Archive for Enero, 2014

El enigma Deighton

Viernes, Enero 24th, 2014

No disfruta Len Deighton del predicamento de John le Carré para ese público que se ha abonado a la literatura con Clase (la mayúscula de Clase la ponemos nosotros con el fin, imagino que frustrado, de que identifiquen al grupo de lectores al que me refiero) pero no creo que sea algo que le quite el sueño a este escritor que se ha especializado y en ocasiones con sobresaliente, en la temática del espionaje y lo bélico, géneros en los que se maneja con comodidad y en el que destaca por un puñado de novelas dentro su fecundisíma e irregular producción.

Deighton se dio a conocer en los años sesenta con una serie de novelas dedicadas al agente secreto Harry Palmer, personaje que nació como respuesta popular al hedonista James Bond y que fue interpretado en el cine por el siempre irrepetible Michael Caine.

La serie Palmer, muy entretenida, no ha superado sin embargo la prueba del tiempo aunque afortunadamente Len Deighton no se quedó solo con su protagonista sino que continuó ahondando en las grandezas y miserias del espionaje británico en los años dorados de la Guerra Fría.

Su Bernard Sampson, cornudo y apaleado agente secreto, ha sido protagonista de una de las series más espectaculares e insólitamente cínicas y realistas del género de espías. Y en este sentido, me sigue pareciendo una obra maestra no ya sobre el Gran Juego sino también sobre el arte de la traición y la soledad El juego de Berlín, un título en el que aparentemente no pasa nada mientras se intenta desvelar la identidad de un infiltrado en los servicios secretos británicos, pero ficción en la que se arremete y en ocasiones con bastante crudeza contra el círculo de engaños en el que viven sus personajes. Todos ellos al servicio de una historia que, sin las claves morales de le Carré ni la ira contenida del mejor Graham Greene del género (El factor humano), sí que ocupa un lugar de honor en mi caótica biblioteca y justo en esa sección donde ubico los libros de espionaje que me quitaron el sueño.

Len Deighton es un escritor curioso. Escribo curioso porque late dentro de su producción un desprecio absoluto hacia el sistema de clases británico. Tan especial y único. Leyendo sus novelas uno entiende de hecho cómo debe de sentirse un burgués que hace bien su trabajo pero que desprecia el brillo de los opulentos, de la aristocracia aficionada a los clubs y que tiene por encima. Con esto no quiero decir que Deighton sea un escritor de izquierdas como sí pudo ser de izquierda en sus inicios Eric Ambler, es más, si se leen sus libros resulta sospechosamente conservador, aunque un conservador típicamente brtiánico. Un tipo al que le gusta tomar té, resolver los crucigramas de The Times y beber unas cervezas en el pub de la esquina.

Si tiene un problema Len Deighton es que durante una etapa de su vida como escritor no paró de escribir y publicar. Y como resultado salieron de su cabeza algunas obras excelentes y otras, lamento decir que la mayoría, bastantes olvidables. Entre los títulos buenos, y al margen de los que son estrictamente de espionaje, destacaría una interesante novela policiaca en clave de ucronía: SS-GB, en la que narra una investigación criminal en una Gran Bretaña que, finalmente, sí que fue ocupada por los nazis; la saga familiar Winter, en la que repasa la historia de Alemania de principio del siglo XX a 1945 y la que, probablemente, sea la mejor novela del escritor: Adiós, Mickey Mouse, un retrato realista de un grupo de aviadores norteamericanos durante la II Guerra Mundial.

Reconozco así, que el Len Deighton que más me atrae y que más me seduce es el que escribe novelas históricas, no ya por los relatos que enhebra en esas novelas y que contribuyen a que entienda mejor un pedazo de la convulsa historia de Europa, sino también porque en estos casos su literatura tiene aroma a clásico. Ese aroma del que carece otro compatriota, Ken Follet, un autor a mi entender demasiado plano y sin la garra, ni el brío del señor Deighton.

Animo así a los curiosos a que comparen La ciudad de oro, de Deighton, con La calve está en Rebeca, de Follet, dos títulos que cuentan más o menos la misma historia pero con resultados radicalmente diferentes.

(*) En la imagen Len Deighton, Ian Fleming and Raymond Hawkey.

Saludos, en algún lugar del planeta, desde este lado del ordenador.

La Laguna de los olvidados, una novela de Benjamín Barrett

Miércoles, Enero 22nd, 2014

Camino del hospital transportando a Annie en sus brazos, en la esquina de la Calle Núñez de la Peña con San Agustín miró hacia el cielo empezando a oscurecerse y sintiendo un resoplido de brisa caliente en su cara, haciéndole sacudir la cabeza hacia los lados. El cuerpo de la muchacha se balanceó de un lado a otro, mientras su cabellera a pocos centímetros del suelo se agitaba con el aire que empezaba a levantarse. Muy cerca de ellos, agarrado a las verjas del Instituto Cabrera Pinto estaba Usígnolo Carbone husmeando hacia el interior del jardín. Seamus recordó el momento en que relataba su incursión en el inframundo y pensó que tal vez estaría buscando la entrada. En silencio y sin apartar la mirada del sospechoso ilusionista, se alejó con la muchacha.”

(La Laguna de los olvidados, Benjamín Barrett, Neys Books)

Las tres novelas publicadas por Mariano Gambín (1) han hecho posible que en nuestro imaginario una ciudad tan fascinante y llena de historia como es La Laguna tenga lectura de suspense, aroma a thriller, a que resulte creíble como escenario de relatos en los que se hilvanan tramas con cierta complejidad en la que Aguere adquiere un importante protagonismo.

Resulta por ello inevitable pensar en las creaciones literarias de Gambín tras leer La Laguna de los olvidados (2) primera novela del músico y compositor Benjamín Barrett, ya que la ciudad de Los Adelantados es un personaje fundamental del libro –ya se anuncia en el título– en un relato en el que su autor combina lo fantástico y el suspense con un elogiable manejo de sus claves aunque el resultado final no termine por ser lo redondo que se le podría haber exigido al escritor.

De todas formas, y se agradece, La Laguna de los olvidados propone una lectura pensada para evadir al lector de su triste realidad, y cuenta con un espíritu de aventura refrescante.

Cuenta así la novela de Benjamin Barrett con un inicio que promete y que engancha. También se revela a un narrador que sabe crear atmósfera, en especial las que se desarrollan en espacios cerrados y algo tétricos.

La acción de La Laguna de los olvidados se desarrolla en otoño de 1892, a caballo entre La Laguna y Santa Cruz, cuando se producen una serie de asesinatos aparentemente inexplicables que coincide con la llegada a la isla de un grupo de niñas procedentes de un orfanato irlandés a bordo de un velero con bandera británica llamado Pandora. Con la arribada de este grupo de muchachas, desembarca un investigador de Scotland Yard, personaje que se une a otros protagonistas, locales y extranjeros, para conformar el paisaje humano de una novela en la que se representa prácticamente a todas las clases sociales que habitaban la isla a finales del siglo XIX.

El misterio a través del cual se articula el relato gira en torno a un manuscrito de Alonso Fernández de Lugo, primer adelantado de Tenerife, y que guarda un secreto que se oculta en las catacumbas de la ciudad y por el que muchos están ahora dispuestos a matar.

Benjamin Barrett escribe una novela en la que se nota su cariño por los relatos de aventuras, y ese cariño lo refleja muy bien en La Laguna de los olvidados, transformando la geografía urbana en la que se mueven sus personajes en territorios donde puede pasar de todo.

Su retrato de Santa Cruz de Tenerife como principal puerto de la isla, con tabernas en las que beben hombres y mujeres muy poco recomendables y la de una ciudad como La Laguna que casi parece ser frontera entre lo sobrenatural y lo real, están lo suficientemente bien descritos para que resulte creíble porque se trata de una novela cuyo espíritu es el de sorprender al lector, evadirlo, reiteramos, de su grisácea existencia.

Es un relato concebido para divertir y entretener y en el que en sus capítulos, veintisiete sin contar el epílogo, ocurren muchas cosas.

Encuadro así la novela de Benjamín Barrett en el mismo género que otros autores, como el ya citado Mariano Gambín, pero también Ángel Luis Marrero Delgado (3), han tanteado para moldear la isla, las islas, como escenario de fantasías en las que late el encanto siniestro de las novelas y relatos de corte fantástico del XIX. Historias pobladas de fantasmas y de hechos insólitos que transcurren en pueblos y ciudades de una Canarias mágica que necesita de éstas y otras voces para hacerla creíble como territorio literario.

(1) Nos referimos a la trilogía de La Laguna, que componen las novelas Ira Dei (Ira de Dios); El círculo platónico y La casa Lercaro, editadas en Roca Editorial.

(2) La Laguna de los olvidados junto a Sándalo y rapsodia, de Juan Jesús Pérez, son los dos primeros títulos de Neys Books, editorial que dirige el también escritor Juan Andrés Herrera. La Laguna de los olvidados incluye, además, un prólogo que firma el escritor, poeta, pianista y compositor Pablo Bethencourt.

(3) Ángel Luis Marrero Delgado es autor de las estupendas La extraordinaria narración de Peter Pendulum y El vampiro de la puñeta, editadas por Ediciones Idea.

Saludos, en busca del Necronomicón, desde este lado del ordenador.

Ese abuelo llamado Bukowsky

Martes, Enero 21st, 2014

Pero ¿qué era justo? ¿Ha habido alguna vez un instante de justicia para los pobres? Toda esa mierda sobre la democracia y las oportunidades con la que los alimentaban era solo para evitar que quemaran los palacios. Claro, de vez en cuando había un tipo que salía del vertedero y lo conseguía. Pero por cada uno que lo conseguía había cientos de miles enterrados en los barrios bajos o en la cárcel o en el manicomio o suicidados o drogados o borrachos. Y muchos más trabajando por un sueldo de miseria, desperdiciando sus vidas por la mera subsistencia.

La esclavitud no ha sido abolida, solamente se ha expandido para incluir a nueve décimas partes de la población. En todas partes. Santa Mierda.”

(Fragmento de Acción, cuento incluido en Hijo de Satanás, de Charles Bukowski, Anagrama. Traducción: Cecilia Ceriani y Txaro Santoro)

El 9 de marzo se cumple el veinte aniversario de la desaparición de Charles Bukowski, un escritor que alcanzó fama y reconocimiento en su madurez existencial y que para alguno es  padre fundador del realismo sucio.

Al margen de otras consideraciones, apenas conozco a un terrícola que no haya leído a Bukowski. En los ochenta y noventa fue un autor bastante popular entre la fauna de aprendices a escritores. La clave era que su estilo resultaba cómodo e imitable, aunque la mayoría no le llegaba, ni le llega, a la suela de los zapatos porque el universo de Bukowski solo le pertenece a Bukowski.

Mejor cuentista que novelista, aunque sigo considerando La senda del perdedor como una novela más que potable, el mundo bukowskiano está casi monopolizado por su álter ego, Henry Hank Chinasky, y una serie de relatos muy urbanos que se desarrollan mayoritariamente en bares y moteles de mala muerte. Los personajes que pueblan sus historias proceden, de hecho, de esos mismos bares y moteles de mala muerte. Carne de horca, escoria, perdedores que ahogan sus miserias tomando alcohol. Demasiado alcohol mientras fuman cigarrillos.

Resulta muy fácil dejarse capturar por ese ambiente de pobreza teñido de turbiedad, y conocer a través de sus diálogos –Bukowski fue un excelente escritor de diálogos– los anhelos que conmueven a la mayoría de sus marionetas. Hombres y mujeres de la calle, solitarios por naturaleza, gente que ha perdido cualquier entusiasmo por esto que llamamos vida.

Bukowski es un escritor incómodo, sin embargo, para los que dicen leen alta literatura. Y entiendo que resulte incómodo. El autor de libros como Factótum o Cartero si de algo presumió cuando formó parte del equipo de narradores con éxito no fue, precisamente, de la calidad de sus libros sino de su sed, aparentemente insaciable, por beber alcohol.

Sus borracheras forman parte así de la leyenda que se forjó como tipo duro. Un tipo duro con cabellera desordenada y el rostro plagado de viruela, testigos como cicatrices de su mala y desordenada vida.

Como muchos otros compañeros de generación, los relatos y novelas de Bukowski, que publicaba la colección Contraseñas de Anagrama, se convirtieron en libros de obligada lectura porque desconcertaban mientras que a otros simple y llanamente les molestaba. No fue, ni continúa siendo en este sentido, un escritor políticamente correcto, pero sí que es hoy todo un clásico y referente de la subcultura.

No sé cuántos libros habré leído de Bukowski, hay varios de ellos amontonados en las estanterías de mi caótica biblioteca. Ahora mismo, ya ven, leo Hijo de Satanás y no deja de sorprenderme el abuelo pese a que sea consciente que la lectura ya no me sabe a lo mismo que cuando lo descubrí por primera vez.

De todas formas, regresar a Bukowski ha sido como encontrarme con un amigo al que le había perdido la pista… Al principio lo examinas con la intención de detectar hasta dónde ha cambiado, luego te relajas cuando notas que sigue siendo el mismo de siempre… Y eso es bueno pero también malo. Dentro de lo malo es que ya no sorprende como antaño ya que leído un libro de Charles Bukowski es como si hubieras leído todos sus libros.

Con todo, un abrazo Hank, es un placer saber que estás ahí.

Era natural que el cine se interesara pronto por adaptar algunos de sus cuentos y novelas, aunque el primero que lo hizo no fue un norteamericano sino un italiano, Marco Ferreri, en Ordinaria locura (1981), película en la que Ben Gazzara hacía del escritor. Escrita por el mismo Bukowski está El borracho (1987), de Barbet Schroeder, protagonizada por Mickey Rourke y Faye Dunaway, película que retrata bastante bien el universo de ebriedad que destilan las páginas de cualquier libro de Bukowski; y también Factotum (Bent Hamer, 2005), con Matt Dillon y Lili Taylor. Hay otras versiones cinematográficas de su obra, pero las omito porque no he tenido ocasión de verlas.

No sé, de hecho, si hay algún proyecto que baraje la posibilidad de recobrarlo para la pantalla grande… No sé, pero no me lo imagino en plan culebrón para la pequeña…

Con todo lo que ha caído, y ahora que lo vuelvo a leer, me doy cuenta que como otros a los que les picó el veneno, Bukowski es como ese abuelo ácrata y pasado de rosca que una vez quisimos tener. A él le debo, además, descubrir autores que según confesaba y no se cansaba de ponerlo en sus libros, le habían influenciado: Viaje al fin de la noche, de Céline, o John Fante, un talento desgraciado que se murió sin acariciar las mieles del éxito.

En cuanto a estilo les puede sonar a Ernest Hemingway, pero un Hemingway al borde del coma etílico.

No sé si son tiempos para recuperarlo. Pero su lectura me sigue proporcionando cierto ataque de conciencia. Luego algo tiene el abuelo

Al final, la leucemia y no un hígado podrido de tanto alcohol, se llevó al bueno de Charles Bukowski.

Un escritor que apenas cuenta con lectoras pero sí con lectores. Entiendo las razones de que muy pocas mujeres se acercaran a su trabajo y creo que el viejo Hank también.

En una entrevista con Sean Penn manifestaba: “Piensan que soy un misógino, pero no es verdad. Es puro boca a boca. Escuchan que Bukowski es ‘un cerdo macho chauvinista’, pero no chequean la fuente. Seguro, a veces pinto una mala imagen de las mujeres en mis cuentos, pero con los hombres hago lo mismo. Incluso yo salgo mal parado muchas veces. Si realmente pienso que algo es malo, digo que es malo, sea hombre, mujer, niño o perro.”

Palabra de el abuelo. De el abuelo Bukowski.

Saludos, Santa Mierda, desde este lado del ordenador.

El hombre es un lobo para el hombre

Lunes, Enero 20th, 2014

No sé si la culpa la tiene el Víctor porque hay cines que tienen la culpa de que cualquier cosa que vea en ellos me guste y la disfrute en unos tiempos donde ver cine es sinónimo de multisalas con olor a cotufas… Y el cine Víctor es cualquier cosa menos un multicine, y eso es un plus en estos tiempos en los que rascarme el bolsillo para refugiarme dentro del vientre de un cine es igual a dinero malgastado…

Es probable también que la película que penetra en mis ojos me deje lelo, y que no sepa si ponerme a reír o a llorar por la crueldad en clave cómica, a veces rayando la misma parodia, que Martin Scorsese insufla a El lobo de Wall Street, que no es otra cosa que la historia de un timador.

De un hijodeputa timador de altos vuelo que explica mi rechazo instintivo a los ejecutivos que visten traje y corbata. Ya saben, lobos que se disfrazan con piel de cordero y que tienen el talento de venderte cualquier cosa. Una nevera a un esquimal, o un simple bolígrafo que, encima, es tuyo.

Lo del bolígrafo aparece en una de las escenas, a mi juicio, definitivas de este viaje politoxicómano donde se rinde culto al becerro de oro. Ese becerro de oro que en nuestros tiempos tiene forma de dinero.

Puto, maldito dinero.

El lobo de Wall Street me hace pensar en una etapa de mi ya lejano pasado, cuando estudiaba periodismo y otros compañeros de generación carreras que estaban cobrando una importancia que hasta ese momento resultaba desconocida.

Estaba el grupo de los de económicas y también los de empresariales, colegas que adoraban a un tipo que se llamaba Mario Conde y a ministros que manejaban nuestros dineros y que respondían al nombre de Carlos Solchaga, entre otros.

Esa misma gente que devoraba, por primera vez en su vida, libros que firmaba un tal Jesús Cacho y en los que se celebraba el ascenso al poder de una generación de lobeznos que solos pensaban en conseguir su primer millón sin haber cumplido aún los veinte años.

El irregular Bret Easton Ellis escribió sobre esta generación de monstruos modernos en American Pyscho, y Oliver Stone, que es un cineasta al que le ha confundo bastante su visión de la izquierda, contribuyó al mito de que el dinero nunca duerme en Wall Street, donde el Gordon Gekho que interpreta Michael Douglas casi devora al aprendiz de brujo que encarna Martin Sheen

Todas estas imágenes, a modo de flashes, se me cruzan por la cabeza viendo al lobo de verdad que nos revela Scorsese en su última película, película que está basada en las memorias de Jordan Belfort, y que interpreta en pantalla un cada día más vitaminado y seguro de sí mismo Leonardo DiCaprio.

Dicen que El lobo de Wall Street se parece a Uno de los nuestros, y tiene al menos ese espíritu aunque, qué quieren que les diga, casi parece que a Scorsese le caen mejor la pandilla de mafiosos italonorteamericanos que estos cachorros igual de mafiosos que solo piensan en ganar mucho dinero.

O la pasta que le roban a ricos y a pobres, que lo mismo da mientras tengan dinero.

¿Es El lobo de Wall Street una película política?

Creo que sí, pero sobre todo es una película sobre el hedonismo y la codicia sin un puñetero asomo de moralidad porque está basada, recuerdo, en las memorias de Belfort, el hijodeputa que ahora se enriquece dando cursos de técnicas de venta y gracias a esta película que me hace recordar lo peor que entrañan los años ochenta.

Aquella década prodigiosa que, artísticamente no ha terminado de cuajar, pero que dio origen a yuppies enfermizos y a aquellos jóvenes sobradamente preparados para quitarte el último euro que te queda en el bolsillo.

Vista así, El lobo de Wall Street despierta todos aquellos fantasmas que tanto detesté de los ochenta y principios de los noventa, aunque Scorsese tiene la mano suficiente para venirte a contar que detrás de tanto talento para timar no hay nada salvo rodearte de los lujos más extremos y que el dinero, vaya, continúa moviendo montañas.

También, que aquellos tiempos fueron una fiesta estrafalaria, donde la cocaína se movía como Pedro por su casa.

Tras la película, de la que ya se han escrito ríos de tinta y donde unos celebran la recuperación de Martin Scorsese y otros su defunción, me quedo con ese siniestro despertar a la anormalidad que me rodea tras contemplar un filme que va a traer cola.

La cola suficiente para darme cuenta que, efectivamente,  el tiempo es cíclico… Y que los hijosdeputa continúan entre nosotros para timarnos los últimos ahorros.

Un consejo: yo no me perdería El lobo de Wall Street.

Claro que dicho así parece que quiero tomarles el pelo.

¿Me presta su bolígrafo?

Saludos, el hombre es un lobo para el hombre, desde este lado del ordenador.

Patologías, una novela de Zajar Prilepin

Domingo, Enero 19th, 2014

He pensando que iba a morir y no he tenido miedo.

‘La fatiga es más fuerte que la muerte’, me digo, y este pensamiento me parece infinitamente profundo.

El tiempo giraba sobre mí sin cesar, me pasaba por encima, me sentía unas veces en el pasado y otras en el futuro. Y luego me veía como una mariposa crucificada o un insecto molesto y reseco, y entiendo que me están observando.”

(Patologías, Zajar Prilepin. Colección: Al margen, Sajalín Editores, 2012. Traducción: Marta Rebón)

Novela desconcertante Patologías, de Zajar Prilepin, un escritor ruso del que tuve noticia tras leer el absorbente retrato biográfico que Emmanuel Carrère traza de Limónov… ¿Quién es Zajar Prilepin? ¿y que propone con Patologías?

Zajar Prilepin trabajó en diversos oficios antes de enrolarse en las Fuerzas Especiales del ejército ruso, donde fue capitán, interviniendo en distintas acciones armadas en Chechenia… Pobre Chechenia, pedazo de Rusia que lucha por su independencia y que dio origen, entre otros libros, a un excelente –y antibélico retrato—del conflicto: La guerra más cruel (Galaxia Guttemberg, 2008) de Arkadi Bábchenko, y a los incendiarios artículos de la periodista Anna Stepánovna Politkóvskaya, asesinada en Moscú en circunstancias que aún continúan siendo poco claras.

Las Patologías de Zajar Prilepin se apartan, sin embargo, de la denuncia. Ya lo advierte el autor en la dedicatoria: “A mi abuelo, Nikolái Yegórovich Nisiforov, que combatió con honradez en la Segunda Guerra Mundial”.

Combatir y asesinar con honradez… La ironía de Patologías es que combatir con honradez es casi imposible en estado de guerra. La guerra, viene a decir Prilepin, es un estado alterado de la conciencia. El problema es cuando uno se acostumbra a esa enfermedad y termina haciéndola suya.

El protagonista de la historia es Yegor Tashevski, un militar profesional en una guerra que podría ser cualquiera. En este caso, el escenario es Chechenia aunque podría ser otro lugar, otras ciudades castigadas por el combate.

Lo que desarma de Patologías es pues la falta de discurso moral sobre lo bélico. La historia muestra a un grupo de hombres de las Fuerzas Especiales del ejército ruso hacer su trabajo sin plantearse en ningún momento el porqué están arriesgando la vida.

Hay mucho combate pero apenas crueldad en esta novela. Son profesionales de la muerte que tienen muy claro que los amigos están a un lado y los enemigos al otro.

Prilepin no cuestiona nada. Es un relato –frío– de un joven de la calle que se aferra a un pasado en el que brilla algo de amor, llama suficiente que le recuerda que alguna vez tuvo una vida que fue civil aunque el protagonista sea consciente que incluso siendo un ciudadano no se evitan los riesgos.

La novela se inicia así, de hecho, con un pavoroso accidente de tráfico cuya descripción resulta incluso más brutal que la que, más tarde, ofrecerá la voz narradora sobre el frente.

Planea en este aspecto en Patologías una sensación de resignación ante lo inevitable: la muerte. Esa muerte caprichosa que asalta a unos y ensombrece lo que les queda de vida a los otros. Un relato que mantiene distancias con el lector, lo que le otorga cierta, reiteramos, frialdad.

No hay denuncia de la guerra en el libro. Ni sobre la corrupción de los altos mandos del ejército ruso en este conflicto aunque sí que se menciona pero sin la contundencia de La guerra más cruel. Prilepin despacha este asunto en apenas unas líneas, como despacha en pocas líneas otros momentos de un conflicto que no ha cubierto de gloria, precisamente, al ejército ruso.

Pero son circunstancias que al escritor le resbalan. Patologías es, en este sentido, la novela de un soldado profesional. La de un hombre que recibe órdenes y que las obedece por extrañas que resulten.

El estilo es seco, duro y conciso. Directo al grano. Olvídense de lirismos y de épicas. Es como leer una novela escrita por un cirujano preocupado solo por contar en qué consiste una operación. También el lastre que esa operación forma o deforma a su carácter.

La humanidad que respira Patologías es la que se da en el grupo de soldados que integra la unidad en la que sirve Yegor, todos jóvenes como él, y todos identificados por sonoros apodos: Estornino, Bellaco, Monje, Caballo… Al fondo una guerra en la que los guerrilleros chechenos son el enemigo. Sombras que se mueven entre las ruinas de una ciudad, Grozni, que con todo intenta vivir la fantasía de la paz. La de un día a día en el que ya no cantan  los pájaros.

¿Dejan huellas estas Patologías?

No ha sido mi caso.

Si deja algo es una amarga sensación de lo absurda que es la condición humana.

Saludos, solo sé que no sé nada, desde este lado del ordenador.

Travestís por obligación

Jueves, Enero 16th, 2014

A MODO DE INTRODUCCIÓN

El cine se ha ocupado en numerosas ocasiones en vestir a hombres como mujeres. Situaciones por norma general diseñadas para provocar, si no la carcajada, sí que al menos la sonrisa del espectador en comedias que, como Con faldas y a lo loco, han contribuido tanto a demostrar que nadie, absolutamente nadie, es perfecto.

En esta lista solo repasamos, sin embargo, algunos títulos donde sus protagonistas deben de simular que son del otro sexo por obligación, descartando otras cintas en las que se narra la ironía de encerrar en un cuerpo masculino a personas que se sienten mujeres (Transamérica, Juego de lágrimas, La jaula de las locas, un travestido Johnny Depp en Antes que anochezca) y aquellas en las que el travestismo es a la inversa. Es decir, mujeres que se hacen pasar por hombres (Víctor o Victoria, Shakespeare in Love, Yentl, Albert Nobbs, Boy’s don’t cry), tema que no descartamos preparar en próximas entregas de este su blog El Escobillón.

En cuanto a la selección de títulos hemos pretendido ser de lo más variado. Es decir, que haya un poco de todo. Drama, comedia, terror… Algunas de las cintas escogidas como Psicosis, Vestida para matar, La caída de los dioses y El silencio de los corderos observan el travestismo desde una perspectiva poco favorable, aunque otras sí que proponen un divertido y afortunado juego de cambio de roles, como La novia era él o Con faldas y a lo loco, dos títulos que han sabido resistir la prueba del tiempo.

Somos conscientes, como siempre, que hay más títulos, películas que omitimos por despiste –varias de ellas de Pedro Almodóvar, entre otros– , pero en este juego tontorrón que tanto nos gusta a los escobilloneros de pro, creemos que las que están sí que son todas aquellas que, ya saben, deberían de estar.

LAS PELÍCULAS

Muñecos infernales (Tod Browning, 1936).- No se trata, a mi juicio, de uno de los mejores títulos en la filmografía de Tod Browning pero el filme respira aún encanto pulp y unos efectos especiales que, pese a quedar hoy muy anticuados, tienen malévola gracia. Lo mejor de esta película de y sobre venganza es continuar observando a ese pedazo de actor que fue Lionel Barrymore disfrazado como una amable ancianita que fabrica unos muñecos que, ya ven, sí que le regalaría a unos cuantos de mis mejores enemigos.

La novia era él (Howard Hawks, 1949).- No es que sea una de las mejores comedias de Howard Hawks, que lo es, sino que además es uno de los mejores y más divertidos trabajos que interpretó para el cine Cary Grant, que es algo así como el hombre que todos hemos querido ser. La película no deja de ser una deliciosa comedia romántica que obliga a Grant, un oficial y caballero del ejército francés, a vestirse de soldado (¿o será soldada?) para marcharse a los Estados Unidos con su divertida e irónica esposa, la siempre tonificante y actriz con carácter Ann Sheridan.

Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959).- Se ha escrito ya todo sobre esta comedia y se ha escrito ya todo lo que se tenía que escribir sobre su pareja de travestidos protagonistas, Tony Curtis y Jack Lemmon, pareja de músicos alocados que se refugian disfrazados de mujer en una orquesta femenina donde Marilyn Monroe toca el ukelele. Les persigue una siniestra banda de gángsteres que lidera un sosias de cara cortada, el gran George Raft.

Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960).- Cineasta camaleónico que sabía adaptarse a los tiempos, Alfred Hitchcock rodó una de sus películas más pequeñas y sin embargo más conocidas con saludable sentido del suspense. Hoy se trata de un icono del cine de terror, donde se la suele ubicar a la ligera, pero es que va más allá de cualquier trampa de géneros. Todo es perfecto en esta enfermiza película. Y cuando digo perfecto me refiero incluso a su desconcertante final.

El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964).- Si han visto esta comedia negra entenderán las razones de que no expliquemos los porqué incluimos está película en esta lista de travestis por obligación. No queremos aguarle la fiesta a futuros espectadores de un filme que por derecho propio se ha convertido en un clásico del cine español. Cine costumbrista teñido de negro. Filme maldito en una España de blanco y negro.

La caída de los dioses (Luchino Visconti, 1969).- El feroz, familiar y amarillista retrato familiar que ofrece Visconti sobre la sordidez del nazismo se visualiza entre otras escabrosas escenas en esa en la que Helmut Berger, transmutado en masculina Marlene Dietrich, se pone a cantar como un ángel azul.

Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1972).- Que José Luis López Vázquez fue uno de los grandes actores del cine español no creo que nadie lo ponga en duda a estas alturas. La gracia es que el actor no solo fue un grande de nuestra comedia (su señoritaaaa permanecerá vivo en mi memoria mientras viva) sino también de eso que llaman drama. Vean si no la espectacular y sombría El bosque del lobo (Pedro Olea, 1971) y travestido –¡no ha descubierto que es un hombre!– como señora de provincias en esta Mi querida señorita. Un filme muy triste, triste de verdad.

Un hombre llamado Flor de otoño (Pedro Olea, 1978).- El maquillaje no le sienta nada bien a ese cara de acelga que es José Sacristán, quien se disfraza de señora con aspiraciones terroristas en la convulsa Barcelona de los años veinte.

Vestida para matar (Brian de Palma, 1980).- No vamos a desvelar nada por si no han visto este thriller del más hitchcoriano de los cineastas norteamericanos actuales pero baste decir que la broma, macabra, me sorprendió cuando vi la película por primera vez.

Tootsie (Sydney Pollack, 1982).- Por razones laborales a un actor en paro no le queda más remedio que cambiar de identidad para hacerse un hueco en un culebrón de televisión. El actor, disfrazado de mujer, se convierte en estrella y encima se enamora de una jovencísima Jessica Lange. ¿Alguien da más? Pues sí que lo da, su nombre: Dustin Hoffman.

La tía de Carlos (Luis María Delgado, 1982).- Personalmente me carga bastante Paco Martínez Soria aunque le reconozco el esfuerzo que tuvo que hacer en esta película: disfrazarse de mujer por el bien de la familia. Como toda película del Martínez Soria, estamos ante una cinta roñosa pero de indudable calado sociológico para entender la España profunda que aún existe gracias a programas como Sálvame.

El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991).- Un asesino en serie, apodado por los medios de comunicación como Buffalo Bill porque arranca minuciosamente la piel de sus víctimas para hacerse un trajectio de mujer, reúne a un inquietante dúo de investigadores. Una agente del FBI de provincias y un psicópata que ha hecho del crimen una de las bellas artes. El filme tiene obvias lecturas siniestras e ideológicamente enfermas, no obstante, se trata de uno de los thrillers más recordados de los últimos años y es el culpable directo de convertir a esos monstruos depravados que son los asesinos en serie en algo así como estrellas de rock and roll. La culpa la tuvo el doctor Lecter, encarnado por un en aquel entonces discreto Anthony Hopkins.

Señora Doubtfire (Chris Columbus, 1993).- Robin Williams, padre separado, no puede ver a sus hijos pero se niega en redondo a ello. ¿La solución? Disfrazarse de asistenta. ¿Consecuencia?, que yo todavía tengo pesadillas con su álter ego femenino, la dichosa señora Doubtfire.

Ed Wood (Tim Burton, 1994).- La mejor película de Tim Burton cuenta con tono épico y desenfadado la historia de quien ha sido catalogado como el peor director de la historia del cine, Ed Wood, un artista fracasado por vocación al que le gustaba disfrazarse de mujer –y en especial si las prendas eran de ángora– aunque fuera un confeso heterosexual. Insertamos la película de Burton en esta lista de hombres que se visten de mujer por necesidad porque, en el caso de Wood, vestirse de mujer sí que fue una necesidad. La primera película del cineasta contó, además y a su peculiar manera, esta pulsión: Glen or Glenda (1953).

Y hay más, claro que hay más…

Saludos, volveremos, desde este lado del ordenador.