Archive for Julio, 2014

Una cucharada de bronco indigenismo

Lunes, Julio 7th, 2014

El alcalde de la capital tinerfeña, José Manuel Bermúdez, brazos cruzados, atiende con los carrillos ligeramente hinchados las indicaciones de Alejandro Tosco, que es el único de la foto que no lleva corbata y sí hace gestos con las manos. A su lado, el presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, mira con ¿atención? el cuadro, mientras que el consejero con delegación especial en Cultura y Patrimonio del Cabildo de Tenerife, Cristóbal de la Rosa, observa también de brazos cruzados.

La imagen fue tomada durante la inauguración de la exposición Al azul del Atlántico, colección en la que Alejandro Tosco presenta dieciséis obras hasta el 20 de julio en el espacio puente de TEA Tenerife Espacio de las Artes, y muestra que coincide con el anuncio de que será el mismo artista el autor del cartel del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2015.

La noticia ha suscitado malestar en las redes sociales porque, opina uno, Tosco se ha convertido en el pintor oficial de la isla. El afortunado que cuenta con la confianza del presidente del Gobierno de Canarias, el consejero con delegación especial del Cabildo de Tenerife y el alcalde de la capital tinerfeña. La santísima trinidad, viene a concluir ese uno, del power tinerfeño que encarna el mosaico de Coliación Canaria. A lo lejos aún suena el tam-tam de las elecciones del próximo año…

Otra voz se queja, en esas mismas redes, de la escasez de criterios que caracteriza al actual Consejo Rector de TEA y que Tosco sea el encargado del cartel del Carnaval.

Lo del cartel hace daño.

No sé si tanto que el mismo Tosco exponga en TEA.

TEA se ha convertido en los últimos tiempos en una instalación cuyo dinamismo resulta complejo de explicar y el cartel del Carnaval un concurso que, curiosamente, este año el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife decide obviar para “recuperar el modelo utilizado en años anteriores basado en la alternancia entre la designación de un autor canario y la selección entre los trabajos presentados a una convocatoria abierta”.

En las redes sociales critican a Alejandro Tosco con toda clases de calificativos: ¡Un César Manrique de todo a un euro! aunque, personalmente, como si dijeran –salvando las lógicas distancias– que su obra está influenciada por el trabajo de Manolo Millares.

Y presto atención a la imagen donde el único que mueve las manos es Tosco. A su lado y con los brazos cruzados, José Manuel Bermúdez y Cristóbal de la Rosa. Paulino Rivero las esconde y casi parece que piensa: ¿será una rosa?, ¿será un clavel?

Una cucharada de bronco indigenismo.

Saludos, palabra de argonauta, desde este lado del ordenador.

Santa Cruz de Tenerife visto por Blasco Ibáñez

Jueves, Julio 3rd, 2014

Una de las descripciones más hermosas de la capital tinerfeña está firmada por Vicente Blasco Ibáñez en su novela Los Argonautas (1914), el relato de un grupo de pasajeros encerrados en un trasatlántico que hace escala en el puerto de la capital de la isla, y barco que a modo de microcosmos emplea el autor de Cañas y Barro para presentar a una serie de personajes –multimillonarios europeos y nuevos ricos americanos, emigrantes italianos y españoles– que se mueven arrastrados por folletinescas ambiciones y anhelos.

Tenerife. Miró Fernando por entre las cortinillas, y sólo vio un mar azul y tranquilo: las aguas unidas y luminosas de una bahía en calma. La tierra estaba al otro costado del buque. Y como conocía la isla, por haber bajado a ella en anteriores navegaciones, volvió a acostarse para gozar despierto del regodeo de la pereza, mientras en los camarotes inmediatos chocaban puertas, se cruzaban llamamientos en distintos idiomas, y sonaba en los corredores un trote de gentes apresuradas, atraídas por el encanto de la tierra nueva.”

Vicente Blasco Ibáñez es uno de los escritores españoles más traducidos a otras lenguas, aunque su relación con el país en el que nació no deja de resultar extraña. Extraña porque tras largas etapas de silencio, se pone de moda momentáneamente para volver a ser enterrado en el pantano del olvido.

Domingo Pérez Minik, un entusiasta en la obra de Blasco Ibáñez, escribe en Blasco Ibáñez no ha llegado al valle de Josafat, texto incluido en su Entrada y salida de viajeros: la gente que ha vivido a orillas de este puerto de Santa Cruz de Tenerife estaremos en deuda con Vicente Blasco Ibáñez”.

En deuda, matiza Pérez Minik, precisamente por la colorida descripción que hace de la vida del puerto de la capital tinerfeña apenas iniciado el siglo XX:

Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color rosa, y sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje.

Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel elegante al que venían a respirar los tísicos septentrionales. Entre el muelle y el trasatlántico, un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte del carbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vapores de diversas banderas, en torno de cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; rugidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otros rugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada; banderas belgas que en lo alto de un mástil iban a las desembocaduras del Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacia las Antillas y el golfo de Méjico; buques de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el Sur, en busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos.”

Pérez Minik se pregunta, como nosotros, las razones por las que Blasco Ibáñez continúa considerándose en España “un mediano narrador regionalista, mientras que Baroja, Pérez de Ayala o Zunzunegui, por citar tres ejemplos indiscriminados, adquieren una valoración extraordinaria”.

Y es probable, añadimos, que por ser un tipo que supo venderse más allá de un país  que está acostumbrado a humillarse a sí mismo.

Las novelas Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Rex Ingram, 1921) y Sangre y arena (Fred Niblo, 1922) contribuyeron al estrellato de su protagonista, Rodolfo Valentino, dos historias que han contado con otras versiones cinematográficas que reflejan con mejor o peor fortuna su espíritu.

Escribe Pérez Minik: “No sabemos exactamente cuál fue el motivo de su fama internacional, ya bien asentada antes de las películas de algunas de sus novelas; si la representación de una España distinta de los otros países europeos, que hay que reconocer no se les ofreció nunca como una España de pandereta, si sus personales valores de escritor progresista que sabía mezclar trágicamente arte y política, o si el mensaje de su creación fue de tal naturaleza que supo elevar el provincianismo nacional a una escala media de valores, inteligible para todo el mundo, incluso para las clases más humildes. Este valor medio o popular ha sido en toda ocasión la brecha por donde le atacaron todos sus enemigos, los hidalgos, los popes, los señoritos de nuestra historia literaria. Porque en este aspecto de nuestra vida intelectual también ha habido castas.”

Lo que no resuelve, pero sí hace más atractivo, el enigma Vicente Blasco Ibáñez.

La primera vez que me encontré con el escritor fue a través de dos dignas series de televisión de producción española: Cañas y barro y La barraca. Después por Blasco Ibáñez, la novela de su vida que no es, sin embargo, uno de los mejores trabajos de su director, Luis García Berlanga.

Más tarde, mucho más tarde, leería algunas de sus novelas… Y releo, por un imperativo que no viene al caso, Los Argonautas, donde escribe: “La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandes caminos que llevan a África y América, parecía contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa por una áspera flota de chumberas y pitas; guardando tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, y ostentando sobre esta masa de vellones el pico del Teide, un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borla o botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano.”

Y es inevitable que piense en las fotografías en blanco y negro de una capital de provincias que apenas reconozco. Tengo la sensación de que no se ha preocupado por su pasado.

Un pasado que marcó, como entrada y salida natural de la isla, el puerto.

Saludos, palabra de Argonauta, desde este lado del ordenador.

Acosando al viejo Jim

Miércoles, Julio 2nd, 2014

Salí de aquellas oficinas con una maltrecha máquina de escribir en una mano y un cheque en la otra. Me fui del hotel, alquilé una habitación por tres dólares semanales en Seventh Avenue y empecé a trabajar. Terminé el libro en diez días, con un promedio de veinte horas de trabajo diarias.”

(En Bruto, Jim Thompson. Traducción: Rosalía Vázquez. Colección: Black, Plaza & Janés, Barcelona, 1991)

Hace mucho tiempo, tanto que la memoria ha terminado por confundirme, descubrí en una librería próxima a los institutos una biografía de H. P. Lovecraft editada por Nostromo y escrita por L. Sprague de Camp. El libro estaba a buen precio y  quien les escribe se encontraba abducido entonces por la literatura de un escritor que “haces de los tuyos” a una edad donde gente así termina por marcarte hasta que te mueres. Aunque no lo vuelvas a leer. De hecho, creo que hay autores que no deberíamos de recuperar porque el paso de los años los convierte en perfectamente prescindibles, y algo así me pasó hace unos meses con Lovecraft, lo que me obligó a olvidarlo para que su influencia continuara cómodamente enlatada en mi cabeza.

Con esto quiero decir que a veces tengo tendencia a leer biografías, no tanto autobiografías, y que gracias a estas lecturas –algunas objetivas y otras no tanto–, me encuentro con personajes que de una u otra forma contribuyeron a formarme como persona. No por las experiencias vitales que, según el biógrafo, dejaron huella en su existencia, sino por conocer situaciones y momentos que, supuestamente, fueron claves en la vida de todos esos hombres y mujeres cuya obra ha formado, y espero que formen, parte de mi vida.

No hay vida, en este sentido, más anodina que la de Lovecraft. Un bicho raro que escribió sobre el miedo. Ese miedo que alimenta algunas pesadillas pese a que los sueños tenebrosos ahora tengan tan poco que ver con dioses primigenios y libros prohibidos…

Escribo todo esto porque una editorial presenta en español una biografía por la que estuve detrás hace mucho, muchísimo tiempo, y pese a estar escrita en idioma de bárbaros.

Se titula Arte salvaje: una biografía de Jim Thompson (Es Pop Ediciones, 2014) y la firma Robert Polito.

Si no saben quien es Jim Thompson dejen de leer de inmediato estas líneas y preocúpense en buscar algunas de sus novelas. Es probable que muchos me lo agradezcan y es probable también que muchos otros me condenen al infierno por insistir en un autor cuya vida fue igual de salvaje que las que reflejó en sus novelas.

Eso lo convierte en un escritor único, un punto y aparte no solo en el género negro, en el que ha terminado ocupando un capítulo importante, sino en la prodigiosa literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, y como la felicidad es una noble juerguista, pronto me di cuenta que conseguir Arte salvaje en las librerías de esta región desestructurada y narcótica iba a ser algo así como una tarea de titanes. Su precio resulta, además, escandalosamente prohibitivo. Una cifra que bien invertida puede llenar mi nevera un par de semanas.

No obstante, se trataba del viejo Jim. Y cuando leí al viejo Jim hace ya mucho, mucho tiempo, llegué a la conclusión que hoy merece el sacrificio. Hacerme con el relato de su vida contado por otro.

Los iniciados en la literatura de Thompson, un individualista de izquierdas, alcohólico y superviviente,  saben de los que hablo. También que el mismo Jim escribió una especie de autobiografía sobre su turbulenta vida en los años treinta, En Bruto, mientras dispersaba por sus novelas –muchas de ellas crudas y de una violencia extrema– retazos de una vida cuya literatura hizo que trascendiera y ocupara espacios más elevados tras su muerte, ya que hasta entonces había estado relegado a la categoría de escritor industrial. Ese que publicaba novelas como chorizos en editoriales populares destinadas a lectores con las manos sucias.

Es más que probable que reciba Arte salvaje la semana próxima. Y es más que probable, eso espero al menos, que cuando lea su biografía me dé por recuperar los libros que tengo del viejo Jim, un tipo que me acompaña en los buenos y malos ratos.

El viejo Jim.

Me encontraba casi arruinado de nuevo. Esperaba vender el coche y sacar el dinero suficiente para ir tirando hasta que lograra algún trabajo. Entretanto, como aún no era de día, me adecenté en el lavabo de caballeros de un restaurante y luego devoré con tranquilidad un abundante desayuno. Más o menos una hora después, cuando calculé que los negocios de compraventa de vehículos estarían abiertos, volví junto a mi coche.

En ese preciso momento, una grúa de la Policía lo estaba enganchando. Al parecer estaba prohibido el estacionamiento durante toda la noche, y no hacían excepciones con los forasteros. Me devolverían el coche mediante el pago de una multa, más los gastos de la grúa y el depósito.

Escuché ese ultimátum embargado por toda una serie de emociones, y, de repente, me apoyé contra un poste de teléfonos, riendo como un demente. Los del equipo de la grúa me miraron aprensivos. Subieron al camión y se alejaron, llevándose mi coche. Entonces me senté sobre mi maleta, sin dejar de reír hasta que me dolió el estómago.”

Saludos, levanto los brazos, desde este lado del ordenador.

Vínculos secretos, una novela de Vamba Sherif

Martes, Julio 1st, 2014

La escena le fascinó: el pueblo fronterizo dormía a merced del calor. Mientras viajaba hacia el pueblo, el extraño había jugado con la idea de rendirse, como aquellos ancianos, al letárgico hechizo del calor sin importarle nada más.

(Vínculos secretos, Vamba Sherif. Traductor: Alicia Moreno Delgado. Colección: África, Baile del Sol Ediciones, 2014)

El inicio de Vínculos secretos, una novela de Vamba Sherif, recuerda al de la película Conspiración de silencio (John Sturges, 1955): un extraño tullido llega a un pueblo fronterizo donde nada es lo que parece, sumido en una narcótica somnolencia en la que los viejos del lugar, tirados en hamacas o colchonetas, “dejan pasar las horas más sofocantes a la sombra de un árbol de pan.”

En Vínculos secretos este pueblo fronterizo se encuentra en algún lugar sin identificar de África, y lo que comienza siendo una investigación –como sucedía en el filme de Sturges– termina por convertirse en un alucinado viaje al corazón de las tinieblas. Al alma de un continente donde no termina de cuajar tradición y progreso.

El itinerario que propone Sherif a través de su personaje, William Mawolo, es el de auscultar, y tomar pulso al principio, la realidad de un territorio donde verdad y mentira se confunde para crear leyendas. Y tiene mucho de leyenda Vínculos secretos, pero una leyenda sin aliento épico y sí mucho de enfrentamiento con ese mundo que las alimenta. Una geografía donde lo sobrenatural convive con lo aparentemente real.

Vínculos secretos comienza como una novela policíaca cualquiera. La llegada de un extraño a un pueblo donde es recibido con hostilidad por sus habitantes. Su misión es la de encontrar al cacique local, desaparecido en extrañas circunstancias. Tan extrañas como las que marcan la existencia de una aldea en la que, aparentemente en esta novela de apariencias, no pasa nada pero en la que sí pasan muchas cosas si se rasga el velo de, precisamente, lo aparente.

A lo largo de las pesquisas, Mawolo irá reencubriendo una realidad que permanecía dormida en algún lugar de su cabeza, más cuando asume hacerse cargo del pueblo para inflar un ego mordido por el peso de una tradición que forma parte inevitable de su persona.

Para contar todo esto, y muchas historias dentro de la misma historia, Vamba Sherif, recurre a un lenguaje sencillo, a la clásica fórmula del sujeto verbo predicado porque es la única forma de contar historias que van más allá de su línea de flotación. La fuerza de Vínculos secretos está, en este sentido, más allá del relato. Late y respira dentro de él.

Y en ese proceso de desconcertante redescubrimiento que transforma al protagonista, asistimos a un fascinante conflicto entre lo viejo y lo nuevo. A que Mawolo aprenda –o no, porque se resiste asustado– a convivir con unas fuerzas que están más allá de la razón que le han inculcado.

A lo largo de este camino que tiene mucho de aventura, de aventura iniciática, Sherif disemina las piezas de un rompecabezas que no termina de encajar del todo al finalizar la novela, pero que sí tienen la suficiente sustancia para generar sospecha y atención en el lector.

Vínculos secretos resulta un atractivo y a ratos hipnótico itinerario por el desmoronamiento de un hombre al que las circunstancias le superan. A su alrededor se mueve una galería de personajes entre las que destacan los femeninos, de alguna manera los guardianes de un misterio que va más allá de la realidad.

De secretos ancestrales que como venas han terminado en convertir el pueblo en un órgano vivo, pese a su somnolencia. Un pueblo fronterizo al límite de una tierra que no le pertenece a nadie salvo a los que habitan en comunión con ella.

Vamba Sherif escribe sobre esto en apenas 150 páginas. Páginas apretadas y que, pese a su sencillez, obliga a una lectura sosegada. Mientras tanto, el lector salta de sorpresa en sorpresa.

Rindiéndose, como se rinde Mawolo, al asombro.

Cómo deseó entonces que su tía estuviera allí para verlo dirigir a esos milicianos, a ese grupo de gente que había puesto fin a su idílica existencia en su pueblo natal. Le habría aplaudido, habría suspirado de alivio, y habría cantado sus alabanzas. No era la alegría ni la satisfacción de haber logrado su venganza lo que crecía en su interior, sino una sensación más poderosa: darse cuenta de que había pasado de ser un niño cuyo futuro parecía confinado a un pueblecito a ser un hombre que dirigía un ejército.”

Saludos, en algún lugar de África…, desde este lado del ordenador.