Archive for the ‘Reflexiones’ Category

Un cadáver en el camino

Jueves, Febrero 18th, 2021

El cadáver de un oso de peluche en el fondo de uno de los barrancos que atraviesa la ciudad en la que vivo. No sé la razón, pero la imagen que me la hace llegar un anónimo lector de este su blog El Escobillón me resulta de una crueldad extrema. Los restos de un peluche en medio de la mierdad en la que crecen plantas salvajas y alguna flor de perfume desconocido. Seguí mji camino con la perra tirando insistente de la correa y de pronto, a medida que avanzábamos por la avenida solitaria me asaltaron las ganas de llorar. Pero no hubo lágrimas que se deslizaran por las mejillas y sí una sensación terrible de tristeza. Un ahogo enfermizo que me hizo detener ante un kiosco en el que compré una botella de agua fría. Muy fría, por favor, le rogué al kiosquero.

Saludos, ese fue, desde este lado del ordenador

Dios salve a Gutiérrez

Sábado, Julio 25th, 2020

I.- EL EQUIPO

La delegación canaria del Ministerio del Tiempo (MI) se encuentra situada en un punto indeterminado del Océano Atlántico que rodea a las islas. Ni los funcionarios del Ministerio saben dónde se encuentra aunque trabajen de sol a sol en sus instalaciones.

La mañana del 25 de julio del año 2020 el delegado del MI recibió en su despacho a tres de los agentes que operaban en aquella zona:

Hernando de Solís, nacido en algún lugar de Valladolid, Castilla la Vieja. Se le reconocía por su baja estatura, su aspecto nervioso y por una desagradable cicatriz que atravesaba el lado derecho de su cara. Como hombre de acción había participado en las conquistas de La Palma y Tenerife a finales del siglo XV y fue reclutado porque era de esa clase de hombres que golpea antes de pensar. Era diestro además en el manejo de la espada y el arcabuz, aunque no tenía muchas luces, la verdad.

Guetón, pertenecía a la nobleza guanche y no terminaba de acostumbrarse a los tiempos. Había combatido contra el mismo Hernando en la batalla de Acentejo y se creía, pero no estaba demostrado, que había sido uno de los responsables de la pedrada que derribó al orgulloso conquistador de su rocín dejándole la desagradable cicatriz que cruzaba su cara a modo de recuerdo. No obstante, habían terminado por congeniar con el paso de los años y por las misiones en las que habían trabajado juntos. Destacaba por su dominio de las lenguas indígenas y su certera puntería tirando belillos. O velillos, que también.

Guacimara Hernández, natural de Fuerteventura, nació a principios del siglo XX, y entre sus muchas cualidades se encontraba la de ser una experta en negociar cualquier cosa. “¡Es capaz de sacarle dinero hasta un gallego”, se chismeaba en los pasillo del MI. Fue reclutada por uno de los agentes del Ministerio. don Miguel de Unamuno, durante los días que el escritor pasó en la isla majorera. Nadie pone la mano en el fuego, pero se dice que hubo algo entre los dos. Pero no me piensen mal porque ese algo fue que Unamuno le entregó cierta cantidad de dinero que, insisten esas mismas lenguas, le fue devuelto quintuplicado.

II.- LA MISIÓN

El caso es que aquella mañana estaban los tres agentes escuchando la misión que les dictaba el jefe, así llamaban a la máxima autoridad regional del MI en el archipiélago. El jefe les ordenaba con la voz estrangulada por la preocupación que viajaran al Santa Cruz de Tenerife de 1797, concretamente al 25 de julio, la fecha en que los británicos firmaron la rendición tras el fracasado intento de tomar la plaza. Al parecer, dijo el jefe moviendo el dedo de la mano derecha que apuntaba al techo, se tenía noticias de que el general español Antonio Gutiérrez de Otero sería ¡¡¡asesinado!!!

III.- EL VIAJE

Tras escuchar la misión y sin saber cómo, este era otro de los grandes misterios que rodeaban a la delegación del MI en Canarias, se encontraron en unas galerías subterráneas con el fin de entrar en una de las miles de cuevas diseminadas por aquel gigantesco tubo volcánico excavado en la roca. Al salir por el otro lado, reaparecieron en un Santa Cruz de Tenerife agitado por la fiesta y la alegría. Se escuchaba sonidos de tambores en la plaza de La Pila, así que tuvieron que avanzar hacia ella dando golpetazos al público que inundaba las calles.

- Un poco de respeto.- decía un espectador.

- Ayyy.- se quejaba una señora cuando Hernando, vestido de mago, pisó sin querer.

El sol lucìa en el cielo y las palomas volaban dibujando zig zag.

- Recordar que la misión es proteger al general, así que abrir bien los ojos porque cualquiera de estos –Guacimara señaló a la masa apretujada– puede ser un espía inglés.

Fue decirlo cuando recibió un topetazo en la cabeza. Cerró los ojos cuando alguien gritaba… ¿dónde está Nelson?

IV.- EL REGRESO

¿Nelson?, preguntó Guacimara cuando regresaron al año 20 del siglo XXI. Se encontraban los tres agentes en el despacho del “jefe”, ausente unos minutos por problemas estomacales.

Hernando y Guetón se miraron a los ojos.

- Pues sí.- respondieron al unísono.

- ¿Seguro, seguro?.- repitió Guaci señalándoles el cuadro que presidía el despacho.

- ¿Eh? Dijo Hernando.

´- ¿Eh? Dijo Guetón.

Se abrió una puerta secreta y por ella salió el “jefe” frotándose las manos. Sonrió cuándo vio al equipo reunido. Sobre la mesa humeaba un servicio con cuatro tazas y una tetera.

“Good save the Qeen”.- exclamó el “chief”, sonrió al retrato de la reina Isabel II y observó con una sonrisa a los tres agentes:

“A tea?”

Saludos, no hubo brazo, no hubo derrota, desde este lado del ordenador.

Simpatía por el diablo

Martes, Mayo 26th, 2020

Justo delante de donde resido se encuentra en los bajos de un edificio el templo de una iglesia evangélica a la que había olvidado por completo durante estos más de dos meses de confinamiento. Ahora y en plena desescalada a la nada me había olvidado por completo de ellos porque el silencio que se respiraba en la capital tinerfeña aquellos días de encierro daba miedo, casi fue como si de repente me hubiera convertido en el protagonista involuntario de una película de ciencia ficción.

En fase 1 o 2 que ya he perdido la cuenta, la ciudad ha vuelto a llenarse de gente y hay más tráfico. Ahora tengo que mirar a un lado y al otro de la vía antes de cruza por si viene una guagua o un automóvil. La idea es que por un descuido la máquina no vaya a conseguir lo que por ahora no ha conseguido el puto virus: que me quede más tocado de lo que estoy solo por pensar que estamos como hace unos meses, cuando podías pasar a un lado y al otro de la calle sin apenas mirar a un lado y al otro. También con aquelal vaga esperanza de que no apareciera por la gracia del aire enfermo un policía aburrido que te diera el alto para exigirte explicaciones de tu deambular por la capital fantasma. El encuentro, si se producía, solía terminar con la amenaza de una multa.

En aquellos días aciagos tuve más de un desafortunado encuentro con agentes de la ley que no tenían mejor cosa que hacer que la de poner sanciones a un ciudadano inocente que, como es mi caso, jamás rompió un plato pero en fin… esa es otra historia.

El caso es que el domingo pasado, que fue uno de esos días en el que nos vamos a adaptando a la “nueva normalidad”, sobre las cuatro de la tarde los evangelistas se reunieron en la iglesia (un local que antes funcionaba como tienda de aparatos de sonido) para celebrar la “nueva normalidad” con cantos y sermones que se podían escuchar dentro de la habitación donde estaba.

Soy de los que suele leer en la cama así que pese a estar agradecido a los feligreses por su preocupación de salvar las almas, la buena voluntad se fragmentó al sentir que invandían sin que los invitara mi intimidad precisamente por su empeño de salvar almas que igual no querían que nadie las salvaran.

La cosa se estaba poniendo caliente porque casi parecía que los evangelistas habían decicido salvarnos a todos los de la calle. Por la cara, subieron el volumen de los altavoces así que las proclamas y canciones rebotaban en las paredes de los edificios quien sabe si arrastradas por un puñado de ángeles. O no.

Fue entonces, cuando el predicador que gritaba con gallos que ponían la piel de gallina Señor, Señor, Señor, cuando se escuchó un alarido. Un alarido que no entendí demasiado bien al principio pero que procedía de una de las ventanas de al lado de casa.

“¡¡¡Viva el demonio!!!”

Pero los evangelistas iban a lo suyo, “¡no nos derrotará el coronavirus!”, “¡no nos vencerás Satanás”", a un volumen ya inaceptable.

Otro vecino, quizá animado por aquella invocación al diablo y observando que ni con esas se callaban, advirtió:

“¡Voy a llamar a la policía!”

Y milagro, porque lo de la policía funcionó. Los evangélicos se apresuraron a cerrar las puertas del templo lo que convirtió lo que antes era insoportable en un murmullo igual de insoportable. Imposible ahora entender lo que decían. Si estaban rezando o cantando.

Me puse a hacer mis cosas con el murmullo de fondo así que pronto me olvidé del asunto.

Sobre las siete llamé a Kala para ir a dar un paseo y cuando salimos a la calle miré en dirección al templo de la iglesia evangélica para ver si estaban de chachara en el portal pero no había nadie. Las puertas de la iglesia estaban además cerradas y con las rejas bajadas.

Con la perra tirando de la correa descubrí de repente que cuando salgo de la casa en muy pocas ocasiones paso por delante del templo ya que casi siempre voy en la dirección contraria aunque todos los caminos llevan a Roma. No lo hago por algo en particular aunque me di cuenta ese domingo de calor, un calor agradable que ya comenzaba a diluirse con la llegada de la noche, que ese grupo de entusiastas evangélicos solo quería salvar almas, con independencia de que uno quisiera o no ser salvado, de lo que ellos llaman la condenación eterna.

Todavía resuena dentro de mi cabeza los chillidos del predicador, un grito tarzanesco, capaz de aplacar a la fiera que llevamos dentro.

“Aleluya, aleluya, aleluya”.

Y esa voz desgañitada que sale por una de las ventana del edificio de al lado:

“¡Viva el diablo!”

Saludos, suenan las piedras rodantes, desde este lado del ordenador

Un lunes bastante raro

Martes, Mayo 12th, 2020

La capital de provincias en la que vivio se despertó el lunes pasado lo suficientemente animada para que uno olvidara la soledad de sus calles durante estos meses de obligado confinamiento. Por fin, podía recorrer las calles sin el acoso policial. Que te pararan en medio de la vía y un agente de la local te preguntaran que a dónde ibas. Y si les decías la verdad, que te anduviaras con cuidado porque estabas lejos de tu lugar de residencia y podía cascarte una multa así de gorda… Y la verdad, más que la multa lo que molestaba es que te llamara la atención, sobre todo porque tu único delito era el de estar un poquito lejor de su casa. No valía que fueras con mascarilla y guantes mientras paseaba a Kala.

Recuerdo también que en otra ocasión, y fueron una pareja de la policía nacional, nos ordenaron disolver una animada tertulia que manteníamos tres individuos que respetaban el metro y medio de separación porque a la mujer –o quizá fuera el hombre– policía se les metió en la cabeza que estábamos conspirando contra el poder establecido. Que como que no, pero en fin…

Esa sensación sentirme terrorista desapareció ayer mismo mientras dirigía mi pasos a Solican que es la ONG que lleva esa librería de ocasión que se encuentra en la calle del padre Anchieta de mi Santa Cruz de Tenerife de los dolores. Librería que me recibió con los brazos abierto y el obligatorio lavado de manos con alcohol en gel.

Oler a libro viejo o usado, recorrer esas atestadas estanterías que casi parecen que de un momento a otro se caerán al suelo, echar un vistazo a un volumen del año 40 o encontrate con un ejemplar que ni pensabas que se hubiera editado de Noel Clarasó, fue como una experiencia religiosa si uno se mete en la piel de quien disfruta con estas cosas. La librería que fue, y que espero que sea, un refugio en medio de la nada santacrucera, abría sus puertas y yo me sentía más feliz que Kala, que movía el rabo igual de alegre que su mascota.

Al final me traje a casa una biografía de José Luis Sáez de Heredia, cineasta español, director de comedias tan deliciosas como Historias de la radio y de una película bélica con profunda carga ideológica llamada Raza, con guión de un tal Jaime de Andrade. Y La batalla del Ebro, de Jorge M. Reverte, retrato de uno de los encuentros más feroces de la guerra civil española que me niego a considerar nuestra porque donde se mataron con espíruitu salvaje unos y otros no le pertenece a nadie salvo a los asesinos de un lado como del otro, y poco más porque tenía algo de prisa y tampoco era cuestión de estar más tiempo allí dentro porque el bicho, la Covid-19, debe de estar flotando por las islas precisamente porque la gente piensa todo lo contrario.

En fin, que ayer lunes fue un día bastanet raro. Raro porque pareció, a modo de destello, que estos meses de encierro no pasaron jamás, y que la normalidad dejaba de ser nueva para ser la de antes. Las mesas de algunas terrazas estaban ocupadas por despreocupados ciudadanos, y muchas de las tiendas que permanecían cerradas, de pronto abrían. Vi al menos gente que hacía cola, que esperaba con paciencia de cartujo que le tocara turno para comprar unos alicates en la ferretería o un ovillo de lana en la mercería. No aprecié demasiado entusiasmo ni en los clientes que hacían cola ni en los responsables de los establecimientos abiertos y sí una resignación bastante triste ante el futuro que les, nos, aguarda.

En fin, un lunes cualquiera.

Saludos, llueve, desde este lado del ordenador

Lupo, el pitbull

Viernes, Mayo 8th, 2020

A punto de llegar a las ruinas de lo que fue el parque cultural Viera y Clavijo me encuentro con un tipo que tiene un puesto en el rastro en el que suele vender libros a precios que no sé si mañana me parecerán de risa. Tras saludarlo me doy cuenta que lleva por una correa a un pitbull negro de campeonato que con las patazas delanteras intenta sacarse el bozal que lleva por aquello de que se trata de una raza canina peligrosa. El monstruo con cuatro patas responde al nombre de Lupo y mientras Kala, que es bastante miedosa, juega con el pitbull, algo así como si fuera Fay Wray ante las fauces de King Kong, le pregunto si el Rastro volverá a abrir algún día…

Me responde que todavía no lo cree. Y que pasará mucho tiempo antes de que volvamos a caminar por las alamedas como en aquellos domingos de antaño. Mucho antes de la (a)normalidad en la que nos encontramos. Y es que echo de menos esos paseos, y el gentío. No tanto el verme atrapado entre la masa como pasaba algunas veces, recogiendo con mi nariz una vomitiva gama de sudores, pero la nostalgia a veces tiene estas cosas… Recuerdas imágenes y alguna sensación pero no el tacto ni los olores que flotaban alrededor, aunque últimamente noto la napia bastante sensible pero debe ser cosa de la edad. Tanto, como que ahora hasta meriendo un café con leche con galletitas antes de la caida de la tarde, tras los aplausos.

El tipo del rastro que lleva a Lupo habla hasta por los codos y no me pregunten por qué, pero ahí estoy con él, ambos con nuestros respectivos canes, rumbo a su casa donde tiene mucho más libros por si me interesan.

Vive en el ático de una vivienda respetable, aunque antes de abrir me pide que espere un rato porque tiene que avisar a su hermano. Imagino que por aquello de que esté visible. Me ruega de paso que no me asuste por el desorden de la casa pero creo que estoy inmunizado para el caos así que le respondo que no se preocupe.

El ático resulta, literalmente, espectacular pero el desorden le quita brillantez a la vivienda.

Me abre una maleta repleta de libros canarios pero no encuentro nada destacable, y una caja con literatura variada. Me llevo la Historia de la Filosofía del maestro Julián Marías en una edición de la Revista de occidente por dos euros pero confieso que no puedo continuar con la inspección de curiosidades porque el olor que flota en el ambiente es demasiado grasiento. Y no me equivoco al escoger este calificativo porque es tanta su intensidad –algo asì como a chuleta de cerdo pasada– que casi parece que se puede coger con las manos. La grasa, digo.

Le explico al tipo que ya he visto suficiente, que no se preocupe bajando maletas y cajas, así que me encamino a la puerta de la calle a punto de potar. O vomitar que dicen los finos. Casi expulso el desayuno cuando al pasar por la cocina descubro al hermano en camiseta comiéndose una papaya.

“Buenos días”.- nos decimos. Abro la puerta y corro al ascensor.

– Te llamo.- le digo pulsando rápidamente la planta baja.

Mientras baja el ascensor me llevo la mano a la boca porque las tripas están bailando rock and roll y parecen empeñadas en salir de juerga a través de la garganta pero controlo las arcadas y respiro aire cuando llego a la calle. No obstante, parece que se ha impregnado del perfume de la casa la mascarilla que me tapa el hocico y la boca así que camino bastante mareado con destino a un espacio donde pueda oler a flores ya que no siento las que decoran los parterres de la rambla.

Por la tarde, mientras Kala y yo desfilamos por esa misma rambla, dos furgonetas de la policía nacional están estacionadas cerca del cine Víctor y varios agentes detienen a los paseantes no creo que por drogas. Será por el kilómetro ése que nos dejan recorrer para controlar el que lo hace por afición y el que se pasa las nuevas normas por el arco del triunfo.

Cae la tarde, la noche vence al día y se encienden las farolas. Converso con un amigo el rato que nos dejan y paseo con mi sobrina por un Santa Cruz de Tenerife extraño. Gente hay bastante, pero verlas caminar o correr (a esa hora ya se puede) ante la mirada muda de los establecimientos cerrados a causa de la pandemia da un color siniestro a esta vuelta a la (a)normalidad. Debe ser la nueva (a)normalidad.

Kala, que de natural es bastante tímida con los de su especie, está sin embargo que se sale. Ladra, y no es ladradora, se frena en seco, y la noto incluso más extrovertida. No deja de mover el rabo y a mi me parece que está pletórica y feliz.

Llegamos a casa. Me asomo por la ventana y ya es de noche.

Kala, mientras tanto, ladra a mi lado.

-Shhhhhh.- susurro.- Shhhhh.

Saludos, sueño que huelo, desde este lado del ordenador

Otro sitio con encanto al que dejar morir

Jueves, Abril 30th, 2020

Kala y su mascota llegan al parque Viera y Clavijo, uno de esos sitios con encanto que han dejado morir en esta ciudad, para recorrer los jardines mientras el viejo edificio se cae a pedazos. Da un poco de grima, sobre todo porque quien ahora les escribe recuerda cómo era antes de que terminara abandonado.

Antaño, hace muchos eones como diría Lovecraft, el parque pasó a llamarse Parque Cultural Vieja y Clavijo, y con razón. Además de la iglesia neogótica, se habilitó en su parte trasera un teatro, el teatro Pérez Minik. Allí vi, entre otros, a Faemino y Cansado y todavía me duele la barriga cuando recuerdo aquella función de la risa maríaluisa que me entró viendo a esta pareja de extraterrestres del humor. Tras la iglesia neogótica que dice la Wikipedia, existía un patio con cipreses y un busto de Viera y Clavijo. Era un sitio perfecto para abastraerte del espíritu abúlico de esta capital de provincias pero no sé en qué estado se encuentra ahora, imagino que ruinoso como el resto del complejo. En la actualidad, no hay acceso posible a la recoleta plaza de los cipreces y mucho me temo que ya no tendrá ni cipreses ni el busto del pensador canario.

Si uno camina un poco más, se topará en la trasera del edificio varios escenarios al aire libre y una amplia explanada repleta de rabo de gato y una fauna variada de alimañas que parecen burlarse del pasado esplendor cultural que tuvo el Viera y Clavijo en unos años que ahora, cuando pienso en ellos, me resultan de los más anormales en estos tiempos de nueva normalidad.

Paseaba digo por los jardines que mantienen afortunadamente empleados del Ayuntamiento de la capital tinerfeña cuando Kala, que por naturaleza es bastante tímida, se aproximó a otro perro, atado éste a un banco en el que estaba sentado un caballero. Un tipo moreno y arrugado con una cerveza en la mano que me preguntó:

- ¿Sabe como se llama el perro?

- El mío Kala.- respondí.

El hombre, que estaba sentado bajo la sombra fresca de un laurel de indias, hizo un gesto de fastidio aunque percibí que también sonreía.

- No, no… el mío.

Negué con la cabeza.

- Sultán. Le puse Sultán porque me gsta el nombre.

Hablaba moviendo la mano en la que llevaba la lata de cerveza. Una lata verde.

- ¿Vive aquí?

Asintió.

- ¿Hay más gente?

Respondió que como unas catorce. Le dio un trago a la cerveza y me contó que vivía en un cuartito, con Sultán y dos gatos. Más tarde me dijo que vivía con una compañera pero no me lo dejó muy claro. Le pregunté, por el acento que tenía, de dónde era y dijo que argentino. De la provincia de Buenos Aires. Me contó también que estando en su país –aunque comentó que su pasaporte era italiano y por lo tanto miembro de la Unión Europea que se pierde– saltó a la calle con miles de compatriotas cuando Argentina ganó el Mundial de Fútbol de 1978 y que allí, en lo que fue el Parque Cultural Viera y Clavijo, residía gente de todas las nacionalidades. Los cubanos, los peores, me dijo. “Piden dinero si te hacen un favor”.

- No se dan cuenta de cómo vivimos los que estamos aquí. Solo piensan en dinero. Ya podrían volver a su país.

Los perros mientras tanto jugaban. Creo que Kala estaba a sus anchas porque Sultán estaba atado, así que se ponía a bromear con Sultán sin dejar de mover el rabo.

Le pregunté que dónde comía. Y me dijo que tenía un infernillo. ¿Y agua, tienen agua?. Había que ir a buscarla, señaló un poco fastidiado porque ya no le quedaba cerveza en la lata.

Cuando Kala se cansó de jugar, me despedí del caballero y caminé un poco más antes de abandonar aquel parque que una vez fue otra cosa. Y no, en ese momento no pensaba en la función de Faemino y Cansado.

La imagen que acompaña estas íneas está tomada de change.org.

Saludos, ruinas, solo ruinas, desde este lado del ordenador