr R (Jramallo), 9 horas para morir es uno de los títulos más reveladores de la colección G21 Narrativa Canaria Actual. Ambos coinciden en su demoledora y resignada descripción del fracaso. Torres que se desvanecen. En 9 horas para morir con un suicidio espectacular en el que se agradece la macabra ironía.

Como piensa el protagonista “no voy a salir de ésta sino es con la verdad” por muchos pájaros que tengan en la cabeza.

Una última anotación: leánla.

O lo que es mejor, ni se les ocurra perdérsela.

Saludos, nadando para alcanzar la orilla, desde este lado del ordenador.

Paté de foie, una novela de Guillermo Alemán

Sábado, Enero 4th, 2014

Jiménez se volvió hacia el agente mientras le estrechaba la mano al camarero.

- ¿Ves, chaval? Aquí tienes un claro ejemplo de que los modelos se aprenden en casa: un simple camarero, con perdón –dijo mientras se giraba de nuevo a la barra– es el garante de las buenas maneras de este país, mientras que un representante de la ley va por ahí tratando a la gente como a quinquis de barrio… Toma nota –le dijo. Luego arrugó el billete de veinte euros, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y se marchó.”

(Paté de foie, Guillermo Alemán, Los ‘80 pasan factura)

La notable nómina de escritores que están cultivando en la actualidad el género policíaco en Canarias ha logrado que las islas se ubiquen por fin en el mapa narrativo negrocriminal nacional con nombres y apellidos.

Dejamos a los expertos que estudien las claves que define este tipo de literatura en el archipiélago, pero sí destacaría la calidad que caracteriza a la mayoría de estas obras, también su sobriedad y que por fin esté dejando de ser ninguneada por una crítica con demasiado lastre universitario que la obviaba por razones de –insólito, pero cierto– género.

Leo Paté de Foie, segunda novela de Guillermo Alemán, y me encuentro con un título con bastantes puntos de contacto con los libros que escribe Javier Hernández Velázquez, en especial por el tratamiento de personajes femeninos. Mujeres voluptuosas pero muy duras, una sublimación pulp pop de la vampiresa y la mujer fatal, convertidas ahora en asesinas frías y letales.

Pero mientras en las historias de Hernández Velázquez hay una necesidad por reivindicar el paisaje urbano que salpican las islas y también el de reivindicar una tradición abruptamente cercenada por años de feroz dictadura para que no nos tomemos en serio, Guillermo Alemán apuesta por otros elementos que salen de la ciudad, aunque gran parte de la acción de Paté de foie transcurra en una ciudad, Madrid, esa capital hoy de provincias que tuvo pretensiones de ser rompeolas de las Expañas.

Pero Madrid y su luna son solo un escenario que utiliza Alemán para narrar con notable pulso y sentido de la acción varias historias que más que escorarse hacia el terreno negro se dirige al thriller, aunque pululen por el relato policías corruptos y otros marcados por el signo de la perdición.

Bien armada y con una estructura sólida en la que lo que interesa es el ¿qué va a suceder ahora? Paté de foie es una novela que despierta un agradecido sentido de la adicción. Es decir, que empuja a continuar devorando las páginas para averiguar cómo concluirá el relato. También en cómo resolverá el autor los nudos que ha ido diseminando a lo largo de las más de 170 páginas que da forma y vida este libro.

Paté de foie es un relato que propone un descenso a los infiernos en el que no se perdona a nadie. Está protagonizado por personajes que resultan en ocasiones demasiado humanos por las flaquezas que los mueven.

La música es otro elemento fundamental de esta historia.

Casi invita a que se escuche de fondo, como banda sonora. Es un recurso de todos modos que emplea Guillermo Alemán para ubicar espacialmente a los personajes y a identificarlos por sus gustos sonoros.

En cuanto al estilo, el escritor es directo. Casi periodístico en su exposición de los hechos. Va muy bien con el tono que mantiene a lo largo de la novela aunque le falte algo más de ironía. Ironía o más bien un agradecido crudo cinismo que sí aprecio en las páginas finales del libro. Libro que una vez terminado el viaje, no deja de estar ahí, recomponiéndose dentro de tu cabeza.

La experiencia es desconcertante y en algunos momentos incluso muy desconcertante. Cuenta con personajes que saben meterse en el alma del lector, aunque a título personal considero que hay dos que están por encima del resto de esta historia coral y en la que intervienen hombres y mujeres que caminan por el filo de la navaja.

En mi caso, me quedo con el inspector Jiménez, un buen policía cuya carrera quedó truncada por razones que, permitan, no voy a revelar, y Lucille Down, una Lucille que bien podría ser la guitarra de B.B. King transformada en revelación. O una mujer que, como apunta Guillermo Alemán, podría ser la mujer del siglo XXII.

Así nos la presenta:

Lucille Down colgó el teléfono, fue hasta el dormitorio y se puso su mejor vestido. Instintivamente, se acercó a la ventana y contempló el cielo de Phoenix. Luego golpeó con rabia la pared, maldiciendo la intensa luz de aquel paisaje.

Bajó en el ascensor hasta la recepción del hotel, pidió un taxi y se sentó a esperar. Tras las cristaleras podía sentir, una vez más, cómo el sol calentaba con fuerza. Cruzó las piernas, apretó la mandíbula, se ajustó la falda hasta las rodillas y agarró fuertemente el bolso. Entonces comenzó a llover.”

Y así a Jiménez, nada más comenzar la novela:

El inspector Jiménez dejó el bocadillo sobre la guantera y atendió la emisora. Un código rojo en la calle Montera. Puso la sirena y salió bruscamente del aparcamiento.”

El resto de los personajes son secundarios que gravitan en torno a Down y Jiménez. Las dos caras de una misma moneda. O eso que llaman el ying y el yang. La primera representa a una atractiva  profesional de la destrucción y el segundo un perdedor vocacional, uno de esos tipos que se ha acostumbrado a destruirse a sí mismo.

Claro que Paté de foie es más. Aunque para quien ahora les escribe lo más sea Lucille y ese inspector que, al menos en mi caso, representa otro tiempo. No sé si mejor o peor, pero sí otro tiempo en el que las cosas resultaban más sencillas y con menos dobleces.

Saludos, la esperanza me mantiene, desde este lado del ordenador.

El fuego fatuo

Viernes, Enero 3rd, 2014

Estoy ante la taquilla y escucho la voz metalizada de la señorita a través del cristal.

- Dos localidades.- solicito con voz estrangulada.

Pienso en El fuego fatuo pero otra cosa distrae mi atención.

No, no es el hecho de que me entregue las entradas a un precio prohibitivo para el estado actual en el que se encuentra mi bolsillo sino escuchar esa voz metalizada tras el cristal que indica, ahora, que introduzca la tarjeta por la parte posterior del lector con un “haga el favor y teclee la clave”.

No su clave sino la clave.

Realizo la operación y me sumerjo en las multisalas del centro comercial rogando a los dioses que el gasto haya merecido la pena aunque, horas después y tras salir de la sesión, descubro sin sorpresa que han vuelto a estafarme que es una manera elegante de decir que han vuelto a tomarme el pelo.

La culpa tiene nombre: La vida secreta de Walter Mitty, de la que recuerdo vagamente la versión musical protagonizada por Danny Kaye a finales de los cuarenta y que ahora interpreta y dirige Ben Stiller con muy poca imaginación. Esto me hace preguntar mientras veo la película –una de esas películas que agrade por simplona, por previsible, por blanda– qué mal va el negocio del cine cuando levantan productos de esta naturaleza.

Salgo pues del cine enfadado.

Con una sensación de estafa que martillea mi cabeza y que me recuerda, con voz de angelito malo de dibujos animados, que eso me pasa por despilfarrar las cuatro perras que me quedan… aunque el angelito bueno canta que hace apenas cuatro días –el año pasado, mismamente– mereció la pena ejectutar el mismo gasto cuando vi y temblé y salí de esas multisalas con ganas de pegar fuego al mundo  12 años de esclavitud, de un cineasta que encima se llama como uno de mis actores de referencia: Steve McQueen.

Un título y una película, la vida te  da sorpresas, sorpresas te da la vida, con el que te identificas.

De hecho, una vez tuve algo así como un jefe que se parece bastante al amo que borda en pantalla Michael Fassbender. Quiero decir que entiendo al protagonista, que asume con estado de gracia Chiwetel Ejiofor, un actor que hace pensar en la grandeza de ese oficio que es ser actor.

Claro que esta película, 12 años de esclavitud no La vida secreta de Walter Mitty, es un milagro, una joya que se cuela entre tanta basura como es la que se exhibe en el cada día más estrecho y raquítico universo de salas y multisalas que aún quedan en la capital de provincias en la que habito.

Escribo esto pues con desconcierto.

Por un lado porque no me importó abonar entrada para viajar al infierno y sí que me revienta haber pagado por contemplar una película que tiene tontorronas intenciones redentoras.

Un bienvenido al paraíso que me hace odiar un poquito más a Ben Stiller, que es su director y protagonista.

Sueño así, cuando camino rumbo a casa, en lo que haría si me lo tropiezo caminando por la avenida de La Salle.

- Ben Stiller, ¡devuélveme el puto dinero!

Pero Stiller se pone bravo y se lleva rápidamente la mano a la cartera y responde con un seco “que te jodan”.

En mi imaginación, le doy un puñetazo a la cara mientras que el segundo, con la izquierda bien cerrada y siempre con ganas de pelea, lo dirijo a un estómago que atravieso mientras Stiller vomita sangre y se derrumba sobre la acera.

A regañadientes y desde el suelo, me devuelve el dinero mientras no deja de toser y escupir dientes rotos y sangre.

Mucha sangre.

Termino el año leyendo Paté de Foie, de Guillermo Alemán, una novela que espero comentar un día de estos, probablemente cuando se me vaya el cabreo con Walter Mitty, e inicio el año con La orquesta roja, un fascinante reportaje histórico escrito por el periodista Gilles Perrault sobre el ejército de espías soviéticos que operó en la Europa occidental ocupada por los nazis; y Mar de fondo, de Patricia Highsmith, que es una escritora que nunca falla y que se encuentra entre mis autores de cabecera, esos que contribuyen a que cada día me levante, afeite, desayune y salga a la calle asumiendo las heridas que aún permanecen abiertas.

Las calles de la ciudad están abarrotadas de gente.

Se acercan los Reyes, pero percibo en el aire un espíritu ñoño, como de forzada imitación hacia una tradición en la que casi nadie cree y en la que apenas hay dinero para ilusiones salvo los niños que esperan los regalos de los Reyes.

Los Reyes Magos del Oriente.

En el camino a casa sueño que tropiezo con un paje de los Reyes Magos borracho perdido y que me recuerda, vagamente, a Señor Ojo, aunque Señor Ojo hace tiempo que se fue a ninguna parte.

Y que ese paje borracho me regala, precisamente porque le he partido la cabeza y el estómago a Ben Stiller, un boleto que asegura que, con solo rascarlo, no voy a perder el rato cuando me meto en un cine.

Un boleto que promete que no voy a repetir esa sensación de que te han estafado y con el que puedes reclamar en taquilla, y a esa voz metalizada que suena a través del cristal, la devolución del dinero malgastado.

Al final termino, sin embargo, por entregar el boleto mágico al paje borracho porque prefiero la apuesta. Eso que se llama libre albedrío para después imaginar que puedo romperle los dientes a ese estafador llamado Ben Stiller.

Mis sueños, pues, sueños son.

Porque toda la vida es sueño para los que todavía permanecemos despiertos.

Saludos, fuego fatuo, desde este lado del ordenador.