Archive for Agosto, 2011

El Aleph

Miércoles, Agosto 24th, 2011

“El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. ”

(Fragmento de El Aleph, Jorge Luis Borges)

Saludos, el maestro cumple hoy 112 años, desde este lado del ordenador.

Alfred Bester: ¡Tigre!, ¡tigre!

Martes, Agosto 23rd, 2011

Hay grandes escritores de ciencia ficción que deberían de estar por encima de ser grandes escritores solo de ciencia ficción.

Tuve la suerte de descubrir el arte de la lectura sumergiéndome primero en los relatos de Bradbury y más tarde de Sturgeon. Por la misma época en la que aprendía a saborear caviar cayó en mis manos una novela de un tal Alfred Bester y descubrí que las estrellas son mi destino.

Bester es un escritor del que hablan con distanciado respeto los aficionados a la c/f pero no encuentro mucho calor en sus palabras salvo distanciado respeto.

Probablemente sea ésta una de las razones por las que a mi me sigue conmoviendo. Las novelas –no tanto los cuentos– de Bester saben a nuevo. A diferente. A buena literatura que trasciende las fronteras del género.

Bester fue, que sepa aunque es probable que me equivoque, de los primeros escritores que apostó por el mestizaje de géneros. Su novela El hombre demolido (1953), una de sus obras maestras, fusiona a la perfección ciencia y ficción con novela policíaca.

La acción transcurre en el siglo XXIV en un mundo donde las armas se han convertido en piezas de museo. Un cuerpo de telépatas rastrean las mentes para detectar crímenes antes de que ocurran. Cometer un asesinato parece imposible aunque el hombre más poderoso del sistema solar demostrará lo contrario.

Puede que el argumento les suene a alguno, pero no tiene nada que ver con esa simpática película futurista que fue Demolition Man y Minority Report que, como saben algunos, está basada en un relato de otro gran escritor de c/f, Philip K. Dick.

El segundo gran clásico de Bester es, a mi juicio, Las estrellas mi destino. Lo negro criminal vuelve a confundirse con la ciencia ficción aunque en esta ocasión la historia (también conocida con el título de ¡Tigre!, ¡tigre!) quiero pensar que bebe de la fuente inagotable de El conde de Montecristo. Solo que se trata de un conde de Montecristo según Bester.

Las estrellas mi destino (1956) narra una historia de venganza.

El escritor nos sitúa en el siglo XXV, época en las que las técnicas de teletransportación han cambiado radicalmente la sociedad de La Tierra que, irónicamente, no ha sabido cambiar radicalmente con sus malas costumbres.

Su protagonista, Gully Foyle, es abandonado a su suerte en una nave que navega a la deriva por el espacio. En contra de lo que piensan quienes lo dejaron, Foyle vive. Vive porque solo sueña en vengarse. El resto es literatura de la buena. Tan buena que quizá eso explique porque no se ha vuelto de moda Bester.

Tercera novela de un escritor obsesionado por las relaciones humanas: Carrera de ratas (1955). Y no, no se trata de una novela de ciencia ficción sino de una novela negra que se desarrolla en el todavía incipiente por aquellos años mundo de la televisión.

Deberían de verla los carroñeros de Sálvame y programas de tan alto calado intelectual.

Una frase de esta novela inmortal: Los débiles nunca lloran por los fuertes; solamente lloran por sí mismos.

Carrera de ratas fue un fracaso en ventas. Cuenta la leyenda que eso fue lo que hizo decantarse al escritor por la ciencia ficción.

Así que por una vez ganó la ciencia aunque también la ficción.

Lo escribe alguien que no aguanta novelas del género donde pesa más la ciencia que la ficción.

Alfred Bester periodista y escritor, nació en Nueva York (EE. UU.) el 18 de diciembre de 1913 y falleció en Pensilvania en 1987.

Otras novelas son Computer connection (The Computer Connection, 1975); Golem 100 (Golem 100, 1980); Los impostores (The Deceivers, 1981); Tender Loving Rage (1991) y Psychoshop (1998), colaboración póstuma con Roger Zelazny.

Saludos, ¡Tigre!, ¡tigre!, desde este lado del ordenador.

¡¡¡Arrállate un millo, Ridley Scott!!!

Lunes, Agosto 22nd, 2011

No soy seguidor de Blade Runner pero entre las ochocientas versiones que el otrora potable Ridley Scott se sacó de la manga continuo quedándome con la que presuntamente es la versión de los productores.

Los que hayan visto la película saben que me refiero a la que cuenta con voz en off (un recurso muy noire, por otra parte) y termina con Harrison Ford y Sean Young abandonando esa pestífera Los Ángeles futurista rumbo a lo desconocido.

Basada en un relato corto del escritor Philip K. Dick, cuyo mejor adaptador ha sido el genial Robert R. Crumb en uno de sus tebeos, y material inagotable para guionistas que quieren jugar con las apariencias, el mismo Scott, Ridley Scott, ha anunciado sin que se le caigan los anillos que rodará una precuela o secuela sobre este título (pese a todo) clave de los ochenta.

Y rastreando por la red, leo como tiembla este universo virtual con voces a favor y otras tanto en contra mientras yo me pregunto ¿por qué? Porqué volver a recuperar un título del pasado que ya ha hecho historia.

La razón, como siempre, es bastante simple: dinero.

Lo que no entiendo es como ese esteta con largometrajes interesantes en su carrera como son Los duelistas y el primer Alien se atreve ahora a volver al universo del que, con toda probabilidad, se trate de su película más recordada, Blade Runner.

Y las neuronas que tengo dentro de mi cabeza hacen chispas mientras imagino con bastante desgana la aparición en la precuela o secuela de un viejito Harrison Ford.

Así que sea el antes o el después, de lo que sí estoy prácticamente seguro es que el nuevo Blade Runner se rodará en tres dimensiones porque es el último grito que le queda al actual y descafeinado cine norteamericano para atraer público a las desnutridas salas.

Solo que si estoy aún vivo y tengo reservas económicas para pagar la entrada –que seguro que en ese tiempo superará los 10 euros a los que habré de sumar lo que gaste en refresco, cotufas y otras golosinas– formaré parte del amplio pelotón de veteranos que optará por castigarse la vista en la sesión de dos dimensiones.

Observando como está el panorama actual del cine norteamericano, en un significativo punto muerto debido a su obsesión por mejorar títulos del pasado no ya lejano sino reciente y en sacar segundas, terceras, cuartas, quintas entregas de películas que ayer resultaron taquillazos, lo mejor es continuar revisando lo que fueron capaces de hacer en ese país cuando se tomaban en serio el cine.

Y es que últimamente, al contemplar cualquier cosa rodada cuando el blanco y negro era blanco y negro y el color, pues color, me trago esas historias y escucho sus diálogos preguntándome cómo demonios se ha ido para atrás cuando en todo caso se tendría que haber ido hacia adelante.

A bote pronto, me veo así como viejuno (si la cordura consigue que llegue a viejuno) subido a una tarima gritando como un loco: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser. Todos estos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia… Es hora de morir.”

Y fondón, como está el que antaño fue atractivo Rutger Hauer, cerrar lentamente los ojos mientras un pajarraco escapa de mis manos para volar en la lluvia que cae de un cielo que ese día, sospecho, será bidimensional.

Saludos, arrállate un millo, Ridley Scott, desde este lado del ordenador.

Una novela canaria: ‘El fondo de los charcos’

Domingo, Agosto 21st, 2011

Sentimientos contradictorios me asaltan tras finalizar la lectura, a ratos muy apasionante, de la tercera novela de Javier Hernández Velázquez titulada El fondo de los charcos (1). Y escribo lo de sentimientos contradictorios porque por momentos  he apreciado en esta monumental obra (casi cuatrocientas páginas estructuradas en capítulos breves y de lectura vertiginosa) un intento por escribir la que podría ser la gran novela canaria de nuestro tiempo. O la gran novela sobre la capital tinerfeña, para ser más exactos en estos tiempos confusos que vivimos.

El autor ya nos advierte de por donde irán los tiros con una cita tomada de una de las mejores novelas canarias de la década de los 70, Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz: “El mar está hecho para los muertos, y a nosotros corresponde el deber de desenterrarlos.”

Y de muertos desenterrados va El fondo de los charcos, una obra que me sabe a auténtica porque desde el principio intuyo sus intenciones: radiografiar en clave policiaca la historia de una ciudad tan desmemoriada como es Santa Cruz de Tenerife.

Ubicada en varios tiempos (los años treinta, la década de los setenta, ochenta, noventa y los actuales) es una pena no obstante que Hernández Velázquez haya renunciado a recortar el apreciable número de páginas (muchas de ellas precisamente muertas porque no hacen avanzar el relato)  para que una vez finalizada, tuviera como lector una plena y gozosa sensación de haber leído un libro definitivo. Un volumen redondo que transcurre en las calles y plazas de una ciudad que conozco y a la que todavía no termino por entender.

A pesar de este inconveniente, El fondo de los charcos es buena literatura más allá de sus radiaciones negro criminales, género cuyas claves han sido muy bien utilizadas por un escritor que en la aparentemente caótica madeja que propone, tiene la pericia de resolver los nudos y cerrar las tramas paralelas en una sola con ecos no sé si épicos, pero sí trágicos y por lo tanto amargos.

El personaje protagonista, Héctor Vázquez, se mueve en un universo poblado de mujeres a las que las circunstancias han hecho duras y fatales y de hombres cuyas vidas parecen estar articuladas por hilos invisibles.

De fondo, y sonando en alta voz, se desarrolla de forma paralela los capítulos que, a mi juicio, son los mejores y más valientes del libro: la descripción pulcra de una capital de provincias que en los días previos a la Guerra Civil tiene como protagonistas a los miembros de Gaceta de arte y a un general, de nombre Francisco Franco, a punto de tomar la decisión que cambió para siempre la historia de España.

Entre los miembros de Gaceta de arte, Javier Hernández Velázquez reivindica con emoción la vida y obra de Domingo López Torres, el único del grupo (Óscar Domínguez, Eduardo Westerdhal, Domingo Pérez Minik…) que fue sacrificado por un Alzamiento nacional que poco o nada tuvo de glorioso.

Pero es que hay más, ya que los acontecimientos que castraron a una generación de españoles reverberan en el presente de un relato que conmueve y en ocasiones hace temblar. Un pasado que se hace necesario desenterrar, parece que quiere decirnos Hernández Velázquez, para recuperar la memoria de esta compleja y acomplejada capital de provincia geográficamente africana pero de latido europeo, con el fin de que aprenda a ser ella misma.

Por norma general entiendo que una novela es buena cuando me suscita preguntas y al suscitarme preguntas me hace reflexionar sobre quién soy y de dónde soy. Hernández Velázquez no responde a cuestiones tan peregrinas pero sí da la llave para que penetre en ese tubo volcánico de misterio y vuelva a planteármelas mientras paseo por un Santa Cruz de Tenerife que, gracias a esta novela, me creo como escenario literario. Como un espacio en el que todo puede ser posible pese a que la ciudad aún no haya aprendido a mirar su pasado de frente.

He disfrutado mucho con El fondo de los charcos. De hecho, la he leído en apenas unos días francamente enganchado a sus páginas. También, es verdad, cabreado en ocasiones por la insistencia del autor en, reitero, engordar con páginas prescindibles situaciones que no hacen avanzar el relato. Un relato cuya mayor pretensión es la de entretener y generar reflexión.

Al margen de las tramas y subtramas que se cruzan y descruzan y vuelven a cruzarse hasta marearte, el mejor mensaje que saco de esta novela ambiciosa es que la ciudad (la ciudad) se mire ante el espejo de la historia y aprenda a convivir con sus gloriosos y miserables cadáveres. 

Javier Hernández Velázquez escribe muy bien. Pero escribe mucho mejor cuando deja de lado su potente y bien armada cinefilia para ir directo al grano.

Me consta que si corrigiese esta pasión, las próximas novelas del escritor serán obras que no van a dejar indiferente a nadie. Títulos además que tendrán que tenerse muy en cuenta en la selva urbana de la novela policiaca escrita en español que trasciende las fronteras del género.

Y es que hay mucho talento y esfuerzo en el trabajo de Hernández Velázquez. Y mucha sapiencia a la hora de manejar las claves de un género como es el negro criminal. Claves que el escritor adapta a una realidad, como es la santacrucera, con estilo. Tanto estilo que incluso juega con ellas como si se trataran de las famosas muñequitas rusas.

El fondo de los charcos es así una novela policiaca de ambiente urbano en cuyas doscientas primeras páginas apenas hay violencia que concluya en crimen. En las otras doscientas restantes sí que asistimos a una especie de cosecha roja pero sin estridencias.

Hernández Velázquez apuesta en esta obra más que por resolver la misteriosa desaparición de la imagen de El señor de las tribulaciones y de un conjunto de obras inéditas de aquel grupo de artistas e intelectuales que pensaron en los años treinta que otra Canarias podía ser posible, en darnos su visión de una urbe que no termina de cuajar, que anda como un muerto viviente y a la que se quiere con amor loco o sencillamente se la detesta.

No me resisto a reproducir un párrafo de esta novela que, entre otros, me animó a subrayarlo al sentirme identificado con él:

Esta no parece ser mi ciudad. Reniega de sí misma todos los días. Los que quedamos fingimos que no hemos muerto, pero es mentira. Santa Cruz nos ha enterrado. Estamos vivos, sepultados, moribundos, pero vivos. Hoy la vida transcurre de otra manera, a otro ritmo. Parece que han pasado muchos años, y nadie tiene memoria. A mi generación, le queda el consuelo de coleccionar cuadros, libros y pasear por el muelle. ¡Vaya mierda! Me gustaría que hubieras visto Santa Cruz a principio de los setenta. Estaba imantada por un extraño atractivo que la hacía irresistible. Y… y… ¡ya no existe, muchacho! De aquella ciudad no queda nada. Es un ánima en pena.” (página 256).

También este otro, la descripción que hace de uno de los personajes protagonistas de la obra, ausente pero presente como fantasma de otros tiempos, que es Antonio Sonseca.

“- Fue un personaje vital en la sociedad y política tinerfeña. La generación de mi padre lo conoció en primera persona: la mía de oídas; la de mis hijos, ni siquiera sabe quién es. A partir de los años setenta, pasó a un segundo plano. Verá, cuando uno se pasa la vida rodeado de libros, durmiendo en bibliotecas, se deja influenciar por los hombres que han marcado una época.

- En el caso de Antonio Sonseca parece que su marca ha sido borrada.

- Sin embargo, permanece como punto de contacto entre el viejo mundo, empapado de mitos, y el nuevo, representado por el Santa Cruz de principios del siglo veintiuno. Nos olvidamos de un hombre al igual que ignoramos lo que éramos hasta hace unas pocas generaciones. Hemos hecho mal olvidándolo. ¿Quiere saber por qué, inspector? Porque no hemos cambiado nada en absoluto.” (página 282).

A modo de conclusión:

El fondo de los charcos, con sus defectos, ha hecho posible que yo también aprenda y entienda a nuestros muertos.

(1) El fondo de los charcos (colección serie negra Baile del sol) se pone a la venta en septiembre.

Saludos,  leed, leed, malditos, desde este lado del ordenador.

Confesiones de un pecador (que ya no está arrepentido) del cine de los 80

Sábado, Agosto 20th, 2011

El otro día, mientras repasaba deuvedés a precios de risa en una de esas grandes superficies donde venden todo tipo de aparatos electrónicos me quedé un buen rato contemplando la carátula de Calles de fuego, de Walter Hill, película que vi hace mucho, mucho tiempo en un cine de reestreno y de la que recuerdo me dio directo a la mandíbula.

No compré el deuvedé por miedo a triturar una de esas tontas emociones de mi primera juventud. Por miedo a volver a ver una película que, salvo Diana Lane, poco o nada puede decirme ahora, así que opté por tirarla al montón de saldos porque quiero pensar que así honraba la tormenta de sensaciones que me procuró su primer y sospecho único visionado.

Con la pantalla a oscuras, Calles de fuego comienza con una declaración de principios de su director acerca de lo que vamos a ver: una película de buenos y malos. Un western moderno con moteros sedientos de sangre y un héroe de mirada triste cuyo actor, Michael Paré, no volvió a levantar cabeza profesionalmente hablando tras esta experiencia.

Otra cinta que me emociona de aquella década insensata que fueron los ochenta es la inteligente comedia juvenil Todo en un día (John Hughes). La vi en Madrid acompañado de dos amigos y nos metimos en el cine porque no había nada mejor que hacer.

Puede resultar fuerte si escribo que para los tres el filme fue algo así como una revelación, pero no se me ocurre una palabra mejor para describir el subidón que nos dio al contemplar las aventuras de ese golfo con suerte que interpreta Matthew Brodrick junto a su novia en la ficción Mia Sara y su sufrido colega Alan Ruck mientras son perseguidos (casi casi como si se tratara del coyote) por el director su instituto, papel que interpreta Jeffrey Jones. Tampoco he vuelto a verla. Será que quiero continuar con la magia de la primera vez…

Durante una época me dio por tararear Blue velvet, canción que descubrí en la película del mismo título de David Lynch. El largometraje reventó mis expectativas en una de esas salas que había en Madrid donde pagando el precio de la entrada podías quedarte a ver todas las sesiones que quisieras.

Yo me quedé a verla dos veces. Blue velvet me noqueó y aún no sé las razones. He vuelto a ver la película, desgraciadamente, y lamento escribir que lo que antaño me pareció fascinante ahora me sabe a cosas de Lynch. Cineasta al que se le va la pinza con bastante facilidad. De entre todas sus películas, y pongo la mano en el fuego que he visto todas, rescato su Dune.

Sí, me consta que es el título que la mayoría de sus seguidores olvida con insólita temeridad, pero vuelta a ver todavía me hace gracia que el espectador pueda escuchar los pensamientos de sus personajes y esa batalla entre melenudos barbados contra punkarras enfundados en cuero negro.

Antes de exiliarse voluntariamente a los Estados Unidos, el cine del holandés Paul Verhoeven dejó una cinta que tampoco he vuelto a ver con el paso del tiempo. Se titula El cuarto hombre y por lo que recuerdo de ella es una fascinante historia de mujer fatal, fatal (una bruja, vamos) y un escritor de tendencias homosexuales que concluye en un festín loco y algo gore que me hizo saltar de la butaca. La película, que vi en una sesión doble que incluía también ese clásico del cine negro de los ochenta que es Scarface. El precio del poder, tiene algo. O quiero creer que tiene algo. Eso de tiene algo quizá explique porque no he querido volver a verla.

Quien les escribe, que se confiesa perteneció a la fe Verhoeven durante un tiempo, desconfía ahora del profeta aunque de tanto en tanto pierda el tiempo volviendo a ver por centésima vez Starship Troopers: Las brigadas del espacio que quizá sea, a su juicio, la mejor película de su extraña y algo obsesa filmografía.

Pero qué diablos, cuando veo cualquiera de sus filmes siempre descubro actrices que son algo más que actrices: Sharon Stone (Instinto básico) y Carice van Houten (El libro negro).

Hay más películas de esa década de pobres y ricos que fueron los ochenta que me dejaron atrapado en el cine. Evoco Excalibur (a la que ya le dediqué un comentario y que cumple treinta años ¿sueños para unos, pesadillas para otros?) y la socorrida Blade Runner, aunque no fui ni soy un blademaníaco. Será porque siempre me irritó de su director, Ridley Scott, su esteticismo babosón y barrocón.

Mi apreciado John Milius cuenta con una serie de títulos que me marcaron por una u otra razón en aquella década que parece que ahora vuelve a ponerse de  moda. Conan el bárbaro y Amanecer rojo son dos de ellas. La primera porque el filme sigue respirando vida y sintetiza el apasionante y violento mundo que creó Robert E. Howard en sus relatos.

El segundo porque pese a su tono ultra no deja de resultar una película que hace feliz a ese comunista que aún llevo dentro. Si se atreven, véanla. Es cine de hazañas bélicas que seguro hizo feliz a ese inquietante terrorista iluminado que fue Timothy Mcveigh.

Pero si hay un título de Milius de esta etapa que destaca por encima del bien y del mal es Adiós al rey, basada en la novela del mismo título de Pierre Schoendoerffer. Película que no vi en un cine sino en casa de un amigo en VHS.

Recuerdo que vimos la cinta. Recuerdo que los amigos se fueron a dormir y recuerdo que volví a encender el reproductor para volverla a ver no una vez sino dos más.

No he vuelto a castigarme con ella.

¡Suerte, inglés!

Hay más películas de esa década, década que me hizo recaer en los tebeos cuando cayó en mis manos el primer número de Batman año 1, como El imperio contraataca, Regreso al futuro, Terminator, Poltergeist, El muro (joder como le comió la cabeza a mi generación el dichoso El muro), El corazón del ángel (joder como me comió la cabeza El corazón del ángel), entre otras que recupero mientras exploro por la red para refrescar mi gastada memoria.

Pero noto, detecto, que ninguna lista de las supuestas mejores películas de aquella década se menciona Revolución, del británico Hugh Hudson, una cinta que como tantas otras no he vuelto a ver pero que (está sí) me encantaría volver a ver.

Scandal, cinta que cuenta lo que ya se conoce como escándalo Profumo y que hizo que descubriera y me enamorara de Joanne Whalley

¿Dónde estás Joanne?

Hay más títulos. Claro que los hay. Los dibujos animados bebían del cómic en Metal Hurlant y la extravagante Tygra, hielo y fuegoJim Henson presentaba Laberinto, de la que solo recuerdo sus fascinantes títulos de crédito y a su joven protagonista, Jennifer Connelly enfrentarse a David Bowie. O aquella otra de marionetas que se llamó Cristal oscuro… (la imagen que ilustra estas líneas). Y hubo más. Muchas más. Solo que no he querido volver a verlas.

Quiero pensar que fueron cosas de los ochenta.

Y no sé, la verdad, si me da miedo que vuelvan a ponerse de moda.

Saludos, será que la década pasa factura, desde este lado del ordenador.

Palabra de Buñuel: mi amigo García Lorca

Viernes, Agosto 19th, 2011

Se cumple el 75 aniversario de la muerte de Federico García Lorca y como humilde tributo he rebuscado en las memorias de quien fue su íntimo amigo de juventud, Luis Buñuel, para recordar a través de sus palabras quién fue el poeta al que la estupidez de una guerra entre hermanos acabó con su vida pero no pudo silenciar su voz.

AMISTAD

Nuestra amistad, que fue profunda, data de nuestro primer encuentro. A pesar de que el contraste no podía ser mayor, entre el aragonés tosco y el andaluz refinado –o quizás a causa de este mismo contraste–, casi siempre andábamos juntos. Por la noche nos íbamos a un descampado que había detrás de la Residencia (los campos se extendían entonces hasta el horizonte), nos sentábamos en la hierba y él me leía sus poesías. Leía divinamente. Con su trato, fui transformándome poco a poco ante un mundo nuevo que él iba revelándome día tras día. (1)
 
HOMOSEXUALIDAD

Alguien vino a decirme que un tal Martín Domínguez, un muchachote vasco, afirmaba que Lorca era homosexual. No podía creerlo. Por aquel entonces en Madrid no se conocía más que a dos o tres pederastas, y nada permitía suponer que Federico lo fuera.

Estábamos sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial en la que aquel día comían  Unamuno, Eugenio d’Ors y don Alberto, muestro director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:

- Vamos fuera. Tengo que hablarte de algo muy grave.

Un poco sorprendido, accede. Nos levantamos.

Nos dan permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.

- ¿Por qué?- me pregunta Lorca.

Yo vacilo un momento, no sé como expresarme y a quemarropa le pregunto:

- ¿Es verdad que eres maricón?

Él se levanta, herido en lo más vivo, y me dice:

- Tú y yo hemos terminado.

Y se va.

Desde luego, nos reconciliamos aquella misma noche. Federico no tenía nada de afeminado ni había en él la menor afectación. Tampoco le gustaban las parodias ni las bromas al respecto, como la de Aragón, por ejemplo, que cuando, años más tarde, vino a Madrid a dar una conferencia en la Residencia de Estudiantes, preguntó al director, con ánimo de escandalizarle –propósito plenamente logrado– “¿no conoce usted algún meadero interesante?”  (2)

UN CHIEN ANDALOU

Poco antes de Un chien andalou, una disensión superficial nos separó durante algún tiempo. Luego, como andaluz, susceptible, creyó, o fingió creer, que la película era contra él. Decía:

- Buñuel ha hecho una película así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo.

En 1934, nos habíamos reconciliado totalmente. Aunque yo encontraba a veces que se dejaba sumergir  por un número demasiado grande de admiradores, pasábamos juntos largos ratos. (3)

LA GUERRA

Cuatro días antes del desembarco de Franco, García Lorca –que no podía apasionarse por la política–  decidió de pronto marcharse a Granada, su ciudad. Yo intenté disuadirle, le dije:

- Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí. Estarás mucho más seguro en Madrid.

Otros amigos ejercieron presión sobre él, pero en vano. Partió muy nervioso, muy asustado.

De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra nuestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar a alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama.

Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad, él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar. (4)

LA MUERTE

Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí –innoblemente—ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo. En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella  época, se oía gritar en el otro bando: “¡Muera la inteligencia!”

En Granada, se refugió en casa de un miembro de Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.

Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en el que iban a matarlo.

Pienso con frecuencia en ese momento. (5)

Notas 1 y 2, Luis Buñuel. Mi último suspiro (colección La vida es río, Plaza y Janés, 1982), páginas 64 y 65

Notas 3, 4 y 5, Luis Buñuel. Mi último suspiro (colección La vida es río, Plaza y Janés, 1982), páginas 154 y 155

Saludos, ¿verde que te quiero verde?, desde este lado del ordenador