Archive for Enero, 2013

El fantasma de Harlot o cómo leer más de mil páginas y no querer morir en el intento

Viernes, Enero 25th, 2013

En un post publicado en este mismo su blog tuve el atrevimiento –osado que soy para mis naderías– de elaborar una selección con las diez mejores novelas de espionaje que, a mi juicio, me hicieron participar imaginariamente en eso que Rudyard Kipling denominó como el Gran Juego.

Alguien me preguntó entonces la razón que no incluyera en la relación El fantasma de Harlot, del periodista y escritor Norman Mailer, y sí The Company, del también periodista y escritor Robert Littelll, obra que coincide con la del autor de La canción del verdugo en novelizar una historia de la C.I.A., no confundiar con la T.I.A.

Claro que hasta ahí las coincidencias, porque se tratan de dos títulos radicalmente diferentes aunque resulten igual de generosos en su volumen de páginas: ambas superan las mil.

El fantasma de Harlot más que ser una historia de la CIA es una historia sobre cómo transforma la CIA a los hombres y mujeres que forman parte de su organización.

Un interesante –a ratos– retrato humano en el que se respira mucha sexualidad, traiciones consentidas y un intento por entender cuáles son y cómo funcionan los resortes emocionales de los que integran la mayor organización de espionaje del planeta que habito.

Explicado así, Mailer más que retratar cómo se levantó y desarrolló La Compañía, lo que le preocupa es explorar en las pequeñas relaciones –familiares– que se tejen en un oficio que consiste en saber por procedimientos la mayor parte de las veces miserable lo que hacen los tuyos y los demás en nombre de una entelequia que se llama patria.

Patria que te da carta blanca para lo que se te ocurra, por absurdo que resulte.

Es verdad que a El fantasma de Harlot se le nota que le sobran demasiadas páginas.

Es verdad que no termina por definirse con la claridad que podría exigírsele.

Es verdad que en ocasiones resulta bastante confusa por las ambiciones que detectas pero que Mailer no desarrolla aunque le latan desde muy adentro.

Y es verdad que, cuando has llegado a sus setecientas páginas, casi parece que te falte el aliento para superar las quinientas que todavía te aguardan.  Pero con todo, merece la pena leerse El fantasma de Harlot no ya como  un compulsivo lector de novelas de y sobre espionaje, sino como la novela que es en su sentido más estricto.

Tiene algo, un algo que tras concluirla hace unas pocas horas todavía planea sin forma en mi cabeza.

Una idea que al no ser total tarda en definirse en mi, insisto, cabeza.

Solo saco en claro, en estos momentos en los que procuro digerirla, que se trata de una pieza tremendamente macho escrita por un hombre cansado de tantas contradicciones.

Quizá radique aquí uno de los mayores atractivos de esta irregular fantasía realista que el propio Mailer deja inconclusa al final.

Porque no hay final en El fantasma de Harlot sino un CONTINUARÁ escrito así, en letras mayúsculas.

Mientras la leía, simultaneando sus páginas con obras menores en pretensiones y páginas, no dejaba de preguntarme ¿qué hace que un lector sin demasiado tiempo para la vida sea capaz de devorar más de mil páginas y no morir en el intento?

Es una cuestión seria.

Brutalmente seria en unos tiempos en los que se invita a lecturas ligeras pese a su número de páginas.

Partiendo de la base que soy de los que no suele dejar un libro por muy pesado que éste resulte –tanto material como intelectualmente hablando– cuando una novela obesa cae en mis manos tiene que engancharme. Y son muchas las formas que se tiene para engancharme como lector.

La primera de ellas es el inicio.

Si no hay un buen inicio malo, pero que muy malo.

Así comienza El fantasma de Harlot:

Una noche de invierno de 1983, mientras conducía entre la niebla a lo largo de la costa de Maine, recuerdos de fogatas en antiguos campamentos empezaron a filtrarse en la bruma de marzo, y pensé en los indios abnaki, de la tribu algonquina, quienes hace mil años habitaban cerca de Bangor.”

Un inicio en el que con muy pocas palabras me hace sentir cómplice de su protagonista, Harry Hubbard, pupilo de Harlot y pronto amante de su mujer.

La novela, leída cien páginas, se acelera entonces y se despeña al llegar a las trescientas y parece que se crece cuando alcanza las quinientas.

Y mientras la lees, a ratos pensando ¿por qué no la dejo a un lado y me dedico a otras cosas?, cuando llegas a las seiscientas vuelve a tocarte algo. Un algo dentro de mi y de ti que se desinfla en las setecientas, casi a mitad de camino de llegar a lo que no es un final sino un CONTINUARÁ.

Dejas entonces que descanse y la retomas otra vez y cuando has alcanzas las ochocientas descubres que te has tragado no sé cuantas páginas porque esas mismas páginas tocaron esa fibra sensible de la que les hablaba antes.

Has recreado en tu cabeza sensaciones, que no momentos, que tú también has sentido.

Y desfalleces cuando cruzas la frontera de las mil páginas, cuando Mailer empieza a circular sobre sí mismo, a divagar sobre sí mismo hasta que termina en ese final abierto que prometía una nueva entrega que nunca se escribió…

Y tienes como la sensación de haber llegado a la cima de la montaña más alta del planeta.

Y una extraña euforia te castiga por dentro.

Porque sabes que lo de menos fue llegar a ese final que no es final y entender la razón por la que desaparece Harlot.

No, no.

Sabes que eso es, precisamente, lo de menos.

Intuyes, por el contrario, que lo más de los más es cómo un escritor que parece que escribió esta novela dando bandazos como un borracho fue capaz de convencerte para que compartieras el mismo esfuerzo titánico que le supuso escribirla.

Una obra que si algo espía es en el corazón poblado de tinieblas de su propio autor.

Un corazón donde todo es una puta mentira.

Y descubrir, he ahí la explicación de cómo leer una novela de más de mil páginas y no morir en el intento, que muchas de esas sombras son muy parecidas a las que guardas dentro de ti mismo.

Ya saben,  donde todo es una puta mentira.

Saludos, CONTINUARÁ, desde este lado del ordenador.

Cien veces George Cukor

Jueves, Enero 24th, 2013

El pasado miércoles se cumplió exactamente veinte años de la desaparición del cineasta norteamericano George Cukor.

¿Qué quién fue Cukor?

De su extensa filmografía citaría dos comedias, Historias de Filadelfia y La costilla de Adán para refrescar su desmemoriada memoria cinéfila.

Claro que si ni con esas lo consigo ¿les suena Ha nacido una estrella?, la versión en la que se movieron como pez en el agua James Mason y Judy Garland; ¿la deliciosa Nacida ayer?, en la que una hoy injustamente olvidada Judy Holliday desarmaba literalmente al siempre apuesto William Holden y ¿qué me dicen de ese inquietante suspense que continúa siendo Luz de gas?, título que muchos aún empleamos para definir cierto comportamiento (in)humano.

La historia afirma que George Cukor fue un director de actrices, y que esta fue la razón que provocó que lo despidieran del rodaje de Lo que el viento se llevó cuando Clark Gable se percató que el cineasta se preocupaba más de ellas que de él…

No sé si es cierto este rumor, pero en una película como Lo que el viento se llevó la firma del director se disuelve cuando la cinta aún respira pese al paso de los años y su latente mensaje racista. Lo que el viento se llevó es, en este sentido, una obra que se encuentra en los territorios del más allá del bien y del mal y uno de esos títulos de referencia que ha forjado al gigantesco cine norteamericano.

Lo que hace actual el cine de George Cukor, plagado de obras maestras pero también de películas muy irregulares, es que todavía desconcierta.

Imagino que por eso muchos cacarean cuando afirman que fue el mejor en representar la guerra de sexos, también en presentar mujeres con carácter muy fuerte pero sin renunciar a su poderosa feminidad.

En este sentido, creo que Katharine Hepburn dio lo mejor de sí en manos de Cukor, y que me perdone George Steven y Frank Capra. Lo mismo diría con la adorable Judy Holliday, una actriz, reitero, de la que hoy apenas nadie se acuerda.

También dirigió a Marilyn Monroe en la tremendamente cool El multimillonario. Un musical en el que daba réplica a la actriz más hot el actor más cool de la historia del cine: Yves Montand.

Entre otras películas, me conmuevo con Cukor cuando vuelvo a ver My fair lady, y eso que cuando la descubrí por primera vez se trataba de su versión doblada. Una de aquellas despreciables versiones dobladas donde además de doblar al actor se doblaban las canciones.

A mi me encanta Rex Harrison haciendo de profesor Higgins, y me rompe el corazón Audrey Hepburn –de quien, por cierto, el pasado 20 de enero se cumplió el décimo aniversario de su muerte– como Eliza Doolittle, el patito feo que se transforma en cisne. Eso sin mencionar a su excelente y muy británico reparto de secundarios.

La última película de Cukor, que rodó dos años antes de su muerte, fue Ricas y famosas, protagonizadas por Jacqueline Bisset y Candice Bergen en pleno esplendor de su madurez. Es probable que si la repescan ahora le sepa a cine un tanto roñoso, pero más que por la historia –yo diría que aún radicalmente audaz y tremendamente femenina que no feminista para estos tiempos que corren–  por la época, principio de los ochenta.

Con todo, creo que es un buen testamento cinematográfico que sin llegar al apogeo de sus grandes y revolucionarias películas, concluye la carrera de un director cuya obra apenas se resiente con el paso de los años.

Eso que dicen es un clásico.

Cuando le pregunté hace once años a una alucinada Bisset, invitada como jurado de reina del Carnaval de esta ciudad en la que vivo: ¿cuál fue el mejor director con el que ha trabajado? La actriz de La noche americana (François Truffaut, 1973) no tardó ni medio segundo en responderme: “George Cukor, of course.”

Después, y como todo aficionado que se precie, le pedí que se fotografiara conmigo.

Saludos, qué grande fue el cine, desde este lado del ordenador.

El Carnaval no tiene quien le escriba

Miércoles, Enero 23rd, 2013

Apenas he encontrado un puñado de títulos que, de una  manera u otra, se ajustara a las pretensiones de este post.

Y mira que he consultado con amigos editores y escritores. Navegado por la red e investigado en mi caótica biblioteca pero son muy contadas las novelas y relatos que escritos desde esta apartada orilla han desarrollado sus historias en una fiesta que, como los carnavales, se han empeñado desde que tengo uso de razón en que forme parte de mi carácter como habitante que soy de estas islas sin rumbo.

Me resulta por ello curioso este vacío temático en la literatura que se elabora en estas costas. Más si tenemos en cuenta el juego que proporciona esta fiesta y el sentimiento con el que –no se cansan de repetir sus defensores– se vive el jolgorio: unos días de excesos presuntamente desmedidos.

Partiendo de la base que no soy un carnavalero de pro, y que detesto con toda la cordialidad del mundo a los que sí reivindican que son carnavaleros de pro, soy como un náufrago mientras busco novelas y cuentos donde el Carnaval es un elemento más de la historia.

Es más, pregunto, ¿si la fiesta está tan metida en el disco duro de nuestra memoria qué razones explican que nuestros escritores hayan renunciado a ubicar sus relatos en un festejo al que no le niego el colorido ni la imaginación del disfraz?

¿De la máscara para pasar desapercibido en una geografía donde todos nos conocemos?

¿De la supuesta sexualidad que por una vez se libera de nuestros reprimidos instintos provincianos?

Salvo la interesante La fiesta de los infiernos (El Toro de Barro), de Juan José Delgado, novela en la que el autor recurre al Carnaval para “reflexionar sobre el enmascaramiento que se da en una sociedad que se pone la careta oficial en unos carnavales cuyo tema es el Nazismo” (1), poca cosa he encontrado en la que la fiesta asuma natural protagonismo.

Lo que no deja de inquietarme como compulsivo lector. Y volver a replantearme las cuestiones anteriormente propuestas.

Agradecería, en este sentido, algún título, alguna referencia por parte de quien ahora pueda leer este post para ampliar el catálogo de obras y evitar lo que no es sino –mucho me temo– una reflexión en la que se multiplican las preguntas y se reducen a cero sus respuestas.

Es verdad que existe una copiosa bibliografía sobre el Carnaval en la que se trata con mejor o peor fortuna su historia. Hay un libro de referencia, 75 años dando la murga, de Ramón Guimerá Peña, en el que se estudia uno de los grupos más populares de la fiesta, pero en el terreno de la ficción, en el que deja espacio al reino de la imaginación reitero que son muy escasas las aportaciones.

El editor Ánghel Morales me avisa que hay un título, El gnomo bajó al Carnaval (Benchomo), de Felipe Rosa Santana, “del que se vendieron miles de ejemplares”, pero no he tenido la oportunidad de leerlo para que pueda emitir un juicio.

Otra fuente me recuerda que en El don de Vorace, de Félix Francisco Casanova, “aparece un baile de máscaras” y que una lectura ligera de Crimen de Agustín Espinosa, “te puede aportar desde un punto de vista mucho más evolucionado tanto en concepción como en escritura, un aire de máscara o carnaval”, lo que me hace pensar que debería de volver a leer la que quizá sea la mejor novela escrita en este archipiélago abandonado de la mano de los dioses.

Continuo buceando, recabando información, pero no encuentro nada salvo “un recuerdo que leí un cuento…” que no tuvo que dejar demasiada trascendencia si no se recuerda el título ni al autor.

Lo que hace que las preguntas anteriormente suscitadas sigan molestándome en la cabeza y que piense si es natural este divorcio entre la fiesta popular más promocionada de estas islas con sus narradores. Narradores que, imagino, alguna vez fueron cómplices del disfraz y de la máscara.

Lo escribo porque si yo fui cómplice del Carnaval a edad muy temprana, en aquellos tiempos donde solo quería disfrazarme de mosquetero o de cuatrero, también tuvieron que ser arrastrados por ese mismo impulso los escritores en su más tierna niñez y adolescencia.

Se quiera o no se quiera, se lo deteste o no se lo deteste, es prácticamente imposible aislarse del Carnaval si se habita en esta tierra endemoniada y desmemoriada.

Casi parece que de pronto, y por obligación, se invita a los vecinos a que asalten la calle no con ánimo reivindicativo sino bajo el confuso signo de lo lúdico porque así lo ordena la autoridad.

Ponte el disfraz, y si eres rematadamente tímido la mascarita. Descubre la complejidad de las letras que desafinan las murgas y erotízate con las carnes desnudas que muestran los integrantes de las comparsas… Adora, aunque sea por una semana, a su reina proclamada y sumérgete en las calles de una capital que durante esos días permite a la marabunta acostarse después de las diez de la noche y levantarse cuando rompe el amanecer.

Así que no sé a ustedes, pero a mi el Carnaval con todas sus chirriantes contradicciones me parece un excelente material literario para meterle el diente…

(1)   “La realidad del mundo es la que se prolonga con los sueños”, una entrevista con Juan José Delgado, El Perseguidor, nº 67, 15-X-2011.

(*) La imagen que acompaña estas líneas pertenece a El carnaval de las almas (Herk Harvey, 1962).

Saludos, intentando dar la nota, desde este lado del ordenador.

Directo al blanco, como debe ser…

Martes, Enero 22nd, 2013

* La colección Generación 21: Nuevos novelistas canarios presenta este año cuatro nuevos títulos. Estos son: Cinco mujeres que no subirán al cielo, de Juan Andrés Herrera; El centro del gran desconocido, de Eduardo Montelongo; Julia y la guillotina, de Jonathan Allen y Si hubieras estado aquí, de Cecilia Domínguez Luis.

* Ediciones Aguere e Idea presentarán también durante los primeros meses de 2013 La ONU. Canarias y las descolonizaciones africanas, un ensayo del profesor Domingo Garí; y en narrativa La piel de la lefa, de Juan Ramón Tramunt y… En el aire queda, de Damián H. Estévez.

* El escritor alemán Harad Braem presentará entre el 24 y 25 de enero en Tenerife y La Palma Tras las huellas de los aborígenes. Las citas tendrán lugar en la librería Bárbara en Los Cristianos y el hotel Monopol en el Puerto de la Cruz, así como en la tasca La Luna, en Los Llanos de Aridane. Braem, que aprovechará su estancia en isla de La Palma para trabajar una nueva novela, dará a conocer en la ciudad portuense sus nuevos thrillers en lengua alemana, Der Vulkanteufel y Tod im Barranco. Tras las huellas de los aborígenes es una guía arqueológica que resume brevemente teorías sobre el origen de los primeros pobladores del archipiélago.

* La escritora María Jesús Alvarado presentará el 5 de febrero en el Ateneo de La Laguna, Sorimba. El acto será introducido por la también escritora Elsa López. Alvarado es autora de autora también de Suerte Mulana (2002), Extraña estancia (2006), Geografía accidental (2010), Al sur de Zagora (2010), Isla Truk (2011) y Grietas (2012).

* TEA comienza este miércoles, 23 de enero, un ciclo de cine contemporáneo de Guatemala con la proyección a las 20 horas de Distancia, de Sergio Ramírez. El ciclo, con el título de Historias del país del fin del mundo, es una actividad paralela de la exposición Piel de gallina. Regina José Galindo, que se muestra en el centro hasta finales de marzo. Los otros largometrajes que forman parte del ciclo Historias del país del fin del mundo son La isla, de Uly Stelzner (día 30), El regreso de Lencho, de Mario Rosales (6 de febrero), Alternativa. La historia del rock en Guatemala, de Vinicio Rizzo (13 de febrero) y Las marimbas del infierno, de Julio Hernández Cordón (20 de febrero).

Saludos, por el patio interior se cuelan los gritos de los primates de Sálvame, desde este lado del ordenador.

Lincoln frente a Django

Lunes, Enero 21st, 2013

Coincide en las carteleras el estreno de dos películas que, curiosamente, giran en torno a la esclavitud. Aunque la visión que ofrecen ambos filmes –dirigidos por Steven Spielberg y Quentin Tarantino– son radicalmente diferentes.

Lincoln es la visión serena y reflexiva sobre el decimosexto presidente de los Estados Unidos, un hombre y un político con el que se mimetiza Daniel Day-Lewis, camaleónico actor que forma ya parte de esa amplia galería de ilustrados intérpretes del cine norteamericano que han encarnado a quien todavía sigue siendo una leyenda no solo en su país, sino más allá de sus fronteras.

El filme de Spielberg, que considero uno de los mejores trabajos de su carrera tras la estupenda Munich y la muy olvidable Caballo de batalla, es con todas sus irregularidades un extraordinario retrato político sobre unos tiempos y sobre un hombre que tuvo la difícil tarea de mantener con sangre y fuego la unidad de una nación mientras procura dar luz a las numerosas sombras que oscurece –por el peso del mito– su formidable liderazgo.

Se trata pues por humanizar a un hombre que asumió decisiones que aún plantean controversias, pero sobre todo la indagar en la batalla política –mientras los ejércitos del sur y del norte se desangran en los campos de batalla– que lideró en favor de la promoción de la Decimotercera Enmienda, a través de la cual se abolió y prohibió la esclavitud en los Estados Unidos.

El filme de Spielberg muestra, paralelamente, la vida privada del presidente. Sus difíciles relaciones con su mujer, Mary Todd, así como con sus dos hijos. Aunque como película se crece, a mi juicio, cuando transporta al espectador a través de las cloacas del poder. Revelando el uso de la corrupción como arma política para conseguir un objetivo que, como le indica el general U. S. Grant (Jared Harris) al mismo Lincoln, le ha hecho envejecer diez años.

El Lincoln de Spielberg es pues el retrato de un hombre que intenta hacer equilibrio en la balanza de la Historia. Un político que, asumiendo responsabilidades que ningún presidente había tenido hasta ese entonces, dirigió un país con mano de hierro hasta el fin de la guerra. Todo sea con el fin de resolver un conflicto –la división de once Estados– en aras de que, como proclamó en ese todavía vibrante discurso de Gettysburgh, “esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.”

Si el Lincoln de Spielberg propone una mirada histórica sobre la esclavitud, el Django desencadenado de Quentin Tarantino es una sublimación ciertamente pueril sobre lo afroamericano pero disfrazado –dicen– de spaghetti western.

Django desencadenado reinterpreta así un filme que ya es referente en este subgénero cocinado en los sesenta y setenta en Europa, Django (Sergio Corbucci, 1966), pero no convence, ni emociona ni sorprende como otros trabajos de este confeso amante del cine de alquiler.

Django desencadenado comienza dos años antes del estallido de la Guerra de Secesión y como en Malditos bastardos, al margen de su ubicación histórica, es un relato de y sobre venganza.

Si en Malditos bastardos el cineasta cambiaba el curso de la historia para que los judíos ejecutaran al mismo Adolf Hitler y sus secuaces en un elegante cine de París; en Django desencadenado propone que sea un negro, más que los negros, adoctrinado por un caza recompensas europeo (magnífico Cristhop Waltz, de lo mejor junto a Leonardo DiCaprio en esta cinta errática, sin rumbo), quien se yerga en castigador de los responsables de tantos siglos de ignominia explotadora.

Django desencadenado es, en este sentido, la película más irregular en la filmografía de Tarantino. Un título en el que las notables influencias cinematográficas de su director no casan con la misma facilidad como sí lo hicieron en otras de sus películas como, por ejemplo, Kill Bill.

Es probable, de todas formas, que quien ahora les escribe quisiera ver más una reinterpretación cafre de Mandingo (Richard Fleischer, 1975) que del Django original, título del que apenas coge algún que otro elemento como el nombre del esclavo que interpreta Jamie Foxx o ese grupo de enmascarados que lidera un irreconocible Don Johnson, y con los que el director propone una humorística parodia de la cabalgata de jinetes del Ku Klux Klan de El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915).

Entre otros lastres de Django desencadenado se encuentra, además, su excesivo metraje. Metraje que incluye una media hora final prescindible y en la que el cineasta bordea sin mucha fortuna y peligrosamente esa línea invisible que es el ridículo. Y ello siendo consciente que el ridículo es uno de los motores que alimenta el cine de un director, Quentin Tarantino, que no da en esta ocasión en la diana.

No, en su presuntamente provocadora Django desencadenado apenas encuentro destellos de su peculiar mirada alucinada y gamberra. De su radical reinterpretación de géneros, de su cinefilía de todo a cien, aunque haga sangre con el mito de Tío Tom con un personaje que interpreta Samuel L. Jackson.

Saludos, ¡Union forever!, desde este lado del ordenador.

Las tres revelaciones de Nagisa Oshima

Jueves, Enero 17th, 2013

El imperio de los sentidos fue la película que quebró el apetito burgués por el cine erótico, género al que tanto contribuyó Sylvia Kristel, a quien muchos la lloramos el año pasado; e Historia de O, sadomaso tipo Grey para discretos amantes de los azotes.

No, El imperio de los sentidos fue mucho más. 

I 

Quiero entenderla como una fractura radical con todo aquel cine de amables pero licenciosas incitaciones sexuales porque, además de contar una historia, integró a esa misma historia una pornografía que todavía puede producir quebranto.

Con independencia de su carácter provocador, como provocador fue la adaptación de Pier Paolo Pasolini de actualizar el universo saludablemente enfermo del marqués de Sade en Saló o los 120 días de Sodoma, El imperio de los sentidos es una película que ha dejado desde entonces de gravitar en su época, los años setenta. 

Es una película celeste, que existe porque su nihilismo resulta aún brutalmente liberador.  

Y lo hizo un tipo con ojos rasgados.

Un tal Nagisa Oshima

Un ojo que nunca dejó de respetar la memoria de sus antepasados. 

PROGRAMA DOBLE

En los años noventa creí ver ese mismo ojo en The Audition, de Takashi Miike.

Un ojo que sin bien no es el mismo, guarda el mismo tesoro que Oshima.

Solo que en donde Oshima te hace quemar, Miike te enfría.

II

Feliz Navidad, Mr. Lawrence.

Fui a verla porque se vendió como la respuesta japonesa a El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957).

Y me mintieron.

Porque yo vi otra cosa mientras educadamente me reía tapándome la boca.

Durante un tiempo no dejé de escuchar la banda sonora, compuesta por Ryuchi Sakamato, quien comparte además protagonismo en la película con un David Bowie que no lo hace del todo mal.

III

Taboo (Gohatto).

La última película de Oshima.

La protagoniza Takeshi Kitano, un secundario de hierro en Feliz Navidad, Mr. Lawrence.

Taboo es un retrato sobre el crepúsculo de los samuráis.

Nagisa Oshima falleció el pasado martes, 15 de enero.

FERNANDO GUILLEN

Anuncian la muerte del actor español Fernando Guillén.

Lo recuerdo por El pico II.

Donde sustituye al actor tinerfeño José Manuel Cervino como padre de la Guardia Civil con un hijo heroinómano que en la primera parte se enamoraba del hijo de un dirigente abertzale.

Una celtibérica y audaz reinterpretación de Romeo y Julieta según Eloy de la Iglesia.

Grande Eloy de la Iglesia.

Saludos, sayonara, desde este lado del ordenador.