Archive for Agosto, 2017

Todo puede ser distinto

Lunes, Agosto 21st, 2017

Alberto Omar cuenta con una numerosa producción literaria en la que prácticamente ha tocado todos los palos.

Ha procurado hacerlo desde una perspectiva personal e intimista pese a que en sus últimas obras se aprecia cierta preocupación por explorar territorios que ya formaban parte de su cuerpo narrativo solo que ahora la mirada tiene más entusiasmo y tono festivo.

En Sin comienzo ni final (Editorial Mercurio, 2017), su última historia, escribe sobre las nuevas ideas que se plantean la existencia desde un punto de vista científico que mezcla razón y espíritu.
Este cóctel lo resuelve a través de varios planos narrativos en los que formula preguntas y devuelve respuestas con las que se podrá o no estar de acuerdo.

En este aspecto, y más que una novela, Sin comienzo ni final es la exposición de estas cuestiones, solo que el escritor las cuenta en escenario cotidianos y mediante conversaciones “informales” que mantienen los protagonistas.
Se trata de una apuesta muy arriesgada, aunque el tono que emplea Alberto Omar para narrarlo recurre afortunadamente al humor o a situaciones cómicas que hacen seguir con más comodidad la gravedad de lo que se está hablando.

Por eso, más que novela, Sin comienzo ni final es una larga exposición de suposiciones, más que teorías sobre el hombre, la muerte y el universo, entre otros temas de calado, lo que explica el título de obra tan singular, gigantesco rompecabezas en el que unos y otros dictan más que dicen lo que conocen tras preguntar cómo se encuentra la familia o pedir al camarero un café.

Sin comienzo ni final se resiente así de hilo argumental, muy débil, y apuesta por la exposición de ideas en un debate en el que muchos podrán ver algo de luz y recuperar cierta esperanza mientras que otros se encogerán de hombros.

Para contar todas estas cosas, Alberto Omar recurre al humor y a presentar los hechos y maravillas que salpican el relato con mirada gozosa, en ocasiones un tanto excéntrica, pero logra interesar no convencer a ese lector que sospecha siempre que todo cuanto nos cuentan puede ser distinto.

Saludos, enm algún lugar del mundo, desde esteb lado del ordenador.

Un ‘Manual de exilio’

Miércoles, Agosto 16th, 2017

“Descubro sorprendido la miseria, los rostros de los mendigos, la malformación y la fealdad. Los huesos rotos y las bocas desdentadas. Un olor particular, mezcla de varias capas de sudor y de tabaco frío. Descubro el universo invisible de los hombres-insecto. Me detengo aterrado ante los enormes noctuidos: un parece una mantis religiosa de ojos acuosos; otro un hombre negro, me recuerda a una cucaracha aplastada y malvada. Más allá, ante las puertas del supermercado, duerme un coleóptero grande y perezoso.” (Manuel de exilio. Cómo aprobar su exilio en treinta y cinco,Velibor Colic. Traducción: Laura Salas Rodríguez.Editirial Periférica, 2017)

El título puede llevar a engaño aunque clave como todo en este libros inclasificable, y en el que hay mucho de memoria y mucho de ficción, así como una atractiva mirada desde dentro/fuera de una mitad de Europa, la occidental, que recibe a los supervivientes del naufragio del este…

No hay rencor, ni crítica, ni voluntad de mostrar las vergüenzas ajenas, pero quizá sea esta singularidad lo que hace más desconcertante y atractivo un libro en el que la tragedia se cuenta con humor, y en ese humor se revelará al mismo tiempo un retrato frío de ese occidente opulento pero vacío.

Esto lo escribe un escritor yugoslavo famoso en su país antes de que este desapareciera. Tras formar parte del ejército bosnio, y que dio origen a su anterior libro, Los bosnios, emigró a Francia con la esperanza de recuperar su carrera literaria, sueño que no desaparece aunque viva como un vagabundo.

Manuel de exilio. Cómo aprobar su exilio en treinta y cinco lecciones, de Velibor Colic, es una suerte de autobiografía de un buscavidas no demasiado profesional en un mundo que lo admite pero que no le comprende aunque como escribe su admirado Albert Camus: “Todas las desgracias de los hombres proviene de la esperanza”.

Y esa “desgracia”, la “esperanza”, es lo que lo mantiene.

Y todo esto y más escrito sin asomo de compasión y sí mucho humor. La vitalidad del protagonista se alimenta de su propia experiencia y de lecturas donde se repiten los mismos autores, el ya mencionado Camus, Sartre, Celan… cuyas obras son leídas en cuartos que parecen ataúdes, parques y jardines en los que ya se puede pisar el césped, y vagones de metro y tren.

El protagonista del libro llega a Francia con lo puesto y a la edad de 28 años en el verano de 1992.

Es consciente de que “mi lengua ya no significa nada, de que estoy lejos” y tiene la sensación de que se ha sumergido en “un universo acuático en el que todo gesto, todo movimiento, toda palabra están ahogados en un silencio inquietante.”

Velibor Colic se ha acostumbrado a ver la vida a tanta velocidad y con la convicción de que estar vivo o muerto solo es cuestión de minutos que lo que observa en occidente desde su barrera, la del inmigrante, se puede soportar si se siguen al piel de la letra estas treinta lecciones donde lo primordial es no perder la cabeza.

No obstante, lo que podría haber sido un relato sobre supervivencia y una crítica feroz al sistema se diluye en una novela organizada en secuencias, la mayoría independientes una de otras y las que vuelca sus experiencias como hombre y artista. Porque en todo momento, nos recuerda, él es escritor. Un escritor que se vio obligado a coger las armas y a ver de cerca el absurdo de la guerra y ahora, como inmigrante, el absurdo de la paz.

No busca redención sino tener lo suficiente para vivir de lo que escribe. Y con todo lo que carga en sus espaldas, aprender con lo que vive.

La piedra filosofal para conseguirlo en un libro autobiográfico que no deja de resultar, irónicamente, de autoayuda, es no tomarse las cosas demasiado en serio ni demasiado en broma. Con seguir adelante basta, pero procura mantener la cabeza alta y una perenne sonrisa.

Basilio Martín Patiño

Martes, Agosto 15th, 2017

La semana pasada se produjeron tres grandes ausencias en el cine español: Will More, Terele Pávez y Basilio Martín Patiño. Más el primero que los otros, desaparecieron sin hacer demasiado ruido aunque hubo voces que lamentaron la muerte de dos hombres y una mujer que fueron a lo suyo. Y que si por algo destacan en su inestable obra, es por ir siempre a contracorriente.

Los tres forman parte de ese cine español reacio a reconocer el talento de sus bichos raros. Will More no se adaptó, Terele Pávez terminó como secundaria haciendo el papel de su vida, el de mujer dura y cabrona y Basilio Martín Patiño acabó perdido en su visión pasado/presente/futuro del cine, pero de ese cine que él pensaba tenía que ser entendido como arte.

El cineasta cuenta con una producción interesante, y hablar con él era tan interesante como muchas de sus películas.

Basilio Martín Patiño daba respuesta a las preguntas con largos monólogos en los que hablaba de todo con una vaga y diría que eterna sonrisa en los labios.

Te atrevías a interrumpír y él ni caso, porque continuaba y continuaba perorando y perorando sobre el cine y las posibilidades que tenía como arte, al margen de que contara historias lineales o con personalísima mirada.

Recuerdo aunque la memoria es mentirosa que al final de la entrevista que se había transformado en discurso, justo en ese momento en el que Basilio Martín Patiño cerró la boca para volver a dibujar la eterna sonrisa en los labios, le pregunté por curiosidad cuál de las canciones que había incluido en Canciones para después de una guerra era de su favorita.

Giró la cabeza y sin perder la sonrisa se encogió de hombros…

¿Y a usted?- preguntó por educación.

No hizo falta que lo pensara mucho:

El Rascayú.

Y creo, pero la memoria es mentirosa, que fue entonces cuando nos pusimos a cantarla.

Saludos, va por usted,m maestro, desde este lado del ordenador.

Dos superviviente del ‘Medusa’ dan sus impresiones sobre Santa Cruz de Tenerife en 1816

Lunes, Agosto 14th, 2017

En la historia negra de los siete mares el naufragio del Medusa ocupa un siniestro puesto de cabecera. La fragata zarpó junto con dos corbetas y un bergantín de la isla de Aix el 17 de junio de 1816 rumbo a Senegal, posesión que regresaba en aquellos días a manos francesas tras un tiempo bajo dominio británico.

La falta de experiencia del capitán del Medusa, M. Hugues Duroys de Chaumareys, un antiguo exiliado monárquico que llevaba más de veinte años sin navegar, hizo que su navío perdiera a los otros y que tras dieciséis días en el mar, embarrancase el 2 de julio de 1816 y sobre las tres de la tarde frente a la costa de Mauritania o Senegal, según las fuentes.

A partir de ese momento comenzó una de las tragedias más terribles y siniestras de la marina francesa ya que la fragata no contaba con suficientes botes salvavidas, lo que obligó a improvisar una balsa en la que se apretujaron 147 personas a las que se abandonó a su suerte cuando el capitán del Medusa, Hugues de Chaumareys, dio la orden que se soltaran las amarras que la unían a los botes salvavidas.

“En el primer momento no creímos realmente que nos habían abandonado de manera tan cruel”, recuerdan Alexandre Corréard y el cirujano Jean Baptiste Henri Savigny, dos de los supervivientes de la balsa en el libro El naufragio de La Medusa (Senegal, 1816), editado por Ediciones del Viento (2014) con traducción de Juan Carlos Martínez.

El libro narra los trece días de batalla por la supervivencia que se vivió en la balsa. Primero, por ocupar y mantener un espacio y más tarde al ser acosados por el hambre y la sed.

“Una sed ardiente” que los llevó a consumir su propia orina como a cometer actos de canibalismo.

Cuando los náufragos de la balsa fueron encontrados por la fragata Argus, de los 147 hombres solo quedaban con vida quince, cinco de los cuales fallecieron antes de llegar a tierra. Entre los supervivientes estaban los ya mencionados Alexandre Corréard, ingeniero de Artes y Oficios, periodista y geógrafo y el cirujano Jean Baptiste Henri Savigny.

El libro en el que cuentan su versión de los hechos incluye además del viaje y el relato del naufragio del Medusa cómo se reintegraron a la vida civil tras ser rescatados aunque por sus palabras se deduce que no fue nada fácil la adaptación porque desde ese momento fueron marcados con el signo de la sospecha.

Esta es una de las quejas que más se repite en estas memorias escritas con un lenguaje sencillo que a veces cae en el arrebato chauvinista. Fracasa, en este aspecto, cuando pretende ser una narración objetiva de hechos.

Leído como lo que fue, un terrorífico relato de supervivencia y el deseo de adaptación al que tenían derecho tras sobrevivir a tan dramática experiencia, el libro cuenta con chispeantes descripciones de Santa Cruz de Tenerife, puerto en el que recaló la flotilla días antes de que se produjera la tragedia.

En estos fragmentos los autores elaboran un discurso atractivo pero a la vez contradictorio. Sacan también a relucir lo peor del chauvinismo francés, al reivindicar el valor de los nativos de este país aunque tiene mucho interés, si se entiende con distancia, las impresiones que su mirada refleja de esa isla y de ese puerto del Atlántico.

Mientras se aproximan a Tenerife, los autores describen el protagonismo que tuvieron los franceses durante los ataques del contraalmirante Horacio Nelson a la isla en julio de 1797.

“El comandante decidió enviar un bote a Santa Cruz, una de las principales ciudades de la isla, para conseguir algunas cosas que necesitábamos, tales como filtros y frutas; en consecuencia, durante toda la noche dimos cortas bordadas. A la mañana siguiente costeamos parte de la isla, a la distancia de dos tiros de fusil, y pasamos bajo el cañón de un pequeño fuerte, llamado Fuerte Francés. Uno de nuestros compañeros dio saltos de alegría a la vista de esta pequeña fortificación, que fue erigida en breve tiempo por unos pocos franceses cuando los ingleses, bajo las órdenes del almirante Nelson, intentaron hacerse con la posesión de la colonia. Fue aquí, dijo él, donde una numerosa flota, comandada por uno de los más valientes almirantes de la Armada inglesa, fracasó frente a un puñado de franceses, que se cubrieron de gloria y salvaron Tenerife. Fue ahí donde estos bravos, en un combate largo y enconado, obtuvieron a cañonazos la derrota de este Almirante que perdió allí un brazo y se vio forzado a buscar su salvación en la huida.”

Este capítulo continúa explicando cómo la flotilla costea la isla y en ella dan su parecer sobre Santa Cruz, una villa, escriben, que “nos pareció presentar muy buen aspecto. Juzgamos que las casas eran de bastante buen gusto; creímos ver también que las calles eran grandes y bien alineadas.”

Tras desembarcar un pequeño grupo de hombres en Santa Cruz, conocen “un asunto bien poco honroso para algunos marinos franceses, y que la inflexible verdad nos obliga a publicar para su vergüenza. Se encontraban todavía en Santa Cruz varios infortunados franceses que durante largo tiempo fueron prisioneros de guerra y que, devueltos a la libertad, no habían encontrado aún, después de ocho años, capitán de su nación que hubiera querido admitirlos a bordo para reintegrarlos a su patria.”

En estas memorias, los supervivientes no se cansan de repartir una de cal y otra de arena y es llamativo los contradictorios sentimientos que le despiertan la posibilidad de una isla como Tenerife.

“La vista de Tenerife es majestuosa; toda la isla de compone de montañas enormes coronadas de peñascos temibles por su tamaño y que, en lado norte, parecen elevarse perpendicularmente sobre el mar y amenazar en todo instante con su caída a los buques que pasan cerca de su base. Por encima de todos estos peñascos se eleva el Pico, cuya cumbre se pierde entre las nubes.”

Los supervivientes finalizan el relato de las casi seis horas que pasan en esta “hermosa villa de África” con una desconcertante referencia al carácter de sus habitantes que hace pensar que todo cuanto vemos puede ser distinto.

A.Corréard y H. Savigny se escandalizan por las costumbres “poco laxas, como en todos los países cálidos”, de los santacruceros lo que explica, escriben, que “tan pronto se supo que habían llegado franceses a la ciudad, algunas mujeres se pusieron a las puertas e invitaron a los viajeros a entrar en sus casas con ese acento de voluptuosidad al que el cielo ardiente de África imprime una energía tan viva, y que toda su fisionomía hace comprender de lejos aun a los ojos menos experimentados.”

Esta escena ocurre en presencia de amantes o maridos que, según los autores del libro, “no tienen el derecho de impedirlo, porque la Santa Inquisición lo quiere así, y las legiones de curas que pululan por allí ponen gran cuidado en mantener esta costumbre, indigna de un pueblo civilizado.”

La edición española de El naufragio de La Medusa incluye un anexo con el juicio al que fue sometido el capitán de la fragata, M. Hugues Duroys de Chaumareys, a quien fue declarado culpable del naufragio del navío y de haber abandonado a los hombres de la balsa a su suerte. La sentencia exigió que fuera expulsado de la Marina y que pasara tres años de su vida en una prisión militar.

Los autores

Alexandre Corréard (1788 – 1857) fue un ingeniero de Artes y Oficios, periodista y geógrafo francés. Se embarcó en la fragata Medusa como ingeniero-geógrafo y es uno de los protagonistas del cuadro de Géricault al estar representado como el hombre del grupo principal que tiende su brazo hacia el horizonte.
Jean Baptiste Henri Savigny (1793 – 1843) obtuvo el título de Cirujano en la Universidad de Rochefort y el de doctor en Medicina en la de París. Ejerció como juez de paz sus últimos años en el cantón de Saint-Agnant.

El cuadro

La balsa de la Medusa es un óleo de Théodore Géricault (1791-1824) que representa el instante en el que el grupo de náufragos divisan una vela en el horizonte. En el cuadro, los muertos se encuentran en la parte inferior de la balsa mientras que en la superior, los supervivientes agitan los brazos para ser vistos. El autor de la obra, Théodore Géricault, está considerado una figura singular en el panorama de la pintura francesa y pionero del Romanticismo, ideal que encarnó también en su tumultuosa vida y en su prematura muerte, a los treinta y tres años, a causa de un accidente de equitación. Su estilo se debe en buena medida a las copias de obras maestras que realizó en el Louvre y a una estancia en Italia donde entró en contacto con la obra de Miguel Ángel y con el barroco romano. En 1819 pintó y expuso en el Salón de aquel año, en París, su pintura más famosa: La balsa de la Medusa, que ganó una medalla y produjo una profunda conmoción por ser antitética de las tendencias clasicistas entonces en boga. El óleo de La balsa de la Medusa se expone actualmente en el Museo Nacional del Louvre, París.

(*) En la imagen Théodore Géricault por Alexandre Colin

Saludos, noche, desde este lado del ordenador.

>Fallece el actor Will More

Sábado, Agosto 12th, 2017

Se llamaba Joaquín Colmenares-Navascués García-Loygorri de los Ríos aunque su nombre artístico fue Will More. Los más cinéfilos lo recordarán por ser uno de los protagonistas de Arrebato (Iván Zulueta, 1979), título de culto, por si existe ese cine de culto del que tanto se habla, del cine español y película que reflexiona sobre el vampirismo y las drogas adelantándose a toda esa tropa de vampiros y yonquis postmodernos, y película cuyo visionado todavía desconcierta y abduce… Y en la que Will More aparece y desaparece como un fantasma que resiste el paso inevitable del tiempo.

La biografía oficial cuenta que procedía de una familia de abolengo del País Vasco, aunque Will More fue la oveja negra al hacerse artista.

Gracias precisamente a Arrebato disfrutó durante unos años de un éxito que no le reportó demasiadas recompensas sino trabajos esporádicos como secundario y de protagonista en cortometrajes en los que se le pedía que fuera él mismo, esa especie de fantasma, de tipo ido o metido en sí mismo incapaz de entender sus contradicciones.

Vivió durante unos años en la plaza de Ópera, Madrid, uno de los lugares con más encanto de la capital de España, y en la que, cuando recibía invitados, declamaba versos entre trago y trago de cerveza.

Era raro que no cayera bien. Contaba con un punto de locura libertaria que solo tienen los que transitan con naturalidad en el mundo de los vivos como en el de los muertos.

El actor fue protagonista de dos cortometrajes dirigidos por cineastas canarios, y gracias a estos cineastas canarios se tuvo la oportunidad de conocerlo.

Lo pueden ver en Por los viejos tiempos (Miguel Ángel Toledo, 1990), una producción canaria que se rodó fuera de las islas y en la que intervinieron también Luis Suárez y Goya Toledo.

En la película, que cuenta con una excelente factura técnica aunque un guión de traca repleto de diálogos escritos por el enemigo, Will More se interpreta así mismo haciendo de fantasma, que fue el papel de su vida, el de un fantasma que solo busca un lugar en el que desaparecer (derretirse) para la eternidad. Will More está muy bien como muy bien están Luis Suárez y Goya Toledo.

No hace de fantasma, pero sí de un extraordinario e inquietante Mefistófeles en El extraño pacto (Juan Carlos Fresnadillo, 1991), película que está rodada en la fuente del Ángel Caído en el parque del Retiro, también en Madrid.

Como actor aparece en largometrajes como Entre tinieblas, La venganza y Berlín Blues. Su último papel destacado fue en Martín H. (Adolfo Aristarain, 1997), luego y lentamente desapareció del cine español.

Falleció el jueves pasado, justo un día antes de Terele Paz.

Los dioses, dicen, los han acogido en su Gloria.

Saludos, por los viejos tiempos, desde este lado del ordenador.

Yo tenía diez negritos, indios, perritos…

Viernes, Agosto 11th, 2017

Entonces, en la casa, se encontraban unas cuantas novelas de Agatha Christie que no había leído aunque le fascinaban la mayoría de las portadas. Para los iniciados, se dirá que se trataban de los libros que en su día editó Molino en la colección Selección de Biblioteca Oro, y que entre las más atractivas estaba la de Diez negritos, que fue la primera historia que leyó de la Señora, nótese la mayúscula, y a la que volvió en varias ocasiones porque pensaba que si comenzaba y terminaba el libro igual cambiaba su final.

Si no han leído el libro ni visto ninguna de sus adaptaciones cinematográficas que, curiosamente, no respetan fielmente la novela, en Diez negritos el asesino se sale con la suya en una de esas intrincadas y rocambolescas tramas que pergeñaba la escritora, quien se inspiró en esta novela en una canción infantil que en la que se cuenta como mueren diez indios, negritos o perritos que fue como él o ella la aprendió siendo un infante.

La dichosa canción, como la de Mambrú, le llenaba de pena. Es probable que porque hablaba de muerte, muy violentas y desagradables. Y sus protagonistas eran o niños o cachorros de perros.

Los protagonistas de Diez negritos son culpables, esto se revela recién iniciada la novela. Todos ellos han cometido asesinatos de los que resultaron impunes. Diez personajes que más o menos han aprendido a convivir con su crimen perfecto hasta que un diabólico señor Owen (una especie de antecedente del Jigsaw de la truculenta serie de largometrajes Saw) los invita a una lujosa mansión en una isla apartada. Los invitados, personas aparentemente agradables y refinadas, no saben que en ese paraíso de lujo van a ser ejecutados como los negritos, indiios o perritos de la canción.

A continuación y en un fantástico corte y pega de la Wikipedia reproduzco la traducción de la canción Diez Negritos de la letra original inglesa:

Diez negritos se fueron a cenar;
uno se asfixió y quedaron nueve.

Nueve negritos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno se quedó dormido y entonces quedaron ocho.

Ocho negritos viajaron por Devon;
uno dijo que se quedaría allí y quedaron siete.

Siete negritos cortaron leña;
uno se cortó en dos y quedaron seis.

Seis negritos jugaron con una colmena;
una abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.

Cinco negritos estudiaron Derecho;
uno se hizo magistrado y quedaron cuatro.

Cuatro negritos fueron al mar;
un arenque rojo se tragó a uno y quedaron tres.

Tres negritos pasearon por el zoo;
un gran oso atacó a uno y quedaron dos.

Dos negritos se sentaron al sol;
uno de ellos se tostó y sólo quedó uno.

Un negrito quedó sólo;
se ahorcó y no quedó… ¡ninguno!

Pueden contrastar esta versión con la que aprendí de pequeño:

Yo tenía diez perritos,
yo tenía diez perritos.

Uno se perdió en la nieve.
no le quedan más que nueve.

De los nueve que quedaban (bis)
uno se comió un bizcocho.
No le quedan más que ocho.

De los ocho que quedaban (bis)
uno se metió en un brete.
No le quedan más que siete.

De los siete que quedaron (bis)
uno ya no le veréis.
No le quedan más que seis.

De los seis que me quedaron (bis)
uno se mató de un brinco.
No le quedan más que cinco.

De los cinco que quedaron (bis)
uno se mató en el teatro.
No le quedan más que cuatro.

De los cuatro que quedaban (bis)
uno se volvió al revés.
No le quedan más que tres.

De los tres que me quedaban (bis)
uno se murió de tos.
No le quedan más que dos.

De los dos que me quedaban (bis)
uno se volvió un tuno.
No le queda más que uno.

Y el que me quedaba
un día se marchó al campo
y ya no me queda ninguno
de los diez perritos.

Los diez indios, negritos o perritos de la novela son aventureros, militares, también hay una actriz, un juez y un doctor en medicina. Todos ellos ocultan en sus armarios un cadáver real, y han vivido más o menos con su muerto hasta el día en el que recalan en la isla del Negro, que así se llama, en paz con el crimen cometido y sus malas acciones.

Si no se equivoco aunque la memoria últimamente le gasta bromas perversas, leyó hasta tres veces esta novela en la que no hay un personaje sano, y en la que mueren todos al final porque así estaba escrito por la escritora. No ha vuelto a refugiarse en sus páginas aunque de vez en cuando, como hoy, coge el ejemplar del estante y observa la fascinante portada y sus ilustraciones interiores, que le siguen resultando igual de excelentes que entonces.

En ese momento, siente que le invitan a que relea la novela por si varia el final, pero sabe que no será así, que aquellos instintos están hoy muertos y enterrados.

En fin, la de cosas inútiles con las que uno pierde el tiempo en verano…

Saludos, yo tenía…, desde este lado del ordenador.