Sobrevivir a la isla

Miércoles, Julio 10th, 2013

Eran los años de instituto, una época que no tiene nada que ver con la que reflejan las películas y series norteamericanas, aunque algo de ese ardor juvenil se explayaba entre toda aquella tropa que se dividía en cómoda convivencia entre los que practicaban deportes y los que iban de intelectuales en unos tiempos en los que la sombra del General apenas hacía ya sombra porque había pasado a la historia, aunque el ambiente social y político que se respiraba resultaba aún demasiado complicado.

Y ese ambiente se reflejaba en el instituto, el Teobaldo Power para más señas, aunque no recuerdo peleas entre las derechas y las izquierdas pero sí encendidos debates que podían haber llegado a las manos.

Entre café con leche en el Unamuno, un bareto próximo a los institutos, o las tertulias improvisadas que nos montábamos tumbados en el césped de la plaza, los que leían compartían lecturas o bien se empeñaban en ganar prosélitos mientras se citaban títulos y autores que, por aquellos años, no solían enseñarse en clase.

Por un lado estaba la tribu que defendía a Hermann Hesse como el primer autor serio, y encima europeo que, explicaban, les había cambiado la vida.

Se mencionaba así Siddhartha, que siempre me pareció bastante hippy para mis instintos alternativos; Damien y, cómo no, El lobo estepario y Bajo las ruedas. En las filas de los lovecraftianos militábamos un reducido grupo que, náufragos en océanos sin nombre, nos empeñábamos en convencer a los hesseianos de la existencia del Necronomicón.

Luego te topabas con los que solo leían a Marx y su “fantasma recorre Europa”, y los nietzcheanos, quienes agitaban Así habló Zaratustra y El anticristo como si fuera bandera.

En mi grupo, donde siempre fuimos más angloamericanos, apenas nos atrevíamos a levantar la voz ante unos y otros para reivindicar El guardián entre el centeno y El señor de las moscas por temor a que esa pandilla nos respondieran que se trataban de naderías. Algo así como leer a una Enid Blyton que se tomaba en serio cuando yo era más de Los tres investigadores.

Otros autores que tenía que leer a escondida cuando llegaba al instituto era Ray Bradbury, y a Erich Maria Remarque, de quien adquirí su Sin novedad en el frente un Día del Libro organizado en el mismo instituto, y título que me cambió la vida. No he vuelto a leerlo otra vez, como no he vuelto a leer Guardián entre el centeno porque sé que la dicha ya no será la misma.

Un amigo me prestó un día y por aquellas mismas fechas una novela que, vino a decirme, es como la de Salinger pero en español. Se llamaba Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena, pero debo de confesar que a mi ese libro no consiguió abrirme ninguna puerta de la percepción, como tampoco las novelas de un autor por aquel entonces muy conocido, J. L. Martín Vigil, que le encantaba a una chica que por aquel entonces me atraía bastante.

Mucho más tarde se puso de moda leer a los sudamericanos.

Gracias a otra mano generosa pude así descubrir Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez que era el libro que estaba en boca de todos, aunque yo prefería los cuentos de Borges y Cortázar. Rayuela, de la que ahora se cumple no sé cuantos años, pues sí pero no. Entre sus novelas me quedo con Los premios

Hubo más escritores sudamericanos, pero no llegué a ellos hasta mucho tiempo después creo que movido más por el rechazo en aquel entonces a lo que presumía no era otra cosa que una moda.

Moda fueron en aquellos tiempos El principito y Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach. Puedo entender sentimentalmente el éxito del relato de Saint-Exupéry pero no el de Bach, aunque por algún lado de mi librería debe de encontrarse uno de aquellos ejemplares, profusamente ilustrado y cuya notoriedad nunca alcancé a entender por qué.

¿Quizás porque entonces se leía El arte de amar, de Erich From?

La pibada que leía mientras tanto sacaba sus fanzines artesanales, perdía el tiempo dando la brasa en el kiosco de la Rambla –por aquel entonces aún conocida como del general Franco– y se resistía –era mi caso– a tomarse en serio las novelas y escritores que le recomendaban en clase.

Las novelas que nos mandaban a leer eran, entre otras, fragmentos de Don Quijote de La Mancha, y El árbol de la ciencia y Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja; Luces de Bohemia, de Ramón María del Valle Inclán y San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno porque en mi clase, al menos, siempre llegábamos a fin de curso hasta la generación del 98.  Y si no…

En cierta ocasión me quejé amargamente a un escritor veterano que despreciara imprudentemente a Ramón J. Sender al serme impuesto obligatoriamente porque tocaba en examen La tesis de Nancy y la más entretenida Réquiem por un campesino español.

- ¿Por qué no incluyeron El bandido adolescente?- pregunté al escritor que tomaba un güisqui en vaso corto en la barra del Metro.

El escritor me miró de reojo y mientras tragaba una generosa ración de centeno destilado contestó:

- ¿Crees realmente que así lo hubieras descubierto?

Y la verdad es que no.

Probablemente lo hubiera leído a toda pastilla horas antes del examen.

Llegué más tarde a Sender porque tenía que llegar a Sender.

Todo esto que cuento es fruto del recuerdo. Aunque más que recuerdo se traten de sensaciones de recuerdo. De fragmentos de experiencias que me mostraron otro camino. Otra forma de ver las cosas.

Faltan muchos más libros. Como El señor de los anillos, de Tolkien, pero desembarqué en Tolkien por culpa de la película de dibujos animados y quería saber como terminaba la historia. No fui, en este aspecto, un tolkenmaníaco destacado. Por aquel entonces lo mío iba sobre criaturas innombrables a lo Lovecraft. Y sobre todo Stevenson, el escritor que me enseñó por primera vez la magia de leer gracias a La isla del tesoro; y Daniel Defoe, quien con su Robinson Crusoe me enseñó que es posible sobrevivir a la isla.

Aún estando solo.

En cuanto a literatura canaria, el único eco que nos llegaba era Mararía, de Rafael Arozarena, novela que, efectivamente, me obligaron a leer en el Instituto.Ya fuera y en sus alrededores, me llegó clandestinamente Crimen, de Agustín Espinisa. Y tarde, mucho más tarde, iniciado ya en los senderos de la novela negra, conocí a poetas y escritores canarios, una pandilla que se reunía para hacer tertulia en una tasca canaria.

Pero esa es otra historia.

Han pasado los años. Pero a veces tengo la sensación de que todo sigue como antes.

Que nada ha cambiado, en especial el nauseabundo olor que los gases de la Refinería dejan flotando en el aire de esta ciudad de provincias en la que vivo.

Mi mirada hacia atrás no está lastrada por el peso de la nostalgia sino por un ligero encogimiento de hombros.

Lo mejor, eso lo sé ahora, está siempre por descubrir.

Saludos, se nos fue Concha García Campoy, desde este lado del ordenador.

La felicidad amarga, una novela de Pablo Martín Carbajal

Lunes, Marzo 25th, 2013

A uno siempre le gusta volver a los lugares del pasado, o al menos a mí me gusta; es como ver fotos antiguas, aquello que vivimos justifica lo que somos hoy, o tal vez al contrario, lo que somos hoy justifica por qué en su momento actuamos así. Quizá a muchos esto último le parezca extraño, y más bien podrían pensar que somos los que somos por aquello de que vivimos, y se quedarán simplemente ahí, sin necesidad de justificar acciones de otro tiempo de la que quizás otros sí tengamos necesidad.”

(La felicidad amarga, Pablo Martín Carbajal. Ediciones Irreverentes)

Pablo Martín Carbajal presenta La felicidad amarga, título en el que explora algunos de los temas latentes en La ciudad de las miradas, a mi juicio su mejor título en lo que todavía continúa siendo una bibliografía escasa pero en la que ya se aprecia constantes, intenciones, desenmascaramientos dolorosos y no tan inocente –como pudiera parecer– que saben a un ajuste de cuentas, a necesidad de ser él mismo. Ya lo cantaba Harlan Ellison, ese extraño escritor de ciencia ficción norteamericano en uno de los mejores títulos del género de la anticipación: Tengo boca y debo gritar.

Con todo, La felicidad amarga me parece una novela meridianamente madura en la todavía incipiente trayectoria literaria de Martín Carbajal, claro que no quiero decir con esto que resulte la más redonda porque La felicidad amarga, título en el que propone un largo monólogo en el que da voz a Rafa, su protagonista, sabe a ratos pero sin su hondo dramatismo a Confesiones de una máscara, del maestro Yukio Mishima, un escritor que nos enseñó la épica de la derrota en esa pequeña obra maestra que es El marino que perdió la gracia del mar, y en la que concluye con inevitable resignación oriental que “la gloria como todo el mundo sabe tiene un sabor amargo.”

En este sentido, Pablo Martín Carbajal necesita seguir creciendo como escritor. Esto es que necesita creerse escritor y sobre todas las cosas desprenderse de los prejuicios y vicios que lastran aún, a mi juicio, lo que debe ser su identidad narrativa.

Me parece así que Carbajal todavía tantea, hace ejercicios, juega con una escritura que pide sinceridad, una marca si quieren a través de la cual identificarse y que sus lectores lo identifiquemos.

Y estos elementos, que percibo solo a ratos en La felicidad amarga, no terminan por dominar el contenido de una novela que sí, es intimista, pero que no logra mantener una coherencia global en el relato.

Un relato construido a base de recuerdos y en los que repasa con mirada demasiado generosa las relaciones de su protagonista con su entorno familiar e inocentemente crítica con el círculo de amigos que forjó en un periodo de la vida, como es la infancia y la adolescencia, también la primera juventud, que nos marca como personas.

Cuenta La felicidad amarga de todas formas con momentos que me sacuden por dentro, y este temblor, esa corriente eléctrica, me sabe a literatura porque entiendo que la literatura, la buena literatura, es la que consigue conmoverte, que consigas que seas feliz o te empape la tristeza con lo que lees, pero también es verdad que hay otros capítulos que dejan indiferente, que te parecen de relleno pese tratarse de un libro que apenas supera el centenar de páginas.

Pablo Martín Carbajal cuenta en La felicidad amarga la historia de un joven que busca desesperadamente su identidad. Reconocerse frente al espejo.

Tras pasar una larga estancia en el extranjero, su protagonista regresa a la isla, Tenerife, donde se da cuenta de la transformación que ha sufrido por dentro mientras intenta reencontrarse con esa felicidad inocente que da título a la novela para asumir finalmente que ya nada es lo que fue. O lo que era. Que todo cuanto vemos resulta efectivamente distinto cuando nos hacemos adultos y dejamos de ser niños. O nos obligan, mejor, a que dejemos de ser niños.

Planea así en La felicidad amarga un curioso e inquietante discurso en torno al fin del mito de Peter Pan, y de los distintos disfraces que a lo largo de nuestra existencia vamos asumiendo por imposición de cuanto nos rodea.

Martín Carbajal recurre para explicarlo con la metáfora de las muñecas rusas, objetos que ilustran estos procesos de cambio, un recurso literario legitimo pero que entiendo innecesario para dar grosor a esta historia de decepción resignada pese a su significado poético.

La decepción no es lo mismo que frustración. Y Rafael, el protagonista de la novela, no es un personaje frustrado sino un hombre resignadamente decepcionado consigo mismo. En este sentido, el escritor pone el dedo en la llaga aunque, paradójicamente, su protagonista asuma ese estado ante la vida para no decepcionar a los demás.

A mi me parece un discurso interesante, pero me resulta involuntariamente camuflado en el relato cuando –ese al menos ha sido mi caso– es con el que más me identifico y que el escritor solo recupera al final de la novela con el objetivo, presumo, de dar un giro no tan sorpresivo de 180 grados a lo que ha venido hasta ese momento desarrollando.

Donde se maneja muy bien Pablo Martín Carbajal es en el retrato de los miembros que componen su familia, personajes a los que observa con mirada teñida de nostalgia, y grupo que ha ejercido sobre su persona una cálida sensación de protección al educarlo entre algodones. Ello explica la obsesión de Rafael por salir de ese entorno e intentar ser él mismo en sus visitas a países castigados por la pobreza. No obstante, y sin que se explique, Rafael decide regresa a su hogar cargado de recuerdos y sensaciones. Materiales que han ido modelando un carácter que le hace entender que su pasado son un conjunto de recuerdos felices que ahora, y con la distancia de la edad, le resultan amargos.

Como lector me seduce la capacidad que tiene Martín Carbajal para retratar ese microcosmo familiar porque me reconozco en ese microcosmo familiar. También cuando Rafa se relaciona con sus viejos amigos y descubre que continúa cayendo en las mismas trampas en las que hemos caído todos los que de una y otra manera hemos vuelto al lugar en el que se encuentran nuestras raíces.

Hay un momento, especialmente revelador en la novela, en el que Pablo Martín Carbajal refleja esa sensación cuando su protagonista recuerda un juego de adolescentes como es el de verdad y consecuencia, pero es un destello que no repercute en el tono total de una novela que cuenta solo con destellos.

Se puede así entender que el protagonista esté harto de fingir antes los suyos porque tiene la necesidad de ser aceptado como es en sí mismo, pero desgasta que esa reacción natural alimentada por el miedo solo explote con accesos de rabia reprimida porque no salen del corazón sino de la cabeza. En este sentido, su personaje resulta demasiado cerebral lo que pone de manifiesto que le falte sustancia, cuerpo espiritual, eso que se llama alma.

En su aparente cripticismo, en su aparente intimismo, Martín Carbajal salpica la novela con pequeñas claves que al modo de llave quieren ser determinantes a la hora de explicar la supuesta reconciliación que finalmente alcanza Rafa consigo mismo, pero su tragedia interior, su tortura fruto más de la cobardía y el miedo a no ser reconocido, hace que apenas te identifiques no ya con su tragedia sino con su obsesión silenciosa.

Obsesión que lo acompaña tras conocer el suicidio a pronta edad de uno de sus compañeros de escuela. Pero esta muerte cruel solo es un añadido más al cáncer de la culpa que se reproduce en su personaje protagonista, y a larga no resulta tan determinante como a mi juicio se merecía.

Pese a todo, La felicidad amarga es una novela agradecida en la que su autor da un todavía tímido paso hacia adelante en su trayectoria como narrador. Un narrador que si encuentra finalmente su voz –esa voz con la que ha logrado a veces erizarme la piel pero que sin embargo reprime– promete un futuro en el que ofrecerá más de una sorpresa.

Saludos, luce el sol, desde este lado del ordenador.

Sesenta años con Él

Sábado, Marzo 16th, 2013

Cuentan las crónicas que el público salía de las salas de cine con los ojos anegados en lágrimas provocadas por la risa. Y no porque hubieran visto una frívola comedia con la que pasar una tarde de domingo sino, simple y llanamente, porque ese Él les daba risa.

No sé, sin embargo, qué gracia les daba la película.

Tampoco si la risa era nerviosa, escondida, espontánea o un reflejo al empatizar con la historia. 

Quiero pensar así que el sonido de las carcajadas aún debe de escucharse mientras la figura de su director, transparente como la de un fantasma, no deja de fumar cigarrillos y sacudir la cabeza.

Hace sesenta años se estrenó en las pantallas Él, una “de mis películas preferidas” comenta Luis Buñuel en Mi último suspiro, probablemente el libro de memorias más dicharachero de la historia del cine e imprescindible manual para acercarse a la vida y a la obra de un hombre que vio la vida con otros colores.

Él está basado, como todo el mundo sabe –o debería saber– en la novela del mismo título de la escritora tinerfeña Mercedes Pinto, una mujer de turbadora belleza demasiado adelantada a su tiempo.

En esta novela, vuelta a editar hace dos años por Escalera y objeto de un interesante estudio, BuñuÉl, de la investigadora Teresa Rodríguez Hague, y personaje desdibujado en el frustrante documental Ella(s), de David Baute, la escritora volcó las experiencias personales que vivió durante su primera matrimonio. Una unión que fracturó los celos de su esposo y que pronto degeneraron en maltratos.

La acción de la novela se desarrolla en una ciudad –La Laguna– provinciana y encogida en su humedad; y geografía urbana en la que sus habitantes miran hacia otro lado, probablemente para convencerse de que allí, y siempre de puertas afuera, nunca pasa nada.

No es de extrañar que con este material el cineasta aragonés apostara por llevar el relato de Mercedes Pinto al cine en una película en la que dio rienda suelta a muchas de sus obsesiones, entre otra su fetichismo por los pies femeninos, afición que compartió con otro gran clásico del cine: Cecil B. DeMille.

Cuenta Buñuel en Mi último suspiro: “Rodada en 1952 después de Robinson Crusoe, Él es una de mis películas preferidas. A decir verdad, no tiene nada de mexicana. La acción podría desarrollarse en cualquier parte, pues se trata del retrato de un paranoico.

Los paranoicos son como los poetas. Nacen así. Además, interpretan siempre la realidad en el sentido de su obsesión, a la cual se adapta todo. Supongamos, por ejemplo, que la mujer de un paranoico toca una melodía al piano. Su marido se persuade al instante de que se trata de una señal intercambiada con su amante, escondido en la calle. Y todo así.

Él contenía un cierto número de detalles verdaderos, tomados de la observación cotidiana y también una buena parte de invención, Al principio por ejemplo, en la escena del mandatum, del lavatorio de pies en la iglesia, el paranoico descubre inmediatamente a su víctima, como un halcón que ve a una alondra. Me pregunto si esta intuición descansará sobre alguna realidad.”

Protagonizada por Arturo de Córdova y Delia Garcés, entre otros actores, Buñuel volvió a recurrir a un autor nacido en las islas –el director de Los olvidados era un confeso admirador de la obra de Benito Pérez Galdós– para rodar una cinta que, aseguran algunas fuentes, llegó a influenciar entre otros cineastas a Alfred Hitchcock, quien se inspiraría en algunos momentos de Él para filmar el que sigue siendo el filme más extraño de quien fue conocido como el mago del suspense: Vértigo.

Cuentan que cuando un puñado de grandes directores de Hollywood (entre otros William Wyler, Billy Wilder, George Cukor, George Stevens y Rouben Maomulian) celebraron el famoso encuentro con el hombre de Calanda (Teruel), Hitchcock lo recibió con los brazos abiertos.

Claro que había pasado mucho tiempo desde el estreno de Él.

No obstante, pienso que las carcajadas del público nunca terminaron por desaparecer de la cabeza de Buñuel, quien comenta que “la película fue mal recibida. Con algunas excepciones, la Prensa se mostró hostil. Jean Cocteau, que antaño me había dedicado algunas páginas en Opium, declaró incluso que con Él yo me había “suicidado”. Cierto que más tarde cambió de opinión.”

Es probable que la película, como la misma novela de Mercedes Pinto, publicada a finales de la década de los años veinte, se adelantara a su tiempo porque con el discurrir de los años fue descubierta por espectadores que ya no tenían tantas ganas de reír.

O que aprendieron a reír con el universo personal de un cineasta que contribuyó a que este trabajo sea hoy considerado un arte.

Jacques Lacan, que tuvo la oportunidad de verla en una proyección organizada por medio centenar de psiquiatras, tuvo la buena idea de presentarlas a sus alumnos en varias ocasiones. Lo cuenta Buñuel en Mi último suspiro, pero añade: “aunque en Méjico fue un desastre.

“El primer día, Óscar Dacingers salió de la sala absolutamente consternado, diciéndome: “¡Se ríen! Entré en el cine, vi la escena en que –lejano recuerdo de las casetas de baños de San Sebastián– el hombre hunde una larga aguja en el agujero de una cerradura para saltarle el ojo al observador desconocido que imagina tras la puerta, y, en efecto, la gente se ría a carcajadas.”

Pese al fracaso, Luis Buñuel continuó dirigiendo películas en México.

Rodó, de hecho, otras obras maestras: Ensayo de un crimen, Nazarín, El ángel exterminador… Tuvo incluso tiempo de regresar a España y, más tarde, sin encontrar hueco en un país que se había transformado en un cuartel, se trasladó a Francia donde apenas quedó nada del genio de Calanda pero sí de Luis Buñuel.

Claro que eso es otra historia. 

Saludos, mirando hormigas en la palma de mi mano, desde este lado del ordenador.

José Luis Correa presenta hoy en Tenerife Blue Christmas, su última novela

Viernes, Marzo 15th, 2013

El escritor grancanario José Luis Correa presenta esta tarde, a las 19 horas, su última novela, Blue Christmas, sexto libro protagonizado por el detective privado Ricardo Blanco, quien en esta ocasión debe de investigar la misteriosa muerte de una anciana en su casa durante las fiestas de Navidad.

El lado más oscuro de Las Palmas de Gran Canaria, personajes consistentes y una trama negrocriminal hilada con mucho oficio son solo algunos de los elementos que Correa reúne en este volumen, editado por Alba Editorial.

El salón de actos de la Mutua de Accidentes de Canarias (MAC), en la capital tinerfeña, acogerá este acto, en el que intervendrá además de Correa, quien ahora mismo redacta estas apresuradas líneas.

Saludos, más vale tarde que nunca, desde este lado del ordenador.

El Carnaval no tiene quien le escriba

Miércoles, Enero 23rd, 2013

Apenas he encontrado un puñado de títulos que, de una  manera u otra, se ajustara a las pretensiones de este post.

Y mira que he consultado con amigos editores y escritores. Navegado por la red e investigado en mi caótica biblioteca pero son muy contadas las novelas y relatos que escritos desde esta apartada orilla han desarrollado sus historias en una fiesta que, como los carnavales, se han empeñado desde que tengo uso de razón en que forme parte de mi carácter como habitante que soy de estas islas sin rumbo.

Me resulta por ello curioso este vacío temático en la literatura que se elabora en estas costas. Más si tenemos en cuenta el juego que proporciona esta fiesta y el sentimiento con el que –no se cansan de repetir sus defensores– se vive el jolgorio: unos días de excesos presuntamente desmedidos.

Partiendo de la base que no soy un carnavalero de pro, y que detesto con toda la cordialidad del mundo a los que sí reivindican que son carnavaleros de pro, soy como un náufrago mientras busco novelas y cuentos donde el Carnaval es un elemento más de la historia.

Es más, pregunto, ¿si la fiesta está tan metida en el disco duro de nuestra memoria qué razones explican que nuestros escritores hayan renunciado a ubicar sus relatos en un festejo al que no le niego el colorido ni la imaginación del disfraz?

¿De la máscara para pasar desapercibido en una geografía donde todos nos conocemos?

¿De la supuesta sexualidad que por una vez se libera de nuestros reprimidos instintos provincianos?

Salvo la interesante La fiesta de los infiernos (El Toro de Barro), de Juan José Delgado, novela en la que el autor recurre al Carnaval para “reflexionar sobre el enmascaramiento que se da en una sociedad que se pone la careta oficial en unos carnavales cuyo tema es el Nazismo” (1), poca cosa he encontrado en la que la fiesta asuma natural protagonismo.

Lo que no deja de inquietarme como compulsivo lector. Y volver a replantearme las cuestiones anteriormente propuestas.

Agradecería, en este sentido, algún título, alguna referencia por parte de quien ahora pueda leer este post para ampliar el catálogo de obras y evitar lo que no es sino –mucho me temo– una reflexión en la que se multiplican las preguntas y se reducen a cero sus respuestas.

Es verdad que existe una copiosa bibliografía sobre el Carnaval en la que se trata con mejor o peor fortuna su historia. Hay un libro de referencia, 75 años dando la murga, de Ramón Guimerá Peña, en el que se estudia uno de los grupos más populares de la fiesta, pero en el terreno de la ficción, en el que deja espacio al reino de la imaginación reitero que son muy escasas las aportaciones.

El editor Ánghel Morales me avisa que hay un título, El gnomo bajó al Carnaval (Benchomo), de Felipe Rosa Santana, “del que se vendieron miles de ejemplares”, pero no he tenido la oportunidad de leerlo para que pueda emitir un juicio.

Otra fuente me recuerda que en El don de Vorace, de Félix Francisco Casanova, “aparece un baile de máscaras” y que una lectura ligera de Crimen de Agustín Espinosa, “te puede aportar desde un punto de vista mucho más evolucionado tanto en concepción como en escritura, un aire de máscara o carnaval”, lo que me hace pensar que debería de volver a leer la que quizá sea la mejor novela escrita en este archipiélago abandonado de la mano de los dioses.

Continuo buceando, recabando información, pero no encuentro nada salvo “un recuerdo que leí un cuento…” que no tuvo que dejar demasiada trascendencia si no se recuerda el título ni al autor.

Lo que hace que las preguntas anteriormente suscitadas sigan molestándome en la cabeza y que piense si es natural este divorcio entre la fiesta popular más promocionada de estas islas con sus narradores. Narradores que, imagino, alguna vez fueron cómplices del disfraz y de la máscara.

Lo escribo porque si yo fui cómplice del Carnaval a edad muy temprana, en aquellos tiempos donde solo quería disfrazarme de mosquetero o de cuatrero, también tuvieron que ser arrastrados por ese mismo impulso los escritores en su más tierna niñez y adolescencia.

Se quiera o no se quiera, se lo deteste o no se lo deteste, es prácticamente imposible aislarse del Carnaval si se habita en esta tierra endemoniada y desmemoriada.

Casi parece que de pronto, y por obligación, se invita a los vecinos a que asalten la calle no con ánimo reivindicativo sino bajo el confuso signo de lo lúdico porque así lo ordena la autoridad.

Ponte el disfraz, y si eres rematadamente tímido la mascarita. Descubre la complejidad de las letras que desafinan las murgas y erotízate con las carnes desnudas que muestran los integrantes de las comparsas… Adora, aunque sea por una semana, a su reina proclamada y sumérgete en las calles de una capital que durante esos días permite a la marabunta acostarse después de las diez de la noche y levantarse cuando rompe el amanecer.

Así que no sé a ustedes, pero a mi el Carnaval con todas sus chirriantes contradicciones me parece un excelente material literario para meterle el diente…

(1)   “La realidad del mundo es la que se prolonga con los sueños”, una entrevista con Juan José Delgado, El Perseguidor, nº 67, 15-X-2011.

(*) La imagen que acompaña estas líneas pertenece a El carnaval de las almas (Herk Harvey, 1962).

Saludos, intentando dar la nota, desde este lado del ordenador.

El que avisa no es traidor, malditos bastardos: ¡No ensuciéis el buen nombre de John Steinbeck!

Domingo, Enero 6th, 2013

Así aprendió Arturo la lección que todos los caudillos aprenden con perplejidad: que la paz, y no la guerra, es la que destruye a los hombres; la tranquilidad, y no el peligro, la madre de la cobardía; la opulencia, y no la necesidad, la que acarrea aprensiones e inquietud.”

(Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros. John Steinbeck)

Entre los escritores a los que se agrupa en eso que se conoce como generación perdida tuve debilidad confesa por Ernest Hemingway, el delicado y quebradizo Francis Scott Key Fitzgerald y John Steinbeck, un escritor a quien siempre recurro cuando la torre de marfil en la que me encuentro parece agrietarse por los embates de la realidad.

Sin embargo, hubo un libro de Steinbeck de obligada lectura en mis años de aprendizaje, La perla, que no fue uno de esos títulos que me marcaron del escritor, como tampoco lo fue El viejo y el mar de Hemingway pero sí El gran Gastby de Fitzgerald.

Cosas de la vida.

Cosa de entendederas…

Si hay un libro de Steinbeck que supuso para mi algo así como un disparo de nieve, una luz cegadora fue Los descontentos (The Winter of our Discontent) que fue la última de las novelas escritas por el celebrado autor de Las uvas de la ira.

En este libro, como en otros de Steinbeck, no se cuenta nada especial aparentemente, aunque en este libro, como en otros de Steinbeck, lo que importa es observar el paso de las cuatro estaciones por sus protagonistas.

Observar, ya saben, cómo van creciendo, y empequeñeciendo también, los personajes a medida que la historia avanza hacia su inevitable final.

Steinbeck tiene mucho más títulos, la mayoría de los cuales se desarrollan en el valle de Salinas, California, que podría constituir para los maniáticos una especie de territorio literario real, no ficticio, no mágico, que espero conocer alguna vez si la buena suerte me acompaña…

Escritor de extraña actualidad por los tiempos que nos ha tocado vivir, Steinbeck fue, de alguna forma, el gran cronista de los duros años de la depresión.

Cito de memoria su extraordinaria De Ratones y hombres y Las uvas de la ira, un novelón de más de mil páginas que fue llevado al cine con sensible emoción por otro gigante, John Ford.

Destacaría también Tortilla Flat, El autobús perdido, Al este del Edén, La luna se ha puesto y los libros donde recoge sus experiencias como periodista durante la II Guerra Mundial, Hubo una vez una guerra, o su sentimental itinerario existencial, dietario de viaje que es, precisamente, Viaje con Charlie en busca de América.

Steinbeck me acercó también al mundo de los piratas con La taza de oro, una ficción histórica basada en la vida de Henry Morgan y a la legendaria Camelot en su imprescindible Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, donde recuerda en su hermosa introducción: “Hay muchas persona que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han existido durante mil millares de años, y solo han aprendido esta artimaña –ese prodigio– en los diez últimos millares de los mil millares.”

Por ello, y expuesto mi profundo cariño, mi profundo aprecio con el señor Steinbeck me sorprende, y me desagrada también,  leer esta misma mañana de Reyes Magos de Oriente un artículo en el que se afirma que John Steinbeck, que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1962 “por sus obras realistas e imaginativas”, lo recibió porque “no hubo nada mejor.”

¿Nada mejor?

En la terna de ese año se encontraban, entre otros escritores ¿menores?, Robert Graves, Karen Blixen y Lawrence Durrell

En fin.

Nunca he confiado en los premios Nobel de Literatura. En mi biblioteca, de hecho, destacan por su ausencia.

O mejor, me grita Señor Ojo borracho perdido y apestando a ginebra barata, “en tu biblioteca son pocos los escritores que han sido distinguidos con el famoso premio que lleva el apellido del inventor de la dinamita.”

John Steinbeck, en su discurso de agradecimiento tras recibir el goloso galardón, afirmó: “En mi corazón puede que haya duda de si merezco el Premio Nobel en vez de los otros hombres letrados por quienes siento respeto y reverencia”.

Y pienso, mientras Señor Ojo asiente engullendo otro vaso de ginebra, que lo dijo el autor de Las uvas de la ira, Los descontentos, De ratones y hombres, Tortilla Flat.

Sacudo la cabeza en un año que apenas ha consumido sus primeros latidos de vida.

Y soy consciente que no es cabreo sino indignación lo que me motiva a escribir estas líneas apresuradas en un día en el que se debe repartir regalos.

Señor Ojo, generoso, me alegró hace apenas una hora la tarde con una botella de ginebra barata que ahora mismo está liquidando mientras suelta eructos, se rasca la barriga y da tumbos por el salón de la cueva.

- ¡Cuide ese estómago!- Le grito a Señor Ojo, que hace como que no me oye mientras perfuma el salón con sus ventosidades.

Aguanto entonces la respiración y las desordenadas ideas se aclaran.

- ¡Ya sé a quien entregar el carbón con el que me desperté esta mañana!- exclamo mientras respiro el aire enrarecido de la habitación.

- ¿Eh?.- pregunta Señor Ojo.

- ¡¡¡No ensuciéis el buen nombre de John Steinbeck!!!

- ¡¡¡Veinte Premios Nobel!!!-Responde Señor Ojo tirando al suelo, donde se rompe en pedazos, la botella de ginebra barata.  

(*) Una fotografía con mucha miga. En la imagen el presidente Lyndon B. Johnson saluda al hijo de John Steinbeck. Steinbeck es el hombre con barba luciferina que observa ¿inquieto? a L.B.J.

Saludos, suena de fondo Lucky Thompson, desde este lado del ordenador.