Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, 21 de diciembre de 1940) es conocido como el cronista del jazz, de los locos y felices años 20. El escritor que reflejó en el papel las idas y venidas de las flapper, de fiestas que solían acabar al amanecer empapadas de alcohol ilegal y de románticas historias de amor que, como todas las historias románticas que se precien terminan en tragedia.
Scott Fitzgerald fue el gran escritor de su generación, la generación perdida y con permiso de Ernest Hemingway y John Dos Passos, solo que el éxito le sorprendió demasiado pronto y no supo, cuentan sus biógrafos, gestionarlo.
Nadie discute, sin embargo, que los 20, aquellos años del charleston y de cine silente, de americanos en París en busca más que de su destino del mejor vino espumoso, representa como nadie el espíritu derrochador de un mundo feliz que se vino abajo con la crisis del 29 cuyos efectos me recuerdan los de un año, el 2020, en el que comenzamos a vivir peligrosamente Dios sabe hasta cuándo…
Escritor cuyo talento “era como el polvo en las alas de una mariposa”, escribe Hemingway en París era una fiesta, Scott Fitzgerald se casó con la mujer de su vida, Zelda, para convertirse en el rey y la reina de una generación literaria que, como todas, no nació republicana.
Zelda era una hermosa chica de Alabama, una sureña a carta cabal que le hizo la vida imposible al escritor y el escritor a ella. Sus borracheras han pasado a la historia porque se han convertido en leyendas de la dipsomanía pero todo acabó abruptamente cuando Zelda empezó a perder la cabeza. La historia de esta relación marca así las mejores novelas de un escritor que escribió sobre un tiempo que también es el nuestro y que deberían de leer y releer sin descanso: A este lado del paraíso, que fue su primer libro publicado y título que lo hizo rico y famoso de la noche a la mañana, y cuyo protagonista, Amory Blaine, se ha convertido en mi particular panteón de ilustres en un personaje que ocupa el mismo espacio que Holden Caufield, sí, el narrador de El guardián entre el centeno; Hermosos y malditos, que uno termina con el sabor de la ginebra y el tabaco en el paladar y, la que para muchos es su obra maestra, El gran Gatsby, llevada que recuerde tres veces al cine sin demasiada justicia, aunque la versión de Jack Clayton con Robert Redford en el papel de Gatsby sigue pareciéndome la mejor sin que llegue a la altura del libro.
Escritor prolífico de cuentos y de varios ensayos, uno de ellos fundamental para entender su época y la nuestra, The Crack Up, Scott Fitzgerald escribía cuentos para mantener un nivel de vida que ya no podía asumir, sobre todo con su mujer en un sanatorio mental –lo cuenta en Suave es la noche, una novela no demasiado elogiada pero necesaria para comprender el infierno en el que se encontraba entonces– lo que lo obliga a marchar a Hollywood para buscarse la vida como guionista aunque en la ciudad de los sueños rotos lo trataron como uno más, enterrándolo en historias malas que tenía que maquillar con su escritura.
De su experiencia en la Meca del cine dejó una novela inconclusa, El último magnate, una serie de historias que protagoniza un guionista borrachín y fracasado como él, Pat Hobby, que deberían de leer para conocer cómo se la gastaba Hollywood con lo mejor de una generación que, según Gertrude Stein, nació perdida.
Durante años Francis Scott Fitzgerald fue mi escritor de cabecera, aquel al que recurría para disolverme en sus historias y huir de la pesada realidad (traicionera, ridícula, tan poblada de enanos) que vivía y mucho me temo que vivo. He comprobado recientemente, durante el confinamiento sin ir más lejos, que sus libros continúan siendo igual o más actuales que cuando llegué a él despistadísimo, incapaz de conocer el cataclismo que me iba a procurar su A este lado del paraíso, título que utilizo desde hace trece años como despedida en las entrada que subo a El Escobillón con un “saludos desde este lado del ordenador” y en otros artículos con “desde este lado del Atlántico” cuando me refería a estas islas desafortunadas. Lo hice como un modesto homenaje a la vida y la obra de un talento que no sé si fue como el polvo en las alas de una mariposa pero que dentro de mí sigue indagando en otras puertas que, hasta el día de ayer, creía que no existían.
Hoy, y bien mirado como cualquier otro, es un buen día para celebrar su recuerdo y agradecerle los buenos y malos ratos que me hizo y me hará pasar como lector. Me quedo muy corto si escribo que mi devoción fitzgeraldiana continúa igual que cuando nuestros caminos se encontraron hace eones y quiero pensar que también uno de estos días oscuros y tristes de otoño ya que leerlo es como volver a reencontrarme con él y conmigo mismo. Un viejo amigo al que no ves desde hace años y que cuando te lo tropiezas por casualidad en la calle tienes la sensación que no ha pasado el tiempo, que no hace falta fingir que lo aprecias porque lo sigues queriendo como siempre…
En fin, que Francis Scott Key Fitzgerald, un estudiante de Princeton que no solía asistir a clase, sigue siendo mi amigo pese a los divorcios que tanto uno como el otro hemos ido marcando esta relación. Y sí, me gustan mucho de su quinta Hemingway, Dos Passos, West… y Steinbeck y Faulkner aunque no me atrevería a meter a estos dos últimos en ese saco de románticos norteamericanos. De escritores que, como dijo el mismo Scott Fitzgerald, necesitaban de los héroes para escribir una tragedia.
Saludos, recordadlo, desde este lado del ordenador