Mientras el tiempo pasa…
Lunes, Agosto 31st, 2009Tuve la suerte (aunque no sé si también la desgracia) de que parte de mi adolescencia estuviera marcada por un gran escritor y una gran orquesta. Pasada mi euforia por H. P. Lovecraft que me llevó con un entusiasmo desatado a editar junto a un buen amigo un fanzine que respondía al pretensioso título de Historias Extrañas y con el que pretendíamos continuar la estela de la revista norteamericana Weird Tales donde el torturado Ech Pi El publicó la mayoría de sus historias maestras, un día descubrí en la biblioteca de mi hermano una de esas novelas que, como El guardián entre el centeno, son de las que ya no se te despegan del alma en lo que te queda de vida. Se llamaba A este lado del paraíso, de Francis Scott Fitzgerald, uno de esos narradores impresionantes porque tuvieron una producción literaria relativamente escasa pero igual de impresionante (luego leí El gran Gatsby, Hermosos y malditos, Suave es la noche y su inconclusa El último magnate, así como sus cuentos y ensayos, esos que reúne en el visionario Crack Up) y una vida, si cabe, igual de impresionante que la que dejaba reflejada en sus obras.
De hecho, y si no lo recuerdo mal, creo que A este lado del paraíso fue la primera novela que si bien no subrayé porque era de mi hermano, sí que copié algunos de sus párrafos en un cuaderno que aún poseo porque se convirtieron –durante esa época confusa– en talismanes en los que podía apoyarme cuando las abisales decepciones de la adolescencia te van mostrando con una crueldad inimaginable que la vida no es un puñetero sendero de rosas.
He aquí algunas de las frases transcritas por mi casi indescifrable letra adolescente: “Soy un idealista cínico. – Se detuvo a pensar si aquello significaba algo.” / “Nunca llegaré a ser un poeta –dijo Amory al terminar–. No soy bastante sensual; solo me parecen bellas unas pocas cosas obvias: mujeres, tardes de primavera, música de noche, el mar; no soy capaz de comprender cosas más sutiles como ‘las trompetas que tocan a plata’. Podré llegar a ser un intelectual pero nunca escribiré más que poesía mediocre” / “No, señor, la mujer que realmente vale no espera a nadie. Si yo pensara que puedo encontrar a otra perdería mi fe en la especie humana. Puede que me divierta con otras… Pero Rosalind era la única mujer en este ancho mundo a la que yo podría pertenecer.” / “Las personas sentimentales creen que las cosas durarán, mientras que los románticos tienen una desesperada confianza en que no duren”.
Y la que considero la más reveladora e inquietante: “Para empezar seguía teniendo miedo, no un miedo físico sino miedo a la gente, a los prejuicios, a la miseria y a la monotonía. Pero en lo más profundo de su corazón se preguntaba si era un hombre peor que este o aquel. Sabía que podía engañarse a sí mismo, pretendiendo que toda su debilidad no era más que el resultado de las circunstancias que le rodeaban”.
Por esas cosas de la vida, aquellos tiempos donde empiezas a hacerte mayor o al menos a construirte y reconstruirte día sí y día no como persona, Fitzgerald se puso de moda en el grupo de gente con la que me movía. Fitzgerald y los maravillosos años 20, década que en sus novelas está bañada de litros de champán y deliciosas flapper, las jóvenes que desafiaban el puesto al que querían colocarlas en el mundo cortándose el pelo a lo garçon. Todos ellos, hombres y mujeres, bailando desenfrenados ese baile del diablo que fue el charlestón.
En esos tiempos me dio por escribir y también en creer que podría convertirme algún día en escritor. Son esos sueños los que te emborrachan tu paso por la senda de la vida, y como tales, probablemente de los más felices porque llegas a pensar que esa posibilidad por remota que sea algún día podría concretarse. Uno tiene tiempo –la muerte es un incómodo acompañante al que todavía no has visto demasiado cerca– y con ese entusiasmo de los que pueden derrochar cualquier tipo de cosas porque apenas tiene nada salvo entusiasmo, continúas caminando o viviendo porque, como me dijo un amigo a modo de aplastante verdad: uno se siente eterno hasta que alguien te demuestra lo contrario.
En aquellas tardes solíamos reunirnos cuatro amigos en el salón de casa de mis padres, donde escuchábamos música obviamente de los años 20, también de los 30 y de los 40 aunque con el entrecejo fruncido, como si esa década ya no fuera tan nuestra…
Normalmente, quien daba la nota sonora a esos encuentros fue The Pasadena Roof Orchestra, una formación musical británica especializada en tocar música de aquellos tiempos pasados y en nuestro imaginario posiblemente más felices; y si bien seguíamos las notas de Bye, bye Blackbird, I’ll see you again, Check to check o Charleston marcando el ritmo mientras tomábamos tazas de te (así éramos de inocentemente ridículos), la cosa dio un giro radical cuando descubrimos en una dulcería próxima a casa que la sensación de retroceder en el tiempo se acentuaba cuando dejamos la infusión por el champán Dubois. Un champán no demasiado caro.
Recuerdo, todavía sorprendido, que con una sola botella alcanzábamos un estado de efímera felicidad que más tarde no he conseguido con otras bebidas espirituosas y mucho menos con el champán de calidad. De marca.
La historia de aquellos cuatro amigos (a veces se sumaban otros, pero el grupo se consolidó en torno a cuatro extravagantes sujetos que pomposamente se autodenominaban El club de la rosa marchita, qué cursilada, ¡Cthulhu!) se me antoja ahora desde la distancia como un trasunto provinciano a la de esa misma generación literaria a la que metieron a Fitzgerald: perdida. La generación perdida.
Escribo esto porque los caminos que tomamos los miembros de aquel singular grupo fueron diferentes. Uno de ellos, muy querido por todos, se inmoló hace unos pocos años de manera teatral y por tanto brutal y conmovedoramente egoísta para quienes dejó atrás. Otro, músico en sus horas libres, es una de esas personas con las que me tropiezo actualmente en las calles y plazas de Santa Cruz y me revela como pasa el tiempo. Apenas tenemos cosas que decirnos, salvo las de recurrir a los tópicos que salpican las charlas entre dos conocidos que una vez creyeron conocerse bien. El tercero de aquellos, ahora que lo escribo insólitos amigos, sigue siendo eso: un amigo. Uno de esos amigos que se forjan a base de traiciones y frustraciones mutuas, así como de los buenos ratos pasados. No nos vemos mucho, pero cuando nos vemos es como si se tratara de ayer. Y con eso basta.
Los que hayan tenido la fortuna o la desgracia de leer este post se preguntarán que porqué demonios me pongo a contarles algo de mi pasadísima adolescencia. La razón en principio era la de descubrirles, si no lo conocían, a Scott Fitzgerald con la esperanza de que no se llevaran una mala impresión del genial escritor por esa estúpida película que es El curioso caso de Benjamín Button, basada (dicen) en uno de sus relatos. Otra de mis explicaciones para desnudar los sentimientos era la de volver a escribir sobre The Pasadera Roof Orcheastra, conjunto que no he podido ver todavía en directo. Y que no sé si algún día podré disfrutar en directo, pero me quedan sus discos en vinilo y los que se han editado en compacto.
No obstante, la razón más aplastante para contar este pedazo de mi existencia es que mirando hacia atrás con la intención de seguir hacia delante, me doy cuenta que cualquier tiempo pasado no fue mejor aunque sí diferente. Veo a aquel adolescente vestido con ridículos trajes pasados de moda y pajarita que era yo y sólo puedo sonreírle y entenderlo. Me cae bien aquel confuso sujeto que se estaba haciendo mayor. Y su perplejidad continua, su asombro de cada día. También el enorme amor platónico que lo sacudió y que tenía el nombre de Zelda (no Celda), que fue la fantástica flapper que le rompió el corazón a uno de los mayores escritores que ha dado este planeta sobre el verdadero significado de la tragedia. Mientras tanto, el tiempo pasa. Pasa. Pasa. E inevitablemente pasa.
NOTA: Los de la fotografía son, obviamente, Zelda y Scott Fitzgerald.
Saludos, conmovedoramente retros, desde este lado del ordenador.