“Porque Miguel no tenía profesión especial. Había intentado muchos oficios, pero no parecía dotado para ninguno de ellos en particular. Era un hombre bueno, pero sencillo. Era un hombre que había nacido con todas las condiciones para ser rico pero que siempre había sido pobre, lo cual, como se sabe, es un error”.
(La piedrecita angular, Edgar Neville. Clan 2011)
Edgar Neville publicó a finales de los años 50 una novela corta en la que se reúnen casi todas las constantes de tan prodigioso cineasta como escritor español.
La historia, dividida en tres bloques, tiene como protagonista a Miguel Martínez, un personaje que se busca la vida en uno de los escenarios más queridos del escritor, el Rastro madrileño, ya que además de trabajar como transportista de muebles pasa sus ratos de descanso echándose una siesta a la sombra de la estatua de Eloy Gonzalo, uno de los héroes de Cascorro, batalla que se libró en aquella Cuba que aún era española en 1896.
Miguel Martínez, todo corazón, es también protector de dos niñas, una de las cuales quiere ser bailarina y la otra estudiante para convertirse en perito de cualquier cosa, escribe Neville con ironía, esa ironía castiza con la que construye todo su cine plagado de obras maestras y su literatura, aunque tan desconocido en un país que no termina de levantar la veda sobre los artistas que se mostraron partidarios del bando nacional en plena Guerra Civil. En el caso de Edgar Neville más que justificado si se tiene en cuenta que fue IV Conde de Berlanga de Duero.
Al margen de su significación política, ya que si por algo se caracterizó el escritor fue de ir por libre, ser un ácrata que nunca encajó con comodidad en la España franquista y vivir en concubinato con la guionista y actriz Conchita Montes para escándalo de la sociedad de aquel entonces y protagonista de la mayoría de algunos de sus mejores filmes, La piedrecita angular es una buena novelita para iniciarse en la literatura de un hombre que vio lo popular con ojos generosos al mismo tiempo que se embebía de un madrileñismo que se resiste a desaparecer por mucho que crezca la ciudad y se empeñe en borrar sus señas de identidad.
Las novelas de Edgar Neville saben así a caldo y churros al amanecer, y a descripción teñida de humor de un país y su capital con apunte de sainete.
En La piedrecita angular la crítica se vuelca sobre la fiesta nacional, los toros, y el teatro de los cómicos de la legua. También a la presencia de los norteamericanos en una España que no terminaba de amanecer.
La primera parte de la novela se desarrolla de hecho en la plaza de toros de Las Ventas y en ella he encontrado algunas de las más aceradas pullas a un festejo que todavía divide a los que lo defienden de los que no…
“Ya toda aquella corrida había sido sincronizada por el llanto de la niña y, aunque las madres son sordas y no oyen a sus hijos llorar, sobre todo si este llanto molesta a los demás, de vez en cuando trataba de cortarlo y explicaba los momentos puntales de la fiesta para que la niña los contemplase y durante ese espacio de tiempo dejase de verter sus mucosidades sobre la blusa de su progenitora.
Mira niña –decía–, ¡ahora van a matar al caballito!
Y la niña volvía la cabeza hacia el ruedo y veía cómo el toro arremetía contra el caballo e introducía un cuerno en la tripa.
El angelito sonreía complacido, pero luego, cuando el toro se alejaba del caballo, volvía a llorar.
Y entonces la madre le decía, haciéndola bailar sobre las rodillas:
- Mira, mira –y cantaba una ingenua canción de letra improvisada–: ¡Ya sale la sangre!, ¡ya sale la sangre”.
Mozo que saca unos cuartos si saca a hombros a matadores del coso taurino aunque con tan mala suerte que apenas logra beneficio alguno, Miguel Martínez que no tiene nada de pícaro y sí un punto gilí, como le dicen los golfos del Rastro, termina en una compañía de teatro de mala muerte con la que recorre algunos pueblos de la península ibérica donde nadie reconoce su arte y terminan en un oleoducto que dirigen unos norteamericanos que quieren ver un streptease y no una representación de la compañía de teatro.
En este escenario, Miguel Martínez reconocerá que una de sus protegidas se ha hecho mayor y terminará en Madrid haciendo algo de dinero en esta comedieta ligera que, en palabras de Eugenio de Nota, nada “entre la tragedia grotesca, localista de Arniches y la genial creación chaplinesca del eterno y universal ingenuo defraudado por la crueldad natural, biológica de la existencia”.
Lo de chaplinesco no es gratuito ya que Edgar Neville vivió un tiempo en Los Ángeles donde trabó amistad con Charles Chaplin, el actor y cineasta lo incluyo como actor de reparto en Luces de la ciudad, lo que le facilitó que trabajara más tarde como dialoguista y guionista para la Metro Goldwyn Mayer.
Un genio, hoy olvidado, el de Edgar Neville.
Saludos, que me lean, cachís, desde este lado del ordenador