“En el teatro puedo fingir que todo ocurre ante mis ojos, pero las películas las vemos a través de la bruma de los años. Soy incapaz de sentir la emoción que transmiten, incluso con las mejores, porque no puedo evitar todos esos años de experiencia. Mi sensibilidad se ha resecado. Sé que no veo esas películas con la pureza que debería. Antes de empezar a hacer cine, me sumergía en ellas, me perdía. Ahora es imposible. Por eso creo que mis opiniones sobre cine no tienen el mismo valor que el de alguien que no ve las películas con tantos filtros. Creo que todas las películas son mejores de lo que nosotros creemos.”
(Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles. Edición de Peter Biskind. Traducción: Amado Diéguez Rodríguez. Colección Crónicas, Anagrama, 2015)
Reacciones encontradas con Mis almuerzos con Orson Welles, libro que reúne algunas de las charlas que mantuvo Henry Jaglom con el autor (porque esta es la palabra: autor) de Ciudadano Kane entre 1983 y 1985 y que se grabaron, con la autorización del cineasta y actor, en uno de sus restaurantes de cabecera.
Las reacciones son encontradas porque estas conversaciones son privadas y he sentido el pudor de leerlas sin haber estado invitado a la mesa. Muchos de estos diálogos, de hecho, desconciertan porque están dichos a la ligera, espontáneamente, de tú a tú, lo que contribuye a desmontar la leyenda wellesiana y a descubrir al tipo –formidable por otra parte– que tuvo que ser ese don Quijote disfrazado de Sancho Panza del cine norteamericano.
La historia de su ascenso y caída se inició con Ciudadano Kane, película que ha apagado el brillo de su potentísima filmografía posterior, y maldición que arrastró desde entonces y que alimentó su fama de cineasta difícil y polémico. Una leyenda que empañó su carrera y lo transformó en resistente hasta el final de sus días.
De Ciudadano Kane, de cine, de la gente que conoció, de política está impregnado este libro que muestra a un hombre irónico y poco sutil a la hora de opinar sobre esto y aquello, aunque grandioso cuando abandona su papel de estrella venida a menos y se entusiasma por un proyecto, recordar a antiguas amantes y conversar sobre cine y teatro, que fueron sus grandes pasiones.
La edición de Mis almuerzos con Orson Welles está a cargo del especialista Peter Biskind, un tipo con el que se puede o no estar de acuerdo, pero con olfato para vender al gran público un libro de este calibre, por lo que se agradece que se destaque el otro lado, el humano de un Welles que se muestra cansado de arrastrar la cruz de genio tras su Kane.
Su genio, viene a decir, no le llena el estómago. Su fama, viene a decir, no es rica en calorías. Ahuyenta de hecho a inversores que más que desconfiar temen de su genio, lo que hace prácticamente imposible que pueda vivir de lo que sabe: contar historias.
Mis almuerzos con Orson Welles es un interesante y a su manera triste retrato de un artista que se siente fracasado y hostigado por un entorno que, paradójicamente lo reconoce y aclama pero que por otro recela de él. Y esa frustración contagia la mayoría de los comentarios de un Welles vuelta de todo. El ocaso de un individualista que nos obligó a ver cine a través de los ojos de un artista.
La mayoría de las reseñas sobre este libro hacen referencia a los dardos envenenados y los agudos comentarios que vierte Welles sobre otros colegas del oficio pero poco o nada del drama personal que atravesó el cineasta los últimos años de su vida. Y ese s.o.s., ese grito de ayuda se disemina por sus páginas en ocasiones camuflado de amargos reproches –como los que dirige a Charlton Heston y John Houseman, que reflejan como una buena amistad puede acabar convirtiendo a sus protagonistas en enemigos– y en otros por su pasión por lo que amaba.
Así que el lector que busque cotilleos los encontrará pero la sustancia de estos almuerzos va más allá del me caía bien y ese otro muy mal cuando imparte a Jaglom lecciones magistrales sobre su visión del teatro y el cine y nos enfrentamos a la honestidad del creador ninguneado. La del genio al que se ha obligado a callar porque es, precisamente, un genio.
Como libro para conocer a Orson Welles, estos almuerzos sí que merecen la pena para aproximarse al hombre que hubo detrás de Orson Welles. Se tratan de charlas con un amigo devoto en las que a veces se cuela alguna verdad.
Y esas verdades duelen. Y Orson Welles deja escapar un puñado de ellas fruto del desengaño. Un desengaño que tiene su origen en el olvido en el que lo ha enterrado la industria y, lo que es peor y paradójico, quienes afirmaron que aún creían en él.
A su manera, Mis almuerzos con Orson Welles es un descenso a los infiernos porque demuestra en sus mejores páginas que el cineasta estaba cansado de luchar contra los molinos de viento. Pese a todo, y aquí está la lección, pensaba aún que podía derrotarlos como un caballero errante.
FRAGMENTOS
Sobre el teatro y el cine
“Coincido en que el cine es más musical que el teatro, y más literario. Es más narrativo. Una película es una narración, una historia. Para Einsenstein, por otro lado, la esencia del cine es el montaje. Pero, de todos los grandes, es el director más sobrevalorado.”
“Soy oscuro como las cavernas del infierno. Mis películas son negras como un agujero negro. El cuarto mandamiento… Dios mío, cuánta oscuridad. Rompí todas mis reglas.”
Sobre La sombra de una duda
“Es la única buena película de Hitchcock en Estados Unidos. Él mismo decía que era la mejor. Las películas que Hitchcock rodó en Inglaterra son mejores que las que hizo en Estados Unidos, las primeras, como 39 escalones. Oh, Dios mío, qué obra maestra. Esas películas, además, tienen encanto, el pequeño encanto de lo extranjero, porque aquí no conocíamos a los actores. Pero nunca he entendido el culto a Hitchcock. Particularmente en lo que se refiere a sus últimas películas norteamericanas. No reconozco en ellas al mismo director.”
Sobre Fraude
“- La tragedia de mi vida es que no conseguí que gustase aquí, en Estados Unidos. Fuera de Nuevaza York, los críticos la denostaron en todas partes. En Chicago, en Cleveland, en Saint Louis…; reaccionaron con furia, como si fuera un ataque personal contra ellos. Y no es así. Aunque ¿por qué no? La película se reía de ellos. En Francia, por ejemplo, la denunciaron todos los críticos de arte. Es lo que ocurre cuando se demuestra Van Dongen no ha pintado un Van Dongen y la crítica aseguraba que sí. El gran André Malraux se acercó con lágrimas en los ojos a los cinco Modiglianis que colgaban en el Museo de Tokio y dijo: “Al fin se me ha revelado la verdadera esencia de Modigliani.” Y los cinco eran falsos. Los pintó De Hory, que debería de formar parte de la historia del arte como falsificador serio. Pero no se lo puedes decir a los críticos ¿sabes? En cualquier caso, opino que Fraude es la única película verdaderamente original que he hecho después de Kane.”
Saludos, fundimos a negro, desde este lado del ordenador.